Siendo coherentes con sus sospechas y sus precauciones, los anarquistas también deberían empapelar las okupas con tu cara. Todo el entorno de un secreta está contaminado por el secreta, y eso el anarquista, especialista en la crítica sistémica, lo sabe. Sabe que no puede fiarse ni del perro que el secreta se ha pillado para parecer un costras. Con más razón deberían sospechar de ti porque eres una recién llegada que no conoce los códigos, que no ha estado en una manifestación en su vida. O sea, que no está politizada. Tú eres un peligro para el movimiento: ingenua y con información valiosa. ¿Por qué, insisto, no te han botado? —Esta pregunta operaba en mí de forma retórica pero Marga la tomó como una pregunta a ella dirigida y estuvo a punto de responder algo, pero en lugar de eso sonrió mínimamente, con la sonrisa de darse cuenta de una obviedad, dio un trago largo a su cerveza, se le derramó un poco por la barbilla, se lo limpió con el dorso de la mano y yo continué—: Pues no te han botado, Margarita mía, porque a ese tío tampoco lo han botado por secreta. Ésa es sólo la excusa para botarlo, una excusa poderosa e incuestionable en ambientes clandestinos pero que aquí vengo yo a cuestionar. Una excusa que ejerce su poder de dos maneras. En primer lugar, como justificación mental e íntima del anarquista, pues le sirve para no entrar a valorar la verdadera razón de su veto hacia el flipao de los cócteles molotov, razón que le da hasta vergüenza imaginarse, razón que es un deshonroso tabú para un radical y que por ello ni la verbaliza pero que yo voy a verbalizar enseguida. Y en segundo lugar, la excusa ejerce su gran poder como justificación no ya mental e íntima sino exterior y colectiva, dado que, puesta la etiqueta de secreta, ya nadie de entre los compañeros querrá ni entrar a valorar otras justificaciones más cercanas a la verdadera razón, la razón no verbalizada que yo sí voy a verbalizar en cuanto acabe de exponer la mecánica de la excusa. Puesta la etiqueta de secreta, ya nadie querrá confraternizar con él dado el riesgo que entraña. Riesgo que, en el caso de que el flipao de los cócteles fuera de verdad un secreta, sería un riesgo cierto que podría acabar en denuncias y procesos judiciales contra algunos compañeros por su lucha, un riesgo contra el que, en efecto, habría que tomar medidas. Las medidas tomadas, las cuales constituyen la excusa ocultadora de la razón no verbalizada pero que yo estoy a punto de verbalizar, están impecablemente pertrechadas en términos ideológicos, tácticos y combativos. Son vertebradoras de la politización en la dirección radical, son medidas reafirmadoras, por tanto, de la conciencia anarquista. Generan satisfacción en los miembros del grupo individualmente considerados, satisfacción y sensación de acierto, sensación de victoria. Esto es así porque el veto al secreta significa que se señala al fascista y se le aleja de aquellos a quienes el fascista está agrediendo, todo lo contrario a lo que estamos acostumbrados a ver en nuestro fascista día a día, cuando alguien, por ejemplo, no puede más en su puesto de trabajo y se pide la baja por depresión o por ansiedad o por abusos sexuales: el fascista del jefe o la fascista de la jefa y los fascistas de los compañeros y compañeras que le lamen el culo, permanecen, y quien no jugaba al juego fascista, se marcha. Todo lo contrario a lo que pasa cuando los machos te chiflan por la calle: que tú pasas de largo y el macho se queda en la puerta del bar esperando a que pase otra a la que chiflarle. Todo lo contrario a lo que Susana y Patricia hicieron conmigo sacándome de la GUAPABA: señalar a la agredida, alejarla de los agresores y dejar a los fascistas de la danza contemporánea tranquilos. […]
