Tensiones entre lo local y lo global
En 1937 nació en Pointe-à-Pitre, en la isla Guadalupe, Maryse Condé, hija menor de una familia que tenía servidumbre y una segunda casa, la de descanso. En su entrañable libro de cuentos autobiográficos Corazón que ríe, corazón que llora, Condé cuenta que a sus padres la Segunda Guerra Mundial les parecía un periodo sombrío, pero no por los campos de concentración sino porque durante ese tiempo no pudieron irse de vacaciones a París, como acostumbraban. Después de pasar su infancia en el Caribe, a los diecisiete años se fue sola a estudiar a Francia. Luego vivió dando clases en varios países de África. En una odisea entre Guinea, Ghana y Senegal, con cuatro hijos, atraviesa dictaduras, la orfandad, una violación, golpes de Estado, enfermedades, desaparición forzada de amigos y un sinfín de adversidades, que narra en sus memorias La vida sin maquillaje. En los años setenta hervían en África los procesos de liberación nacional. Condé frecuenta ambientes intelectuales, descubre —entre la de muchos otros pensadores y activistas— la obra de Frantz Fanon, y se ve inmersa en una serie de circunstancias que la ayudan a revelar esa identidad que en su infancia de alguna manera le blanquearon. Es compleja la relación que tiene con África, continente que la rechaza pues ella, aunque es negra, habla francés, lengua de una parte de los conquistadores, pero no habla ni una de las lenguas locales. No obstante, a pesar de todos los infortunios, aquellos años le dejan una huella imborrable y, como un manantial que se renueva, Condé vuelve habitualmente a África, pero desde la ficción. En ese continente ambienta la mayor parte de sus obras. En cambio, a Guadalupe, la isla natal donde pasó la infancia y a la que luego volvería por unos años, la contempla únicamente como escenario de una de sus novelas, de la cual tratan los siguientes párrafos. Muy probablemente Travesía del manglar, en extraordinaria traducción al español de Ana Inés Fernández, sea el primer libro de Maryse Condé editado en México. En una antología de autores del Caribe y del Quebec francófonos publicada por el Fondo de Cultura Económica, Literatura francófona: II: América (edición de Laura Estela López Morales, México, 1996) se incluyó un fragmento de la novela Yo, Tituba, la bruja negra de Salem,1 pero, fuera de eso, para leer en español algo de la escritora guadalupeña dependíamos de las ediciones de Impedimenta y Casa de las Américas. La editorial mexicana Elefanta ha sido una refrescante fuente de literatura caribeña que en los recientes años nos ha brindado títulos importantísimos como éste. Travesía del manglar es una novela narrada desde varios puntos de vista. Durante un funeral, los presentes recordarán pasajes de la vida del muerto: el forastero Francis Sancher, quien llegó al poblado de Rivière au Sel sin que nadie supiera bien por qué o para qué, aunque entre ellos circulen muchas versiones. Al ir recordando íntimamente cuál fue su relación con Francis Sancher, los lugareños van alumbrando para el lector una parte de la vida del misterioso hombre al que cada uno conoció a su manera. Es una novela que técnicamente juega a que las voces singulares construyan versiones contradictorias de un personaje central. Con una buena narración potencializada por oralidades, el lector avanza a tientas por una historia ambigua y dinámica. No es casual que una estrategia narrativa recurrente en la novela provenga de un recurso característico de la literatura latinoamericana y caribeña: el rumor, el chisme, el dicho: “la gente dice”, “el tema sigue discutiéndose en el bar”, vaguedades que de tanto urdirse asientan una realidad colectiva. Otro elemento interesante de Travesía del manglar es el hecho de que las voces de las mujeres son expresadas en primera persona y las de los hombres en tercera persona. Conforme leía el libro me preguntaba si esa postura —quizá política— no resultaba un efecto predecible. No creo que la intención de Condé haya sido marcar una escisión esencialista entre los sexos; si acaso, resaltar la diferencia entre sus intereses. Cuestionaba yo a la obra si no habría valido la pena que su autora saliera del confort y explorara una voz diferente, una que le fuera ajena, que la retara, al cabo que la literatura y sus artificios nos permiten cualquier prosopopeya. Sin embargo, la historia rompe su propia regla narrativa al cerrar con la versión en primera persona de uno de los personajes más singulares de la novela, así que mi cuestionamiento quedó acallado. Si en novelas como La señora Dalloway de Virginia Woolf y Ellos eran muchos caballos de Luiz Ruffato encontramos tramas que suceden en un arco temporal circunscrito a un día, en la novela de Condé la narración “principal” también está acotada en el tiempo pero los recuerdos de los personajes estiran el arco mucho más lejos y el presente no importa tanto sino como ancla de la historia. Es el pasado el que le hace sombra al presente. La temporalidad lineal se mantiene discretamente como un diámetro, y es la constelación de recuerdos —en algunos casos, vislumbres del futuro— lo que termina por consolidar la bóveda narrativa. Es una novela en la que ni la trama se impone a la forma ni la forma ensombrece a la trama, sino que ambas se potencian entre sí. Travesía del manglar no es una obra de denuncia, pero sí es una novela que permite lecturas en la dimensión social. Encontramos personajes que sueñan con la metrópolis, los que sueñan hacia afuera; los que desprecian a los negropolitanos: aquellos que migraron a los suburbios de París y regresan a Guadalupe a pavonearse durante sus vacaciones. Tensiones constantes entre lo local y lo global. Encontramos personajes llenos de prejuicios hacia los haitianos, los dominicanos y cualesquiera que consideren diferentes. Por supuesto, están los conflictos de clase y de género. La esclavitud como un pasado presente, que unos tratan de no mirar y a otros los persigue. Me gusta mucho que en la novela, a pesar de exponer todos esos problemas, Condé no abandone el talante jocoso —no sólo por estar escenificada en el Caribe, pues si me apuran, la novela me recuerda a ciertos pasajes de Gabriel García Márquez y a lo mejor de Jorge Amado—. Ni siquiera en los temas más dramatizables la autora impone el sentimentalismo; incluso a veces parece forzar la sonrisa del lector, apostando por la esperanza como destino para algunos de sus personajes, o por el humor, como recordándole al melodrama o al populismo literario que su drástica gravedad no tiene el monopolio de los problemas sociales. Uno de los personajes asegura: “Sólo aquel que ha vivido entre los cuatro muros de una comunidad tan chica conoce su crueldad y su temor a lo ajeno.” La gente del pueblo no quería a Francis Sancher. Unos lo tildan de cubano; otros, de maricón, de rojillo, de desertor, de huevón. Pero más allá del asedio de versiones sobre Sancher, Condé nunca construye una víctima. La voz narrativa de pronto dictamina: “Así está hecha la imaginación popular. Te cambia a un hombre, te lo blanquea, te lo ennegrece a tal punto que su madre, la que lo parió, ya no lo reconoce.” Juan José Saer decía que no se escriben ficciones para escaparse de la realidad sino para plantear lo complejo de ella. En ese caudal de variaciones sobre un mismo tema se insiste en la cantidad de puntos ciegos que tiene la mirada personal o de narradores unívocos. Maryse Condé nos expone en Travesía del manglar lo complejo de la realidad con sencillez y sin prescindir de la belleza y el humor, lo cual es suficiente para quererla tanto, pero también porque literariamente es muchas cosas más.
Imagen de portada: Manglares y raíces. Fotografía de Matthias Ripp, 2014
Primera edición en francés en 1986; edición en español por Reinier Pérez-Hernández, Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2010. ↩