La elocuencia de los cuerpos
Ha pasado más de una década y todavía no terminamos de entender la crisis de derechos humanos en la que estamos inmersos. Además de tiempo, para lograrlo se requiere de investigación, análisis, debate y una crítica que ha ido surgiendo, poco a poco, desde el periodismo y la academia, desde el arte y la literatura. Considerando la magnitud de la catástrofe, la reflexión realizada hasta ahora no ha sido suficiente (ni lo será, hasta que un día la repetición de todo esto nos resulte llanamente inconcebible), pero como lector agradezco el coraje de quienes descienden al infierno de la violencia nacional para volver con una imagen, una crónica, un testimonio. Documentos que encarnan en casos tan concretos como emotivos lo abstracto de las estadísticas, además de ejercer la denuncia y la indignación. Procesos de la noche, de Diana del Ángel (1982) forma parte de esta bibliografía de avanzada. En sus páginas volvemos a las calles de Iguala durante la noche del 26 de septiembre de 2014, para concentrarnos en la vida y destino de uno de sus protagonistas: Julio César Mondragón Fontes. Conformado por 22 breves testimonios y un mismo número de crónicas, el volumen tiene una finalidad doble: por un lado, acercarnos a la vida íntima del normalista; por el otro, dar cuenta de las vicisitudes que sufrió su cuerpo muerto, un año después de haber sido secuestrado, torturado y asesinado. Miembro del colectivo El Rostro de Julio, Diana del Ángel no sólo ha convivido estrechamente con la familia de Julio César, además acompañó a la licenciada Sayuri Herrera en las diligencias para que peritos extranjeros pudieran realizarle una segunda autopsia. Narrar esa odisea burocrática conforma el grueso de su libro. El gran mérito de la autora es recordarnos la ineficiencia e ineptitud del sistema legal mexicano. Son tantas las afrentas y los oprobios que padecen los Mondragón en busca de justicia que es difícil resumirlos en una lista. Pero encontramos desde peritos que llegan tarde a las diligencias, o sencillamente no van, hasta aberraciones como las que dice Sagrario Aparicio, encargada del expediente del normalista asesinado, quien le recomienda a la viuda tomar el dinero ofrecido por las autoridades y dejar “las cosas como están porque en este país nunca hay justicia”. En medio, decenas de humillaciones, corruptelas y faltas administrativas de burócratas que parecen más retrasados mentales que malas personas. En pocas palabras, una negligencia asesina que no sólo perpetúa la injusticia, la desigualdad y la violencia, sino también crea un laberinto burocrático tan intrincado y truculento que en él “desaparecen” expedientes y oficios con la misma indiferencia que en la calle desaparecen personas. Y todo esto en un caso que goza del favor de la prensa y sus reflectores; da vértigo pensar lo que sucede en asuntos de nulo interés mediático. Ante esta ruina humeante de la democracia mexicana, los ciudadanos, indefensos, parecen ampararse supersticiosamente en los rituales. México “es un país de simulaciones”, asegura Del Ángel, pero a juzgar por sus crónicas podríamos decir que no tenemos otro refugio más que el simulacro. Muchas fórmulas del lenguaje legal —“Otorgo mi consentimiento expreso…”, “Es cuanto…”, “Conforme a derecho…”, etcétera— aparecen en Procesos de la noche sólo para hacer evidente lo distante y ajena que resulta la justicia para el ciudadano común. “Para la mayoría de la gente”, dice Del Ángel al inicio de su periplo, “todos estos términos jurídicos son tan necesarios como desconocidos: la primera barrera entre la justicia y las personas es el lenguaje”; después de varios meses de lidiar con nuestras inhumanas instituciones, la narradora parece descubrir finalmente el porqué de esa retórica tan artificial: no sólo sirve para alejar al lego del universo de la ley, “lo principal es mantener siempre un lenguaje técnico, no humano”, señala, ya que “entre menos [como] persona veamos a la víctima mejor”. La jerga y la gestualidad jurídica alejan a las autoridades del dolor de los ciudadanos, las anestesia, y ello les impide experimentar empatía con la sociedad. Al contrario de lo que ocurre con la gestualidad religiosa, que parece recuperar el terreno cedido por la incompetencia del Estado laico, de hecho, se establece una pugna entre el discurso religioso y el legal, que aflora en distintos momentos. A pesar de los reparos de la autoridad, en el segundo entierro de Mondragón la familia se impone y logra organizar una misa, pero ese día, ya en el panteón, la jueza les impide a los deudos rezar un rosario: “sólo [recen] en su cabeza”, les dice, ya que sus voces “no pueden interrumpir el protocolo” jurídico. Aun así, las crónicas están plagadas de pequeños rituales que acompañan cada paso de la familia: ofrendas, misas, plegarias y cantos que vuelven sagrado y trascendente lo que para el gobierno es sólo un trámite burocrático. Y el poder de este discurso es tan seductor y reconfortante que parece ir convirtiendo a la misma Del Ángel. Si bien al inicio hay distancia y cierto escepticismo ilustrado ante las prácticas de la fe, pronto se detiene y decide prender una veladora por la memoria de Mondragón y, finalmente, en la misa de reinhumación, no tiene reparos en pedirle “al señor” para que nos libere de los vicios de esta nueva Babilonia: “la corrupción, la mentira, los feminicidios, la indiferencia, los megaproyectos, el abuso a los niños, la violencia y la impunidad”. Pero a pesar de su valor como denuncia, Procesos de la noche es una crónica que queda a deber. Y creo que lo hace al privilegiar la información y la indignación antes que la interpretación y el análisis. Me explico: a diferencia de los médicos forenses, Del Ángel no se preocupa por entender y traducir lo que dicen los cuerpos. Cuando se enfrenta en un interrogatorio a Mario Taboada Salgado, uno de los asesinos de Mondragón —“un hombre mayor, de baja estatura, moreno, de ojos grandes y cabello entrecano”—, la narradora no puede ir más allá de su silencio. Nos informa que, con voz “apenas audible”, “se reserva el derecho a declarar”, “se niega a responder”, “se niega a ser interrogado” y “se hunde… en sí mismo”; según la autora, su cuerpo sólo “exhala un aire de hartazgo e incomprensión”. Pero tanto el cuerpo de Taboada como el de Mondragón son signos, textos, que a pesar de su hermetismo urge que sean descifrados e interpretados. De hecho, todo el libro se concentra en cómo hacer hablar a los restos del normalista: su cadáver es exhumado para que nos cuente qué le pasó poco antes de morir. Los peritos extranjeros hacen su trabajo y entregan el informe de una autopsia, pero para la autora Taboada es un símbolo inescrutable, tanto como Mondragón, un cuerpo sin elocuencia. Esto es una pena, en particular por lo apremiante de la exégesis: estos dos personajes representan grupos de poder con formas antagónicas de entender lo público, lo propio, lo político y, en síntesis, la nación, y su enfrentamiento podría resumir la guerra que hemos librado en los últimos años. Para entenderla tendremos que volver una y otra vez a estos cuerpos y a miles más, hasta que podamos traducirlos y entenderlos con la misma eficacia de un médico forense.
Imagen de portada: Ilustradores con Ayotzinapa.