—Los anarquistas han echado a tu ligue para protegerte del deseo sexual, prima. Los anarquistas han echado a tu ligue porque piensan que la iniciativa sexual ha sido enteramente de él. Que tú, por tanto, has sido seducida. Presumen que tú estás en una situación de debilidad ante el macho, que se aprovecha de ti, de que eres nueva, de que eres poco punki, de que no sabes decir que no como sistemáticamente dicen que no las feministas del ateneo. ¿De qué están empapeladas sus fiestas? De carteles que dicen NO ES NO. ¿Qué grafitearon los de Can Vies en la última fiesta que hicieron en la Plaza Málaga? NO ME MIRES, NO TE ME ACERQUES, NO ME TOQUES. ¡Coño! ¡Y en letras de medio metro cada una! ¡Si por lo menos hubiera un grafiti lo mismo de grande al lado que dijera SÍ ES SÍ…! Pero ni eso, con lo que un indiscriminado voto de castidad presidía la fiesta entera. Los anarquistas quieren protegerte porque no entienden que tú, mujer, quieras que te miren, que se te acerquen y que te toquen, y que eso te lo pueda hacer un casi completo desconocido. Estos okupas criminalizan la pulsión sexual del mismo modo que el código penal los criminaliza a ellos por vivir sin pagar el alquiler. Criminalizan la pulsión sexual desde el punto y hora en que entienden que cualquiera que te mire, que se te acerque o que te toque, quiere abusar de ti. Nos animan a nosotras, mujeres, a decir que no. Quieren enseñarnos a nosotras, mujeres, a emborracharnos y a hacer pogos y a fumar porros y a encapucharnos, como siempre han hecho los varones. Sin embargo, no quieren enseñarnos otra cosa que también han hecho siempre los varones: expresar el deseo sexual y culminarlo. El metro llegó y yo hice una pausa más larga de las habituales entre frase y frase, pero esta vez Marga no aprovechó para intervenir. Me miraba a los ojos, a veces arqueaba las cejas. No puedo asegurar que el suyo fuera el silencio de la espiral, aquel que afea a quien habla. ¿Estaba yo, acaso, descubriéndole algo de tal envergadura que no quería Marga perderse detalle?
—Para estos anarquistas tuyos, la pulsión sexual es peligrosa. Estoy de acuerdo con ellos: follar es peligroso. Follar es un acto de voluntad, un acto político, un lugar de debilidad donde caben desde el ridículo hasta la muerte, pasando por el trance, el éxtasis y la anulación. Pero los anarquistas no quieren asumir ese riesgo. Asumen otros, muchos y variados, pero ese no. ¿Por qué no asumen el riesgo de follar los anarquistas de hoy, a pesar de que sí lo asumieron los anarquistas de hace cien años? —Esta pregunta era retórica pero Marga, de nuevo, se la tomó como a ella dirigida, señal inequívoca de que me estaba escuchando. No sabía la respuesta y se encogió de hombros—. Este cambio de mentalidad merece ser estudiado con detenimiento. ¿No consideran los anarquistas de hoy la emancipación del deseo sexual parte de su lucha por la emancipación de todas las opresiones? —Marga volvió a encogerse de hombros, yo misma respondí—: Parece que no. Esa lucha, ¿les da miedo? —De nuevo alzó y descargó Marga los hombros en un gesto de niña a la que le toman la lección sin haber estudiado y sin saberse ninguna respuesta. Volví yo a responder—: Parece que sí. ¿Les da miedo follar? Por ahí van los tiros, por ahí van las pelotas de goma de los antidisturbios sexuales. Han entendido liberación sexual como mera y simple asunción y visibilización de la personalidad no heteronormativa de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales. Han acuñado el bello concepto de “disidencia sexual” para referirse a lo más superficial del sexo: a la identidad y a las pintas, a precisamente todo aquello que follando debería disolverse. Disidente sexual es una mujer que se deja el bigote. Disidente sexual es un tío que empieza a hablar de sí mismo en femenino. Disidente sexual es el que toma estrógenos o la que toma testosterona. Vale que todos ellos son disidentes sexuales del heteropatriarcado. Sin embargo, ¿es disidente sexual una tía súper maquillada y vestida como Beyoncé, una tía incluso con tetas de silicona y una liposucción practicada, que quiere que la miren y que se le acerquen y que la toquen porque esa mujer, simple y llanamente, tiene ganas de follar, no de conseguir dinero, no de conseguir un favor laboral, no de darle celos a otra persona, sino que quiere follar porque para ella lo mejor del mundo es follar, porque no idealiza ni categoriza ni clasifica el acto sexual y los cuerpos que sexualmente actúan, sino que concibe el follar como algo más alejado de lo simbólico y más próximo a la fornicación, es decir, a la tarea de poner todas nuestras potencias al servicio del placer? —No era espiral del silencio ni era niña poco aplicada. Íbamos sentadas una junto a la otra y a veces Marga giraba no sólo la cabeza, sino que dirigía hacia mí el tronco en su natural posición