En 2019 se estrenó en México High Life, la última película de la directora francesa Claire Denis. Ésta es una cinta de ciencia ficción que a través del género de la exploración espacial indaga de cerca la condición humana, los límites de la civilidad y los efectos del cautiverio. Impresiones personales aparte, comienzo por hablar de ella a raíz de una reseña publicada en un suplemento cultural reconocido en donde se cuestiona el trabajo de Denis desde su género. El texto apuntaba a que, como Denis es mujer y está de moda ser mujer, le estábamos celebrando de más su plagio a Tarkovski. También se arremete ahí contra Juliette Binoche porque cómo se les ocurre, a actriz y a directora, construir una hipersexualización de la mujer que resulte incómoda para la audiencia. Por increíble que parezca se habló mucho más de Denis por ser mujer que por ser una de las directoras de cine más inquietantes y disruptivas de los últimos años. Se habló más de Binoche por ser mujer que por su sobrecogedora interpretación de la Dra. Dibs. Desafortunadamente no es rara esta forma de acercarse al cine hecho por mujeres. Por eso, porque se le sigue juzgando a la obra por el género de quien la crea, es necesario ahondar en la categoría, hablar desde ella para resistir y construir nuevos espacios. En su ensayo La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres Siri Hustvedt analiza una serie de pinturas sobre mujeres hechas por Pablo Picasso, Willem de Kooning y Max Beckmann. Aquí Hustvedt se propone abrir un diálogo entre espectadora y obra de arte del cual surja la misma pregunta que, de cierto modo, se plantearon las teóricas del cine feminista de los sesenta y setenta como Laura Mulvey: ¿quién dice cómo, desde dónde y qué se mira? En el cine, según Mulvey, se abre un diálogo entre tres miradas: la del punto de vista del personaje, usualmente una mirada protagónica masculina o masculinizada que percibe lo femenino como detonante de la acción u objeto del deseo (luchar para salvar a la princesa, quedarse con la princesa), la mirada del espectador y la tercera mirada, aquella que formada por la conjunción de las primeras dos: el público se identifica con la mirada del personaje, busca lo que éste busca, desea lo mismo que él. Lo que resulta de esto es que las mujeres reciben de sí mismas una perspectiva pasada por el filtro de la visión masculina. En todo el proceso hay una mirada omitida por la que vale la pena preguntarse: ¿dónde está la mirada de las mujeres sobre sí mismas como personajes, como espectadoras, como realizadoras de cine? ¿Cambia en algo nuestra experiencia del cine si la pensamos desde el género? Lo primero que es urgente reconocer es que el patriarcado rige nuestra mirada como espectadores del séptimo arte. El lenguaje cinematográfico se consolidó en sus primeros treinta años de existencia y, a pesar de su acelerado desarrollo y popularización, la forma en que éste nos habla no ha cambiado mucho. Aprendemos a ver cine y nos familiarizamos con sus convenciones de manera prácticamente inconsciente. Nosotros, consumidores de productos audiovisuales, somos receptores acostumbrados a ese pacto de lectura, un contrato tácito, en el que dejamos que el punto de vista de la cámara y nuestro ojo se fundan y sean uno mismo. Ésa es la magia del cine y, por supuesto, es una experiencia fantástica. No obstante, pienso que hoy en día, sobre todo para las mujeres en el interior de la industria cinematográfica, ésta ya no puede ser una experiencia acrítica. Las mujeres también nos hemos acostumbrado a experimentar el cine desde la mirada de los hombres y muchas reproducimos en lo que hacemos esa suerte de defecto de fábrica sin siquiera darnos cuenta. Basta con hacer un breve ejercicio de imaginación cinematográfica; pensemos en una película que inicia con el descubrimiento de un cadáver: un detective llega a la escena del crimen, hace preguntas, se desplaza por la escena. ¿Qué género tiene el detective? ¿La víctima? ¿No se refleja incluso en el lenguaje, en el género de los sustantivos detective y víctima? ¿Cómo se presentaría, es decir, cómo nos descubriría la cámara a una víctima femenina y cómo lo haría con una víctima masculina? ¿Cómo daría a conocer al detective? Es peligroso generalizar pero, al menos en el cine más comercial y tradicional, tanto hombres como mujeres contemplamos con normalidad la representación del cuerpo de una mujer que ha sido violentada y agradecemos la presencia de un detective experimentado que llegue a hacer justicia. Por eso, una de las tareas asumidas por el cine feminista es llamar la atención sobre un hecho fundamental: ningún emplazamiento de la cámara es inocente. Desde la manera en que se presenta a un personaje femenino, qué partes de su cuerpo se enfocan para darla a conocer, en qué espacios se le permite desplazarse o qué tiene permitido hacer y sentir. Pienso en una escena bastante significativa de Los adioses (2018) de Natalia Beristáin, en donde el personaje de