Los koanes, que perviven en la tradición zen, son concisos y potentes relatos originados en los gung an —“casos públicos”— chinos. Sin ser acertijos ni paradojas, son en su mayoría formulaciones en apariencia absurdas o incoherentes que buscan causar un desconcierto del pensamiento discursivo lógico, de manera que se produzca una ampliación de la conciencia y se pueda intuir un significado profundo, más allá del sentido literal de las palabras. Los maestros zen a menudo narran o comentan koanes, o bien se concentran en ellos al meditar. La mayoría de los compilados en las colecciones tradicionales son acerca de monjes y maestros varones; los primeros cinco de los que presentamos proceden de esas fuentes. Hay una compilación reciente, por otro lado, que está esperando ser traducida al español, La lámpara escondida; la metáfora de su título es clara: la llama de sabiduría femenina en el budismo, aun cuando ha ardido a lo largo de los siglos, ha estado oculta a la vista. De sus páginas hemos seleccionado los últimos cinco koanes.
Todo es lo mejor
Cuando Banzan caminaba a través de un mercado escuchó una conversación entre un carnicero y su cliente. —Deme la mejor pieza de carne que tenga —dijo el cliente. —Todo lo que hay en mi tienda es lo mejor —le respondió el carnicero—. No puedes encontrar ninguna pieza de carne aquí que no sea la mejor. Al oír estas palabras Banzan se iluminó.
La luna no puede ser robada
Ryokan, un maestro zen, vivía con gran sencillez en una choza al pie de la montaña. Una tarde un ladrón visitó la choza, sólo para descubrir que no había en ella nada que pudiera robar. Ryokan regresó y lo sorprendió. —Debes haber andado un largo camino para visitarme —le dijo al merodeador—, y no deberías irte con las manos vacías. Por favor toma mis ropas como regalo. El ladrón se quedó muy confundido. Tomó las ropas y se escabulló. Ryokan se sentó, desnudo, y miró la luna. —Pobre tipo —reflexionó—. Ojalá hubiera podido darle esta hermosa luna.
El zen a cada instante
Los aprendices zen están con sus maestros al menos diez años antes de intentar enseñar a otros. Nan-in fue visitado por Tenno, quien, habiendo cumplido su época de aprendiz, se había vuelto un maestro. El día era lluvioso, de modo que Tenno calzaba zuecos de madera y llevaba un paraguas. Después de saludarlo, Nan-in observó: —Supongo que dejaste tus zuecos en el vestíbulo. Quisera saber si el paraguas está al lado izquierdo o derecho de ellos. Tenno, confundido, no atinó a responder. Se dio cuenta de que no era capaz de mantener su zen todo el tiempo. Se volvió discípulo de Nan-in y estudió durante seis años más para realizar el zen a cada instante.
El camino verdadero
Justo antes de morir Ninakawa, el maestro zen Ikkyu lo visitó. —¿Quieres que te guíe? —le preguntó. Ninkawa respondió: —Vine solo y solo me iré. ¿Cómo podrías tú ayudarme? Ikkyu respondió: —Si piensas que en verdad puedes venir e irte, ésa es tu ilusión. Déjame enseñarte el camino en el que no hay ir ni venir. Con estas palabras Ikkyu había revelado el camino tan claramente que Ninakawa sonrió y murió.
Nansen corta al gato en dos
Nansen vio a los monjes del ala del este y del oeste pelear por un gato. Lo atrapó y le dijo a aquéllos: —Si alguno de ustedes dice una buena palabra, podrá salvar al gato. Nadie respondió. De manera que Nansen, con arrojo, cortó al gato en dos. Esa tarde Joshu regresó y Nansen le contó el episodio. Joshu se quitó las sandalias, se las puso sobre la cabeza, y salió. Nansen dijo: —Si hubieras estado ahí, hubieras podido salvar al gato.
No hay cultivo
Un día una monja le preguntó a Manseong Sunim: —¿Cómo cultivo el camino del Buda? —No hay cultivo, le contestó Manseong. La monja insistió: —¿Cómo, entonces, puedo obtener la liberación del nacimiento y la muerte? —¿Quién te encadena al nacimiento y la muerte?, preguntó en respuesta Manseong.
