Cuando en el Festival de Cannes de 1996 se presentó la película Crash, del cineasta canadiense David Cronenberg, se generó una polémica que sigue siendo recordada como una de las más controvertidas en la historia del prestigioso festival. La impresión que causó la película —basada en la novela homónima de J. G. Ballard— sobre un grupo de personas que se excitan sexualmente con aparatosos accidentes automovilísticos y las deformaciones físicas derivadas que generan, le valió un premio especial del Jurado aunque, según lo que explica el propio Cronenberg, el presidente del jurado de ese año, Francis Ford Coppola, estuvo totalmente en contra de darle cualquier tipo de reconocimiento a la película. Quizá la sofisticada percha del festival lo disimula, pero Cannes tiene una peculiar afición por películas que, de una u otra forma, buscan “escandalizar” a los espectadores —que en este caso son miembros de la prensa internacional y profesionales de la industria cinematográfica— y que hacen de la popular máxima épater la bourgeoisie su modus operandi. Cierta noción de “audacia” es, pues, muy valorada en el certamen fílmico, como dan cuenta películas como Anticristo (Lars von Trier, 2009) o La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011) y, aunque éstas forman parte de la historia del festival, ninguna había llegado tan lejos como Titane (2021) de la cineasta francesa Julia Ducournau, película que causó un revuelo similar al de Crash. La cinta de Ducournau se hizo acreedora a la Palma de Oro en una inusual ceremonia de premios, en la que el galardón que debía anunciarse al final fue el primero que reveló Spike Lee (presidente del jurado en esta ocasión) en un acto muy afín a la naturaleza del festival —celebrado en medio de una pandemia global— y de la película misma. Titane fue descrita por varios críticos internacionales como una heredera directa de los universos creados por David Cronenberg, particularmente por el lema “¡Larga vida a la nueva carne!” presente en Videodrome (1983) y que ha tenido resonancia en prácticamente toda su filmografía. Titane inicia con un accidente automovilístico provocado por el tácito odio de un padre (interpretado por el cineasta francés Bertrand Bonello) hacia su hija. A partir del incidente, la pequeña tiene que usar una prótesis metálica en su cabeza que parece sellar su destino: desde ese momento la frialdad del metal se convertiría en la forma más eficaz, no de enfrentar un mundo deshumanizado, sino de liquidarlo. Alexia (Agathe Rousselle) llevará su naturaleza híbrida de carne y metal a ser contemplada y deseada en eventos de automovilismo en los que actúa como bailarina. El frenesí de sus rutinas compensa la inmovilidad de los vehículos estacionados. Alexia ha llevado su unión con la máquina a tal punto que el vínculo afectivo y sexual más intenso que sostiene en la película es con un Cadillac que la deja embarazada. Lo absurdo y aberrante de la idea podría fácilmente llegar a un punto irrisorio, pero la cineasta Julia Ducournau se compromete hasta un nivel temerario con los personajes de su película. Después de un brutal asesinato, la chica se convierte en prófuga de la justicia y adopta la identidad de un joven muchacho desaparecido desde hace años. Luchando por ocultar su maquínico y deformante embarazo, la protagonista es acogida por Vincent (Vincent Lindon), el padre del muchacho, un bombero adicto a los esteroides que se aferra a los músculos de su menguante cuerpo para soportar el dolor de la ausencia de su hijo. El vínculo entre Alexia y Vincent se antepone a todo el cinismo de la primera parte de la cinta, sin hacerla perder su filo audaz o provocador, lo que genera uno de sus principales puntos de desequilibrio. La inseguridad respecto a ésta y otras decisiones en la película es palpable desde un punto de vista narrativo, pero el riesgo que conllevan es tan elevado que resulta tentador. Ya había apuestas similares en Raw (2016), donde la directora mostró audacia al meter los dedos y clavar las uñas en la llaga de la adolescencia y los excesos de la carne, pero la voracidad de la película terminó por consumirla a ella misma. Ducournau muestra que es una cineasta visceral y arrebatada que prefiere el vigor al rigor. Todo en Titane es resultado de un arrebato o de un impulso. Estamos ante un monstruo lábil y caprichoso: su apariencia es intimidante y hostil, parece que desde el inicio nos quiere hacer sentir que no somos bienvenidos en su universo dominado por intensas sesiones de twerking, sexualidad feral y violencia tan rapaz que hasta se vuelve irónica.
La dureza con la que se filma el cuerpo lo saca de su pero sin soslayar el hecho de que la mayor fragilidad corporal radica en algo intangible, donde los cuerpos destrozados por un inacabable dolor se deshacen en cariño, como sucede en Frankenstein (James Whale, 1931), en la que el monstruo quizá nunca es tan temible y cercano como cuando sostiene una flor en su mano o en su cabeza. Algo similar ocurre en una escena con la criatura que le da título a Lamb (2021), que se presentó en la sección Una cierta mirada y que comparte con Titane un afecto por la “nueva carne”. El debut del cineasta islandés Valdimar Jóhannsson es una película considerablemente más discreta que Titane, pero no por ello menos inusual. La tensión que constantemente explota Lamb se mantiene hasta extremos perturbadores, en particular por el frágil equilibrio que la cinta establece entre el absurdo y el suspenso. Protagonizada por la actriz Noomi Rapace (de la saga Millenium, Prometheus) y Hilmir Snær, la película inicia con la vida cotidiana de Maria e Ingvar en una granja en medio de las montañas islandesas. La pareja sobrelleva el terrible dolor de una pérdida a través de la ausencia total de comunicación y de mantener una rutina hastiante que se ve sacudida por un peculiar nacimiento en su establo. Con el cuerpo de una niña humana y la cabeza de un cordero, la criatura es recibida por Maria e Ingvar como si fuese su hija: le dan una habitación en su casa, la visten y la alimentan con un cariño y una calidez que parecen compensar la frialdad de su entorno. Esta curiosa dinámica familiar se ve enrarecida en la segunda parte de la película con la llegada de Petur (Björn Hlynur Haraldsson), hermano de Ingvar, quien reacciona con escepticismo y repulsión hacia la nueva integrante de la familia. “¿Qué demonios es esto?”, pregunta Petur a la pareja al ver sentada en el comedor a la niña cordero. “Felicidad”, le responde Ingvar sin asomo de duda o ironía. A partir de este momento, el ambiente de la película se tensa y genera una incomodidad que escapa a través de tímidas risas. Éstas van desapareciendo a medida que se aproxima el final, en el que la naturaleza, en su versión más oscura y macabra, se manifiesta para evidenciar los límites de la crianza humana. Aunque ese tema se diluye considerablemente, la atmósfera creada con eficacia por Jóhannsson permite darle exposición suficiente en el cierre. Es precisamente en la deficiencia emocional donde los mundos de Titane y Lamb encuentran resonancias que se materializan en los cuerpos humanamente monstruosos de sus figuras centrales. Como sucede con la criatura de Frankenstein de James Whale, el afecto busca redimir las partes físicamente inhumanas, menos abyectas de lo que su apariencia proyecta. En ambas películas los actos de cuidado y generosidad suavizan la aspereza de los momentos más crudos, casi para recordarnos que por más duro o repelente que pudiera parecer el avistamiento de un cuerpo híbrido, la carne permanece como su elemento más noble. Mientras que en las cintas de Cronenberg, particularmente en Crash, la carne tiene la misma rigidez y sensibilidad del más duro metal. Quizá el Festival de Cannes está considerando dejar los hábitos carnívoros paulatinamente.
Imagen de portada: Montañas islandesas. Fotografía de Domenico Convertini