Una nueva, sobria y contemplativa dramaturgia micropolítica fincada principalmente en términos del espacio cinematográfico, en tensión con sus bordes dentro y fuera de la pantalla, empieza a delinearse en el cine latinoamericano; una tensión que no puede reducirse ni a la quietud ni al frenesí de los espacios en apariencia abarcados y limitantes, tal como lo demuestra el examen de dos formidables cintas sudamericanas recientes, por excepción estrenadas en la cartelera alternativa mexicana.
1. La ignominia privada
En Aquí no ha pasado nada (Chile-EU-Francia, 2016) —el quinto filme hipercrítico del original estilista sociológico Alejandro Fernández Almendras (Sentados frente al fuego, 2011; Matar a un hombre, 2014)—, el ocioso hijo hirsuto de buena familia de propietarios y expolíticos derechistas Vicente Vicho Maldonado (Agustín Silva, intensísimo en su radical falta de intensidad) de regreso en Chile contacta por azar a un núcleo de chavos (medio drogos, medio desmadrosos) a cuyas juergas se integra. Una noche típica, yendo de mansión en mansión y de escarceo en escarceo; al viajar en el asiento trasero de un auto custodiando el bidón del licor de los abstemios y besuqueándose tanto con la amorlíquida Francisca (Hindi Jane) como con una guapa bisexual, debe manejar un tramo porque el riquillo Manuel Larrea (Samuel Landea) tuvo que vomitar; después, Larrea retoma el volante, atropella a una mujer sin que nadie lo advierta y deja a Vicente en su morada. Al día siguiente este chavo trasnochador deberá presentarse a declarar ante los carabineros, inculpado de un homicidio imprudencial que no pudo cometer, tal como lo confirma el resultado negativo de un examen con alcoholímetro, a diferencia de todos los practicados a sus compañeros, quienes lo han hundido con sus declaraciones, instruidos por un temible abogadazo defensor de la millonaria y poderosa familia Larrea. Será en vano que Vicente clame por su inocencia de cara a quien sea, que su madre lo proteja con una edipizadora terapia acariciante, y que Fran le dé una mamadita antes de cortarlo, si bien bastará un encuentro con el defensor de la inmostrable familia Larrea para que Vicho acepte modificar su testimonio al gusto de la verdad jurídica demostrable y sea castigado con una pena ínfima, exonerando de toda responsabilidad al cachorro culpable. La ignominia privada plantea desde su arranque como única coordenada fundamental el profundo malestar juvenil e idiosincrásico que aqueja al héroe, un malestar ignorado por él mismo, pero latente y virulento como una dificultad de ser y de estar en el mundo (la misma estipulada con alegre gravedad por Jean Cocteau en 1957); un malestar instalado en la oscuridad de los salones y los jardines residenciales y los asientos traseros de los autos; un malestar que sitúa al héroe como ajeno a sus propias voliciones, viendo pasar los acontecimientos como si le sucedieran a otro; un malestar de thriller costumbrista abierto a una acre y desolada metáfora nacional extensiva a Latinoamérica. La ignominia privada se estructura a manera de bitácora de días y horas con numerosos letreros ad hoc y profusos mensajes por celular plasmados sobre pantalla, con música estridente en contrapunto de varios grupos de fama regional y una fotografía que sólo parece conocer el brillante hurgamiento de las tinieblas y las imágenes de espacios confinados o de plano fractales. Un ejemplo: en la mansión vacía donde pasó la noche aciaga, Vicente se topa con un libro abierto y una cita de Marcel Proust sobre el egoísmo de la compasión; los subrayados aparecen escritos aparte sobre la pantalla como otros mensajes de celular cualquiera. Así, el filme debe toda su eficacia expresiva y su contenido emocional a la contradicción que establece entre el uso de la cámara autoconsciente y la inconsciencia de Vicente, una cámara siempre situada en un extremo involucrado y moviéndose, acosadora, oscilando y orientándose como deliberadamente embotada. Y la ignominia privada vuelve a poner, con furia desalmada, el dedo en la llaga sobre la impunidad de un hecho verídico, causante de escándalo e indignación popular: meses después del accidente, cuando ya Vicho se ha vuelto un Bicho cualquiera, asiste a una fiesta con su nuevo ligue, se topa sin animadversión alguna a su antiguo compañero Manuel, mira en el espejo del baño su imagen carente de rencor y toma por la mañana su automóvil para seguir manejando hasta el fin de los tiempos, porque literalmente Aquí no ha pasado nada, ni siquiera la picota de la ignominia pública.