La semilla de mostaza
Kisagotami provenía de una familia pobre. El hijo de una familia adinerada la amaba y se casó con ella. Sus suegros la trataban con desdén debido a su origen, pero cuando dio a luz a un hijo finalmente la respetaron. Cuando el niño era un bebé, murió, y Kisagotami enloqueció por el duelo. Cargó con el cadáver de su hijo de casa en casa, rogando por una medicina que lo hiciera mejorar, y todos la despachaban diciendo “Está muerto. Ninguna medicina podrá ayudarlo”. Al final un hombre amable la dirigió al Buda. El Buda dijo:—Te daré la medicina para revivir a tu hijo si me traes una semilla de mostaza de una casa donde nadie haya muerto. Con renovada esperanza, Kisagotami se lanzó en la búsqueda de la semilla de mostaza, pero en cada casa se enteró de que había muerto alguien. Y así, todavía cargando el cuerpo de su hijo en brazos, regresó al Buda. —¿Me trajiste la semilla de mostaza? —le preguntó. —Creí que la muerte le había sucedido sólo a mi pequeño, pero ahora entiendo que les pasa a todos. La impermanencia, la ley universal. Enterró al niño en el bosque y regresó con el Buda para recibir su ordenación.
El espejo zen de Tokeiji
El convento de Tokeiji tenía un gran espejo. La abadesa fundadora, Kakuzan Shido, habría meditado frente a él para poder ver “en su propia naturaleza”. Generaciones posteriores de monjas habrían practicado zazen frente al espejo, concentrándose en la pregunta “¿dónde hay una sola sensación, un solo pensamiento, en la imagen reflejada que contemplo?” Cada abadesa de Tokeiji escribió un verso en respuesta a la práctica del espejo. El siguiente verso fue escrito por la quinta, la princesa Yodo:
Corazón sin nubes, corazón nublado; de pie o cayendo, sigue siendo el mismo cuerpo.
La anciana, Zhaozhou y el tigre
Un día, cuando el maestro Zhaozhou Congshen estaba fuera del monasterio, vio a una anciana labrando el campo con la azada. Le preguntó: —¿Qué harías si de pronto te encontraras con un feroz tigre? —Nada en este mundo me atemoriza —respondió ella y volvió a su labor. Zhaozhou rugió como un tigre. Ella le rugió en respuesta. Zhaozhou dijo: —Aún queda esto.
La iluminación de la anciana
Una mujer vieja fue a escuchar al maestro Hakuin dar una plática. Él dijo: “Tu mente es la Tierra Pura, y tu cuerpo es Amida Buda. Cuando Amida Buda aparece, montañas, ríos, bosques y campos irradian una gran luz. Si quieres comprender, mira en tu propio corazón”. La anciana ponderó las palabras de Hakuin día y noche, despierta y dormida. Un día, mientras lavaba un cuenco después del desayuno, una gran luz resplandeció a través de su mente. Tiró el cuenco y corrió a contarle a Hakuin. —Amida Buda llenó mi cuerpo entero. Montañas, ríos, bosques y campos resplandecen todos con luz. Qué maravilla. Bailó de alegría. —¿De qué estás hablando? —preguntó Hakuin— ¿Ilumina esa luz tu ano? Pequeña como era, le dio un buen empujón, diciendo: —Puedo ver que no estás iluminado aún. Los dos se carcajearon.
Fuentes: Paul Reps (comp.), Zen Flesh, Zen Bones. A Collection of Zen & Pre-Zen Writings, Charles E. Tuttle Co., Vermont / Tokio, 1959; Zenshin Florence Caplow y Reigetsu Susan Moon (eds.), The Hidden Lamp: Stories from Twenty-Five Centuries of Awakened Women, Wisdom Publication Books, Massachusetts, 2013. Traducción de Javier Ledesma sobre las versiones en inglés de Paul Reps (1-5) y Sue Moon (6-10)