de adelantamiento, de Sherlock Holmes o de Pantera Rosa que sigue un rastro de huellas en mi regazo, de modo que su oreja quedaba a la altura de mi boca y yo olía su pelo de días sin lavar—. Esa mujer no es una disidente sexual para tu grupo anarquista. Esa mujer lo que está es tarada. Esa mujer se está metiendo en líos. Esa mujer está provocando, está poniéndoselo fácil a los violadores, o como poco a los machos fachos o a los machos sensibles, que vienen a ser lo mismo, y está poniendo en peligro los pilares del feminismo negador, el feminismo de la negación, el castrador feminismo en el que la mujer vuelve a desempeñar, paradojas de la vida, el rol de sumisa, pues dota al que se le acerca con intenciones sexuales de un poderío fálico ante el que sólo cabe no ya atacar, lo que constituiría una digna actitud luchadora, sino defenderse. La feminista castradora se presume a sí misma objeto de dominación por parte de quien quiere follársela, al que presume en todo caso sujeto dominador. Como buena sumisa, en esa sádica relación que, lejos de combatir, asienta y en la cual se acomoda, la feminista autocastrada halla placer en la negativa que su sádico le inflige. Piensa la feminista de la negación que es ella quien niega al falo, pero se engaña: ella lo que quiere es que el falo la niegue a ella. Ella lo que quiere es revertir los clásicos roles de la calientapollas y el pagafantas. Ya no quiere ser más la seductora que no concede ni un beso después de que el tío la haya invitado a las copas. En vez de dinamitar esos roles de mierda, esa relación donde no hay ni carne ni verdad sino sólo retórica y seducción, la autocastrada quiere adoptar el rol del pagafantas y que el otro sea su calientacoños, su negador de la carne, al que ella indefectiblemente se somete porque le gusta carecer de iniciativa sexual, que es una cosa muy pesada porque acarrea mucha creatividad, mucha responsabilidad y mucho riesgo. Así, negando, se evitan las consecuencias inesperadas que pueden derivarse del follar no premeditado, siendo la falta de premeditación lo que distingue, qué duda cabe, al buen follar del mal follar. Siendo además esa falta de premeditación lo que nos aleja de los fetichismos y nos acerca a la verdadera cópula desenfrenada, desenfrenada no como sinónimo de veloz sino de ilimitada, de incondicional y de carente de formalismos. […] Pero este feminismo negador pontifica con que decir no al follar es liberador porque entiende el acto sexual como una histórica herramienta de dominación del hombre hacia la mujer. Mujer: cuanto menos tiempo y energía dediques al sexo, bárbara tarea, más tiempo tendrás para ti misma, para cultivarte y hasta para hacer la revolución. Mujer que no folla es mujer independiente y liberada. ¿No suena esto exactamente a lo que suena: a la mística del celibato? ¡Se llaman a sí mismas anarquistas y andan legislando sobre los coños! Irónicamente, defienden el follar malo, el follar premeditado, el follar, en fin, burgués. Halla placer el feminismo castrador en la elección consciente y calculada de pareja sexual como placer halla el consumidor en la elección de una mayonesa u otra en el supermercado, porque entienden estos feministas que follar es cuestión de gustos. ¡Nada menos que de gusto personal! —No en vano las personas que con más fruición e impulso miran el móvil son las más aseadas. No en vano la higiene es la antesala del fascismo—. El gusto y el deseo son cosas bien distintas, esa mujer disfrazada de Katy Perry o de votante del PP en Nochevieja lo sabe. El gusto, que siempre nos viene moldeado por el poder cuando no directamente prefabricado, no es la brújula de esa mujer. Su brújula es su convencimiento de que, en este estado de escasez sexual en el que vivimos, cualquier insinuación, cualquier cadencia lúbrica de párpados, venga de quien venga, hombre, mujer o niño, es cómplice y camarada, es el santo y seña de los iniciados y de los opositores al régimen. —Yo, sin embargo, venía recién duchada de la escuela. ¿Sería ésa la causa del silencio de la subversiva y fragante Marga? ¿Sería su silencio una censura, una resistencia por estar yo inhibiendo su olorosa violencia con mi olor a gel de formato familiar?