La mañana del 31 de marzo de 2024 seis mujeres rarámuri llegaron trotando a Las Vegas, Nevada. Corrieron en relevos durante más de dos días, sin detenerse, desde el muelle de Santa Mónica, en Los Ángeles, California, a través del desierto de Mojave hasta el emblemático letrero que anuncia: “Welcome to Las Vegas”. Recorrieron alrededor de 540 kilómetros en 52 horas y 22 minutos. En esos días cada una debió correr cerca de noventa kilómetros —o aproximadamente ocho horas y media—, es decir, más de dos maratones. Se relevaban unas a otras para poder comer y descansar en una camioneta mientras seguían avanzando como equipo a un ritmo promedio de diez kilómetros por hora.
En la edición 2024 de The Speed Project participaron 77 equipos de relevos. El de las seis mujeres rarámuri se llamó Ra Ra Ra y lo integraron Verónica Palma, Luz Ester Nava, Yulisa Fuentes, Rosa Ángela Parra, María Isidora Rodríguez y Argelia Orpinel, todas originarias de Chihuahua. Las Ra Ra Ra llegaron en el lugar 61 de la tabla general (solo cinco equipos estuvieron conformados exclusivamente por mujeres), pero ellas consiguieron el tercer lugar de su categoría. Si bien no fueron el equipo más veloz, sí fueron, en definitiva, el más popular. Una vez que arribaron a Las Vegas, los videos y fotografías de las mujeres corriendo se volvieron virales y medios de todo el mundo difundieron la hazaña: el primer equipo rarámuri integrado por mujeres que termina The Speed Project.
Lo que se sabe y lo que se publica sobre las corredoras rarámuri suele ser repetitivo: se enfatiza que corren en huaraches y con indumentaria tradicional, que se trata de mujeres fuertes y valientes que son un orgullo para el país. Sin embargo, más allá de los lugares comunes y detalles escuetos, ¿quiénes son estas mujeres y cómo es la compleja realidad que viven?
El nacimiento de Verónica Palma se registró el 10 de octubre de 1989 en Satevó, una población de cerca de treinta familias que se encuentra en el municipio de Guachochi, enclavado en la Sierra Madre Occidental, en el suroeste del estado de Chihuahua. Satevó forma parte de la comunidad indígena rarámuri o ralámuli. La escritura del nombre con el que se identifican está a discusión porque el sonido del vocablo en la lengua original se encuentra entre la “r” y la “l” en español, de acuerdo con la lingüista Sewa Morales y, por lo tanto, se puede escribir de ambas formas. Esta comunidad —también conocida como tarahumara, el nombre impuesto por los españoles y que ellos no asumen— es conocida por contar con corredores de fondo en montaña reconocidos a nivel internacional. De hecho, la palabra rarámuri significa “los de pies ligeros”, “corredores de a pie” o “corredores ligeros”.
Verónica recuerda haber participado, cuando era niña, en los juegos de ariweta, en los que las mujeres lanzan un aro con ayuda de una vara y corren detrás de él alrededor de un circuito en el que las competidoras pueden llegar a recorrer hasta sesenta kilómetros. Se ha especulado mucho sobre la resistencia de los corredores rarámuri y sobre la manera en que la desarrollaron. Hay quien los ha considerado superhombres y supermujeres con dones especiales y genética privilegiada, sobre todo al compararlos con los atletas occidentales de la actualidad, que siguen regímenes alimenticios estrictos, cumplen horarios rigurosos y realizan ejercicios muy exigentes de fuerza, velocidad y resistencia, entre otros. Los rarámuri no son los corredores más veloces, porque no buscan serlo. Su preparación para una competencia no supone más que hacer sus actividades diarias en el ambiente donde habitan, al que han logrado adaptarse. Un ambiente en el que las temperaturas descienden hasta veinte grados centígrados bajo cero, en invierno, y las sequías se prolongan durante el verano. A 2 400 metros de altura, los rarámuri viven en un terreno de pendientes abruptas y laderas precipitadas. Es la naturaleza misma la que revela quiénes son los mejores corredores, los más resistentes, los que se forjaron a fuerza de recorrer largas distancias para asistir a la escuela y viajar a otros poblados en busca de alimento y agua.
Correr ha sido parte de la vida de los rarámuri ¿durante siglos?; primero lo hacían para sobrevivir, pero después se fue incorporando a su cultura, su cosmovisión, su religión y como actividad lúdica. Las carreras de mujeres y de hombres que se llevan a cabo en la comunidad generalmente tienen asignado un premio; la gente apuesta dinero, comida y otros bienes que se reparten entre los apostadores y los corredores victoriosos, quienes consiguen de este modo un ingreso para sus familias.
La distancia de las carreras varía. Las largas se realizan una o dos veces al año y en ellas las personas hacen apuestas más fuertes —dinero, alimentos, animales—, que al final se reparten no solo entre los ganadores sino también entre los miembros de la comunidad a la que pertenecen y que pusieron en juego sus bienes. Las carreras cortas se realizan de manera cotidiana entre los miembros de una misma comunidad; en este caso, las apuestas son menores.
