Sonríe. Resopla. Se estira. Camina hasta la ventana y se asoma a la calle. Pasa un tipo con su perro, pasan autos. El mundo parece ser el mismo de hace rato. Pero no. El escritor joven (incluyo en la categoría también a la escritora joven, aunque ella tendrá algún inciso particular ya que remontemos un poco estas líneas) ha conseguido algo importantísimo esta mañana: puso el punto final a su novela (o libro de cuentos, o de ensayos o poemas; para el caso es lo mismo). Total: tiene un manuscrito completo, que ha sufrido lo indecible para rematar y que ha revisado de tal modo que ya ha dejado, incluso, de entenderlo como es debido: cuando lo lee, lo recita. Pero, al fin, luego de años o meses, está convencido de que el texto de sus desvelos quedó listo y quiere dar el siguiente paso: socializarlo. Es decir, publicar. Ahora se abre ante él (o ella: de verdad que lo considero) un abanico de posibilidades y por eso cabila en lo que corresponde hacer. Lo primero que se le ocurre es bajar a la papelería, imprimir su novela (o lo que sea) por una sola cara y engargolarla. Deme diez copias, aunque salgan caras. No, sin plastiquito de sobrecubierta, porque cuesta más. Con el puro cartoncillo. Eso le serviría para tener una reserva que enviar a los concursos y, también, para perseguir editores. Luego reflexiona que los tiempos han cambiado y los engargolados, poco a poco y más lentamente de lo que debería haber ocurrido, ceden su lugar a los archivos electrónicos (aún hay locos, sin embargo, en editoriales y certámenes, que consideran que un texto que no se engargola no existe y rechazan los archivos en .pdf o .docx). Aunque el escritor no es tampoco un ingenuo hijito de la era digital y sabe que, por una mera cuestión física, es más sencillo deshacerse de un email que de un engargolado (basta un clic y ni siquiera se perturba al cesto de basura). Por eso no se confía. Y como no es capaz de decidirse por la mejor opción, elige las dos. Enviará su manuscrito embutido en sobres manila a unos y, a la vez, lo hará llegar por correo electrónico a los demás. Tiene anotados los datos de media docena de concursos en los que su obra se medirá con las de otros como él, también en sobres manila, y se sabe los correos de algunos editores a los que pretende acorralar para que, cuando menos, lo lean. Sus pretensiones aún no alcanzan las estrellas: le basta con ser leído, dictaminado. Le basta la esperanza de interesar. Nosotros, que no tenemos una bola de cristal pero sí algunos años de experiencias en el lomo, producto de preocupaciones muy similares a las suyas, conocemos el futuro del joven escritor y se lo diremos. Es un poco lamentable, por supuesto: a) Va a recibir una sola carta de rechazo. Y no porque lo publiquen al segundo intento sino porque la inmensa mayoría de las editoriales ni siquiera se tomarán la molestia de redactarle una, ni mucho menos, de darle acuse del manuscrito. Se limitarán a ignorarlo (manuscrito al cesto, dedo que da el clic que manda el archivo a la papelera). b) Va a perder en todos y cada uno de los concursos a los que envíe su manuscrito y a descubrir que fue batido por textos horrorosos, infumables, que nadie se tomará la molestia de leer pero que le dieron suficientes tranquilidades a los jurados (al menos éste sabe poner artículos, se dicen y suspiran) o, porque, de puro inanes, sirvieron para romper el empate entre dos jueces empeñados en libros muy diferentes (el que narra un montón de sucesos, el que no narra nada de nada). Los libros que suelen ganar los concursos son los tibios, los que narran un poquito y aburren otro poquito. Y el de nuestro joven escritor (o escritora) no es así. Se amuela. c) Si es escritora, habrá tenido que sobrellevar (o no, ojalá que no, pero así suele suceder) la condescendencia de un tallerista o hasta sufrir sus avances. Y no sería imposible que esa condescendencia y esos avances indeseados y hasta repulsivos vuelvan a aparecer en las siguientes etapas del proceso. d) Sólo le quedarán algunos verbos en infinitivo como consuelo. Resistir. Perseverar. Aferrarse. e) O frustrarse, claro, y acabar dando clases. f) Cualquier infracción de esta ruta será una excepción cósmica, que podrá indicar que tienes mucho talento. O muchos amigos poderosísimos (eso es aun más raro). Pero mejor dejémoslo ahí, al escritor joven, por lo pronto: en la ventana, con esa felicidad de haberle puesto punto final al manuscrito iluminándole la cara. Que se prenda un cigarro y se lo fume en paz. No sabe lo que le espera. Ya lo averiguará.
Imagen de portada: Gustave Caillebotte, Joven en la ventana, 1876.