—. El gusto, el elegir, viene después, ya con la lengua dentro. Puede que esa lengua no sea buena. Puede que ese dedo no atine. Puede que ese aliento no queme. Pero ¿cómo saberlo mientras no se prueba? Probar es el riesgo. Acercarse a otro para dar y recibir, ahora sí, gusto, es el riesgo. —Tampoco era censura ni resistencia. Marga se amodorró poco a poco a mi caricia hasta que terminó por apoyar la cabeza en mi pecho. Ahí dejó pasar las nueve paradas hasta el trasbordo. Yo le hablaba más flojito—: Los anarquistas de hoy apenas prueban y por eso follan muy poco y, si follan, es bajo las burguesas consignas de la premeditación y el gusto personal. Despectivamente, a quienes defendemos lo contrario nos llaman, ¿sabes cómo?, anarcoindividualistas, que es el paso previo a considerarnos lo que los yanquis llaman libertarians, a saber: capitalistas non plus ultra, amantes locos del parque de atracciones de la libertad y el mérito que es el mercado, detractores acérrimos del intervencionismo estatal en la economía pero no detractores, sin embargo, de todo lo que de intervención estatal tiene establecer y defender una frontera, o aprobar un código penal y formar un cuerpo de policía dedicado a proteger la propiedad y la moral machista, racista y, en resumidas cuentas, fascista, que a la propiedad sustenta. —Mi habla la acunaba y, quizás, su silencio era el silencio del niño al que apacigua el constante latido materno, y, estando recibiendo por los cinco sentidos la dosis de alienación que como barceloninas que cogen el metro nos corresponde, comunicarnos Marga y yo así, sin ser ni madre ni hija ni haber una nana entre nosotras, me dio un placer raro, raro por lo extraño y raro por lo poco frecuente, un placer que llenaba el vacío de significado de nuestras neoliberales vidas o al menos de nuestro trayecto en el metro, pero lo hacía sin rebasar, porque es un placer justo en medida y en justicia, no extático, no cegador sino lúcido y consciente, un placer que no está al alcance de la mayoría porque la mayoría siempre es tautológicamente democrática y que es el placer de la politización.
Susurraba en el oído de Marga y con una mano me protegía la boca de los ruidos del metro: —Se nos acusa de anarcoindividualistas porque, dicen, pensamos que no hay nada por encima del individuo. Se nos dice que no nos sentimos vinculados por lo decidido en la anarquista asamblea. Se nos acusa de no defender lo común y la colectividad, se nos tacha de egoístas, dicen que también nosotros tenemos una ley, la ley del deseo, ley a todas luces más tiránica que las leyes de los anarcosociales porque no ha sido adoptada en la asamblea, y en virtud de esa egotista ley nos pasamos a la comunidad por el forro. ¡Qué ironía, Marga! ¡A quienes proclamamos el sexo indiscriminado, a quienes queremos extender la promiscuidad de puerta a puerta, a quienes queremos acabar con la noción de pareja sexual y extender el sexo colectivo nos llaman individualistas! ¡Y ellos, los premeditadores negadores del placer, los que ya con los huevos y el coño negros bajan tímidamente la mirada ante la invitación sexual de cualquiera o directamente lo tachan de invasor o invasora del soberano espacio personal, o sea, del soberano espacio del statu quo, del soberano espacio que asegura que volverás a tu casa igual de sola que saliste, en fin, del soberano espacio del aburrimiento, esos mismos que, para qué darle más vueltas, follan de uno en uno y en habitaciones con la puerta cerrada, esos mismos, digo, se atribuyen la denominación de “anarcosociales”! ¿Has visto esa otra consigna que dice SI TOCAN A UNA, NOS TOCAN A TODAS? ¡Ojalá!, digo yo. ¡Ojalá esa consigna no fuera metafórica, ojalá a ese verbo “tocar” le dieran su significado común y literal en vez de hacer de él un eufemismo de “agredir”! ¡Eso sí que sería solidaridad entre compañeros: quien estuviera siendo tocado, tocaría al resto! ¡SI FOLLAN CON UNA, SE FOLLA CON TODAS! Pero nada, prima. Los anarquistas estos follan muy poco, no entienden que tú folles mucho y no quieren que folles tanto, y por eso te han quitado al ligue con la excusa de que tu ligue es un secreta. Mira si son fachas los anarquistas, carajo.
Fragmento de: Cristina Morales, Lectura fácil, Anagrama, Barcelona, 2018, pp. 131-141. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Mujer con pelo rosa. Fotografía de Chris Goldberg, 2013