Con la potencia de un vendaval, las primeras páginas nos elevan hasta un espacio en el que mujeres de un solo ojo ahuyentan caballos, hablan el lenguaje del bosque y supuran miel de las axilas. Y ahí permanecemos durante el resto del libro, suspendidas en el aire entre zumbidos de abejas, observándolo todo desde las alturas. El viaje es atrevido y no está libre de riesgos: un recorrido por pueblos, páramos, montañas y volcanes donde lo sobrenatural se impone a lo terrenal. Hablo de Las voladoras (Páginas de Espuma, 2020), el nuevo libro de relatos de la ecuatoriana Mónica Ojeda, quien ya antes nos había sorprendido con tres inquietantes novelas: La desfiguración Silva, Nefando y Mandíbula, thrillers psicológicos que plantean una hipótesis confirmada en estos ocho relatos: lo que más nos aterra es lo que tenemos cerca.
“¿Bajar la voz? ¿Por qué tendría que hacerlo? Si uno murmura es porque teme o porque se avergüenza, pero yo no temo. Yo no me avergüenzo”, declara la protagonista del primer cuento y la frase resuena tan hondo en el resto del libro que funciona como un manifiesto de todas las voces que le siguen: un coro de mujeres violentadas, rabiosas, rebeldes, poderosas; mujeres sin cabeza o con la cabeza demasiado bien puesta; mujeres que sangran, que se desnudan, que resisten, que celebran rituales en jardines secretos, que hablan con los animales o los asustan o se convierten en uno; que abortan, que se aman como acto de desafío, que anhelan amputaciones, libertad, venganza.
Hay terror en el sonido, en las variaciones del rojo —“rojo aguja, rojo raspón, rojo canoa, rojo hígado, rojo pulga”—, en el paisaje y en las leyendas de los Andes ecuatorianos, en los olores que desprende la dentadura de un padre decrépito, pero sobre todo hay terror en una sociedad en la que florecen, como maleza imposible de controlar, la violencia, el feminicidio y el incesto. Escoger como protagonistas a las voladoras, mujeres poderosas que levantan la voz y ponen el cuerpo en juego sabiendo que éste será despreciado, también es tomar una posición política. Sin embargo, si bien la intención de denuncia, por llamarla de algún modo, está presente en el libro, no opaca ni se impone sobre otras preocupaciones igualmente importantes. Por ejemplo, la búsqueda de la belleza, que resulta evidente en la cuidadosa selección de cada palabra para construir atmósferas y demostrar que lo bello se encuentra a veces en los rincones más oscuros. Esta vena lírica —Ojeda ha publicado también un par de libros de poesía— atraviesa varios relatos que funcionan como poemas en prosa. Con el lenguaje elástico de los conjuros, la autora sugiere que otra forma de relación con el mundo es posible y se pregunta qué voces suenan cuando nos atrevemos a escuchar.
“Amar es temblar”, afirma Luciana en “El terremoto”. “Estaba meando sobre las piedras como un animal de páramo porque eso es lo que soy, una criatura que orina sobre lo bello”, se define Ana en “Soroche”. “Me gusta la sangre porque es sincera”, dice la narradora de “Sangre coagulada”. “¡Aprendamos a llorar! Llorar es hermoso. Llorar es darle de beber a la piedra, darle de beber al desierto”, invita una mujer dichosa en “El mundo de arriba y el mundo de abajo”. ¿De qué manera se calla el silencio cuando afinamos el oído y prestamos atención?
Las voladoras es un libro desafiante que podría incluirse en lo que se perfila desde hace algunos años como una tradición renovada de narradoras de lo sobrenatural; un género que ha sido denominado “terror social latinoamericano”, aunque no sé si a Ojeda le guste el término. Lo cierto es que los relatos parten de la convicción de que, lejos de ser una emoción menor o un simple divertimento, el miedo en sus representaciones más cotidianas nombra lo que nosotros callamos. Quizá por eso la literatura de terror nunca había estado tan en la mira como ahora, cuando muchas de las voces narrativas más potentes del panorama literario en nuestro continente son mujeres diciendo lo indecible sobre los terrores colectivos que surgen de un contexto histórico y social particular: Mariana Enriquez, Liliana Blum, María Fernanda Ampuero, Ariana Harwicz, Fernanda Melchor y un largo etcétera. Este nuevo canon en formación, junto con sus límites permeables (por decir lo menos) entre lo terrenal y lo sobrenatural, nos enfrenta a una dura realidad en la que lo macabro se esconde a plena luz del día y los fantasmas son engendros que andan sueltos por ahí y con los que caminamos por la calle, codo a codo. (“Un signo exterior e invisible de un temor interno”, así define al fantasma Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo).
La madrugada del 31 de octubre dos policías detuvieron a un hombre que empujaba un diablito en la esquina de Chile y Belisario Domínguez. Del vehículo cayeron un par de bolsas de plástico, dentro de las que uno de los agentes alcanzó a ver pedazos de una carne que luego describió como “muy blanca”. Sobre el fondo negro de las bolsas de basura distinguió un brazo, un hombro, una oreja. Eran los cuerpos desmembrados de Alan, de doce años, y de Héctor, de catorce, hijos de indígenas mazahuas que terminaron como carne de cañón del crimen organizado. Sus cadáveres estaban a punto de ser desechados a cambio de dos grapas de cocaína.
Este cuento de terror ocurrió en lo que llamamos el mundo real, más específicamente en el Centro Histórico de la Ciudad de México, cuadrante muy transitado en una urbe de casi diez millones de habitantes. Estos dos cadáveres concretos, pero que bien podrían ser fantasmas en un relato de ficción, dan cuenta de cómo la violencia política —en toda la extensión de la palabra— echa raíces profundas en nuestra indiferencia, y estas palabras que Ojeda escribió en Nefando resuenan en mi cabeza mientras leo la historia de Alan y Héctor en las noticias: “Ellos no fueron víctimas de una monstruosidad, sino de una humanidad; una humanidad abyecta que todos padecemos en nuestra carne y mente, con variaciones, claro, pero al final estamos conectados por esa misma naturaleza oscura”.
Lo aterrador —insiste Ojeda en Las voladoras— está más cerca de lo que creemos. A veces basta con mirarnos en un espejo.
Páginas de Espuma, Madrid, 2020.
Imagen de portada: Sophia Pinheiro, Vândalas Máscaras, 2020. Cortesía de la artista