Verónica no pasó mucho tiempo corriendo en la sierra. Aún era adolescente cuando decidió dejar su pueblo en la montaña para viajar a la ciudad. Decidió buscar un espacio en otro lugar porque el suyo vive bajo la amenaza del desplazamiento forzado ante la invasión de los grupos criminales que siembran marihuana y amapola o talan el bosque de manera ilegal, y por la pobreza y el hambre que, en tiempos de sequía, han llevado al suicidio a decenas de rarámuris.
Verónica se instaló hace más de veinte años en la frontera de México con Estados Unidos, en una colonia llamada Tarahumara, ubicada al poniente de la ciudad, a las faldas de la sierra de Juárez. Empezó a trabajar como empleada doméstica y después como obrera en la industria maquiladora, la principal fuente de empleo en ese sitio, pues ocupa a alrededor de cuatrocientos mil trabajadores, de una población de un millón y medio de personas.
Verónica ya sabía que las carreras eran una forma de obtener recursos cuando se enteró de la existencia del Circuito Atlético Pedestre, que consiste en carreras de diez kilómetros, organizadas a lo largo del año, que otorgan premios para los primeros lugares. Entonces decidió volver a correr. Sin embargo, descubrió que correr con huaraches sobre el pavimento era muy doloroso. Así que se hizo de unas zapatillas deportivas, sin abandonar el traje típico de su comunidad. Se unió a un club de atletismo y pronto se encontró entre los primeros lugares femeniles, ganando una entrada extra de dinero para su familia.
La carrera deportiva de Verónica se forjó con tenis, en la pista y en el asfalto de Ciudad Juárez. Vaciló antes de inscribirse en el Maratón Internacional de dicha ciudad, cuando leyó la categoría “indígenas” en el reglamento para participar:
“Todos los corredores que participen en la categoría INDÍGENAS el día del evento deberán participar (correr) OBLIGATORIAMENTE con su traje típico y el calzado deberá ser, sin excepción, huaraches o sandalias (NO TENIS)”.
La categoría para los rarámuri premia con diez mil, ocho mil, seis mil, cuatro mil y dos mil pesos a los primeros cinco lugares —tanto en la competencia varonil como en la femenil— que recorran los 42 195 kilómetros de la carrera. Aunque estos montos representan una ínfima parte de los cien mil, cincuenta mil o veinticinco mil pesos que reciben los primeros lugares en las contiendas generales, y aunque el desgaste sea mayor debido a las lesiones en los pies, es difícil para los miembros de una comunidad históricamente marginada encontrar otra forma de obtener diez mil pesos en menos de cuatro horas.
De modo que muchos rarámuri corren estos riesgos y se inscriben en las carreras que los obligan a usar un calzado claramente inadecuado para este deporte. “Esas carreras en asfalto nos dejan, a los que corremos con huarache, en desventaja. Es muy difícil [hacerlo] por el impacto [en los pies]. Cada quien debe tener la libertad de decidir cómo correr; no nos hace menos rarámuri correr con tenis”, dice Irma Chávez, una experimentada corredora de esta comunidad y promotora de su cultura y del atletismo que vive en la ciudad de Chihuahua. “En Caballo Blanco (el ultramaratón que se lleva a cabo en la Sierra de Chihuahua) corrí con huarache de hule 42 kilómetros, y me ampollé y me lastimé mucho. Ya la planta de mi pie no está dura como antes. Tengo diecisiete años en la ciudad y mis pies ya no están adaptados a las montañas [donde usamos] huarache. Sí nos lastima mucho. Hasta la gente que viene de la sierra me lo ha comentado”.
Verónica Palma ganó las carreras de 21 y 42 195 kilómetros del Maratón Internacional de Juárez corriendo con huaraches, pero en dos ocasiones se ha lesionado gravemente. Los organizadores del maratón la invitaron a formar parte del equipo representativo de la ciudad, conformado por los mejores maratonistas locales. A cada uno le regalan uniformes y, lo más importante, el calzado: unos tenis marca Nike modelo Alphafly, cuyo precio está entre los seis mil y los nueve mil pesos. A cambio solo se les pide que compitan con la playera del maratón para promocionarlo. Verónica Palma es la única que no recibe tenis, pero debe promocionar la imagen del maratón a cambio de la playera que le entregan.
“A los corredores rarámuri se les ha folclorizado mucho en las carreras, hasta un punto absurdo. Es como si dijéramos que todos los mestizos deben correr vestidos de charro mexicano”, dice Irma Chávez. Los rarámuri han sabido adaptar su forma tradicional de correr a otras culturas. Por ejemplo, aceptaron correr con mestizos, participar en sus carreras e invitarlos a las suyas. Han aprendido a hablar español sin olvidar su lengua, han migrado a las ciudades y asisten a escuelas, universidades y centros de trabajo portando sus atuendos típicos. Corren sobre el asfalto, con tenis y faldas largas. Y seguirán corriendo, de la forma que sea, porque hacerlo constituye una parte fundamental de su cosmovisión: si dejaran de correr, el mundo podría detenerse.
Imagen de portada: Fotografía cortesía del autor