Rosario Castellanos, interpretado por Karina Gidi, está en la mesa del comedor escribiendo. El personaje disfruta inmensamente su proceso creativo, pulsa con fuerza las teclas de su máquina de escribir y sonríe. Se regocija en su cuarto propio. Mostrar este momento en concreto y no detenerse mucho en un momento de éxito, por ejemplo, es una decisión deliberada y significativa por parte de Beristáin; Castellanos amaba correr detrás de sus pensamientos y ese entendimiento es un gesto de empatía, que no habría podido ocurrir si no se pensaba a partir de ser mujer artista y de estar en constante defensa de los espacios propios para la creación y el trabajo. No estoy diciendo que todo el cine hecho por mujeres esté obligado a representar la subjetividad femenina de una forma innovadora o que ése sea el objetivo explícito de las directoras, productoras, fotógrafas o guionistas. Tampoco creo que el cine, o cualquier arte, tenga la obligación de funcionar como una apología de la lucha de género; el género está e incide en nuestras decisiones, lo queramos o no. Lo que me interesa es subrayar que el cine se expresa a través de un lenguaje en donde opera la selección del ojo humano, uno inmerso en su lugar de enunciación, contexto, ideología, tradición, clase social y performatividad, es decir, viene de un ojo acostumbrado a ver de una cierta manera. En el lenguaje cinematográfico hay un sistema de valores culturales en donde opera un sesgo de género, y el objetivo de un cine con perspectiva feminista es evidenciar ese uso del lenguaje para deconstruirlo y explorar las posibilidades que puede desplegar otro enfoque. Una de las películas mexicanas que más he disfrutado en los últimos años es Distancias cortas (2015), dirigida por Alejandro Guzmán y escrita por Itzel Lara, una dramaturga y guionista cuya voz me parece refrescante. Esta cinta narra la historia de amistad entre Fede, un hombre que padece una obesidad que lo inmoviliza y Paulo, un joven introvertido que irrumpe en la vida de Fede. Ésta no es una película que narra la historia de una mujer, no explora la maternidad ni las relaciones amorosas, tampoco toca el melodrama, áreas en donde se encasilla el cine por y para mujeres (y que a mi parecer funcionan muchas veces como espacios de resistencia). No obstante, en el trato hacia los personajes predomina una dignidad que me hace pensar en lo que pudo haber aportado Lara a la ecuación. En la película, la obesidad de Fede es tan grave que rara vez se baña ya que esto supone un esfuerzo titánico dadas sus dimensiones. Ahí es donde interviene su hermana Rosaura, interpretada por Martha Claudia Moreno, que baña a su hermano, un monolito indefenso sentado sobre un banco. Rosaura talla su espalda, moja su pelo con ternura, vierte agua tibia por el cuerpo avergonzado de él. Éste es un momento profundamente humano, lleno de algo que rara vez aparece tan de cerca en la pantalla grande: la mujer como dadora de cuidados. Éste es el mismo acierto de películas como The Amazing Catfish [Los insólitos peces gato] (2013), escrita y dirigida por Claudia Sainte-Luce, en donde Martha, una madre de cuatro hijos con VIH, y Claudia, una solitaria adolescente, se hacen compañía y cuidan la una de la otra. Se suele omitir la mirada de las mujeres detrás de la lente. Pero ahí está y cada vez se abre más espacio. Por eso es esencial participar del diálogo en torno al detrás de la cámara: guionistas, actrices, productoras, fotógrafas, sonidistas, directoras, mujeres que se proponen construir un punto de vista distinto, incómodo para muchos, siempre desestabilizador y, por lo tanto, productivo en mi opinión. Por esta razón y volviendo a aquella desafortunada reseña, tal vez la sexualización en High Life de la Dra. Dibs, una Juliette Binoche de bestialidad siempre latente y desequilibrada, no es la que hace sentir cómodos a los espectadores acostumbrados a la imagen del cuerpo femenino joven, deseable, terso. A los pechos descubiertos y al sexo escindido. No estamos acostumbrados al cuerpo de la mujer siendo el cuerpo deseante, o siendo el que ejerce la violencia para poseer otros cuerpos. Eso incomoda, es cierto, pero también nos empuja a cambiar la mirada. En un mundo ideal la categoría cine de mujeres o cine feminista no debería existir, también lo advierte Hustvedt, o sí, en tanto que empezáramos a hablar de cine de hombres, literatura de hombres o pintura de hombres. No tendría por qué haber una distinción y, sin embargo, hoy en día construirla y hablar desde ese espacio me parece necesario. Formar redes de creación, producción y distribución desde esa cajita donde son encasilladas las mujeres que trabajan dentro de la industria cinematográfica es una forma de resistencia, es idear plataformas para exigir paridad en puestos de trabajo, paga y reconocimiento, es recordar constantemente que la imagen en pantalla está siempre imbuida en la política.
Imagen de portada: Juliette Binoche. Fotograma de High Life de Claire Denis, 2018