2. El conflicto sumergido
En Forastero (Argentina, 2015), límpido debut de la argentina de 28 años Lucía Ferreyra (El hombre restante, 2010; Sobremesa, 2012; Las ventas, 2015), basado en un corto homónimo de 2013, el espigado chavo de 16 años entre inestable y melancólico-hastiado Nico (Julián Larquier Tellarini fragilísimo) veranea fuera de la zona turística del Mar del Sur con su desparpajado amigo Jaime (Pablo Sigal), tirando despreocupados rayuela en la arena mojada, tiritando de frío en fatal posición fetal, aguantándose las ganas de bañarse en las agitadas aguas heladas, jugando a las maquinitas de un caserío que no llega a pueblaco, compartiendo curiosidades, tedio y comida hedionda, franqueando las regias quintas deshabitadas al término del periodo vacacional, robándose una bici para disfrutarla durante varias jornadas antes de devolvérsela a los chavitos que excavan para enterrarse en la playa, acampando a lo miserable o invadiendo alguna propiedad acogedora, siendo visitados por Anita (Denise Groesman), la linda hermana menor de otra amiga ausente, quien los invita espontánea a un asado nocturno bajo la plomiza luz solar que atraviesa los pequeños riscos de junto para chapotear en el gélido oleaje, o los introduce en su caseta playera, interesada en el ensimismado Nico, casi asediándolo, so pretexto de ir de paseo o cervecear a su lado, aunque a la hora de la vagamente erótica verdad el muchacho preferirá dormitar temprano en una cómoda litera y, a punto de regresar a Buenos Aires por la mañana, ella se verá obligada a intentar plantarle un beso a Jaime, según él asegura al día siguiente (“Funcionó lo de la mirada fija, me dio un beso”), antes de partir por el sendero, y dejar en canina soledad a Nico, prisionero de no se sabe qué conflicto sumergido.
Este conflicto sumergido deslumbra con su asombroso relato visual, prófugo de cualquier convencionalismo, en un blanco/negro tan nostálgico, anacronizante y abstracto, como fluido y brillante, descodificado y residual hasta lo paradójicamente radioso, compacto y profuso pese a su duración anómalamente breve (sólo una hora escasa), preciso a rabiar en sus virtuosos planos abiertos, heredero de la trivialidad trascendida a la argentina. El filme ostenta el equilibrio que persiguen sus personajes, navegando en las mareas sólo en apariencia quietas de un minimalismo extremo, a partir de una estructura fragmentaria con rudas elipsis y largos trozos en negro, perpetuando instantes por ello fugaces, producidos por una extraña fotografía muy afilada y cálida, con extensa gama de grises, más bien fija y sostenida, omniabarcadora, al margen de toda construcción estereotipada, con un temple general severo aunque deliberadamente ínfimo y jamás sentimental, y sin embargo palpitante, emotivo, arrobado, conmovedor sin que sepamos bien a bien por qué.
Y el conflicto sumergido utiliza esos indicios, meras insinuaciones, hechos concretos desdramatizados y puntas de iceberg para ir profundizando en una adolescencia a la deriva, formada por chavos forasteros, práctica y salvajemente ajenos a sí mismos, que sólo salen de su caparazón cotidiano para elevarse imaginando pavorosas anécdotas alrededor de un legendario hotel en ruinas, espectral y lleno de sombras, que se dice fue destruido por los descendientes de su fundador en 1890, un hotel como pararrayos del desasosiego adolescente y de una convulsa realidad latinoamericana en urgente trance de brotar del precoz autoabandono.
Imagen de portada: Fotograma de Aquí no ha pasado nada, 2016.