En mi cuadra se dejó de aplaudir el día en que nos enteramos del primer muerto en Lambayeque. No nos imaginamos que semanas después nos convertiríamos en la región con mayor cantidad de contagiados y fallecidos después de Lima. El miedo se evidenció a través del silencio permanente en el edificio donde vivo con mi pareja y mi bebé de tres meses de nacido. Cuanto más aterradoras eran las noticias por la tele, más a salvo nos sentíamos al quedarnos en casa. Es distinto acostumbrarse al encierro por un trabajo en las profundidades del Perú, que a un claustro en la ciudad donde celebras con libertad y que ahora vive un contexto en el que tocar al otro podría ser mortal. Qué frágiles somos. Un día estamos viajando como locos y, al otro, podríamos ser una materia inerte que será cremada en solitario, sin los suyos y nada de lo que se haya conseguido en vida tendrá sentido. Para ser sincera, mi cuarentena empezó en enero, con mi post parto, estrenándome como madre y sin saber qué rayos hacer con esa criatura que había salido de mi vientre. Esperé llegar con vida al fin de mis cuarenta días de puerperio, etapa de la que muy poco se habla porque involucra cambios de todo tipo. Sin embargo, cumplido ese plazo comencé a hacer lo mío: buscar historias, prepararme para regresar a las aulas y compartir mi rol de profesora y mamá. Celebraba el por fin sentirme como la madre de Tadeo. Era muy feliz, hasta que apareció esto. Los primeros días de aislamiento fueron llevaderos. Con D compartimos los cuidados del bebé, nos turnamos en la desinfección de casa. Él disfrutaba con nuestro pequeño y yo pensaba que ésta era la primera vez que me alejaba de forma tan abrupta de mis padres y mi hermana, sobre todo por una circunstancia que no fuera un viaje. Los tres son población altamente vulnerable y no fue fácil lidiar con la distancia social, sabía lo temerosos que estaban, que cada uno asumió a su modo esta cuarentena y hallé en las videollamadas por WhatsApp la solución para hacerlos felices viendo al bebé. A medida que las semanas pasaban, el número de muertos e infectados crecía. Una noche, los hombres de blanco llegaron a tomarle muestras a un vecino. Luego, vimos el virus y la muerte en el rostro de otros conocidos. Dichas novedades despertaron preocupación. El ser positivo perdió su sentido optimista y se volvió una amenaza que despertó la ansiedad, esa misma que expresamos consumiendo frituras en cada comida; y que aplacamos luego con frutas, protocolos obsesivos de desinfección de nuestras ropas, productos y cuerpos. Por cada día que pasaba, los pensamientos extremistas y del fin del mundo crecían en mí. El insomnio llegó y con ello me nutrí de exagerada información. El morbo ganaba. Veía en las noches videos virales. Consumía reportajes y entrevistas del YouTube, al punto de que si no lloraba antes de dormir, no me sentía satisfecha. Como si aquello fuera mi consigna para agrandar el trauma, pero lo único que logré fue despertar una psoriasis en mi piel y cuestionarme si elegir ser madre en estos momentos era lo más oportuno. Si hay algo que ha tenido nuestro país a diferencia de otros, es el actuar del Presidente. Más allá de los resultados y las medidas tomadas, él ha instaurado una manera distinta de comunicación con la gente. Desde que se sentó a las doce del día a informarnos por primera vez sobre el paciente cero, se creó una conexión. En los días siguientes, Martín Vizcarra se volvió el nuevo “rey del mediodía”, y nosotros, la fiel audiencia deseosa de buenas nuevas. A él me aferré cuando me cansé de la sobreinformación y la reduje en dosis limitadas de contenido relacionado al Covid-19. En cada trasmisión diaria del Presidente; nosotros, la audiencia peruana, lo acompañamos al extremo de cantarle el cumpleaños, renegar cuando lo observábamos explicarnos con manzanitas por enésima vez, las razones por las que debíamos evitar las aglomeraciones o salir de casa. Hasta nos preocupamos por él cuando de repente un día apareció ojeroso o cansado. Pero nuestra realidad como país es diversa, hay quienes necesitan salir diario para llevar un pan a casa y hay quienes ante sus privilegios, desafían a la autoridad al punto de insultarla y escupirla. Tenemos más de un mes de encierro y si bien hay mucho por mejorar como país, no perdemos la esperanza. No somos el mejor referente del mundo, tenemos corrupción en las autoridades, poblaciones vulnerables olvidadas y somos malos electores. Es muy gracioso, a Vizcarra, casualmente no lo elegimos y está dando la talla en la crisis. Quiero pensar que si nos proponemos una meta la lograremos, pero mi optimismo no me respalda. Ahora sólo nos quedan unos días más para bajar esa cifra, que es apenas una muestra mínima de la cantidad real de infectados. La incertidumbre será nuestra mejor amiga, al menos hasta tener la vacuna y por eso hemos decidido continuar en cuarentena por un tiempo más. Qué difícil resulta pensar en un mañana tan normal como la de hace un mes. Qué duro es entender las indicaciones. Qué difícil es ponerse en los zapatos del otro. Qué pena notar la indiferencia de algunos sectores. Tal vez cuando esos muertos que parecen tan lejanos, sean de los nuestros, probablemente lo entendamos y también dejemos de aplaudir.
Claudia Incháustegui López (1988) es Periodista y docente de educación superior. Ha colaborado con medios de comunicación y portales de la región de Lambayeque en Perú. Su trabajo se ha publicado en diversas antologías poéticas y literarias, una de ellas fue Sexo al cubo en la FIL 2018. Es co fundadora de la plataforma Ellas Cuentan y promotora cultural Actualmente, mantiene su blog personal “Diarios de Ocio”.
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