Los virus son los seres más abundantes del planeta. Se calcula que podrían existir alrededor de 1 x 10³¹ (10 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000), tantos que si los pusiéramos uno junto a otro se extenderían por 100 millones de años luz, espacio suficiente para cruzar la Vía Láctea, a pesar de su diminuto tamaño. Sin embargo, la mayoría son inocuos, y sólo se ha estudiado un puñado: alrededor de 6 mil especies, en particular las más peligrosas. Se sabe tanto y a la vez tan poco de ellos que su origen en la historia de la Tierra es un misterio. Hay sin embargo una idea que comienza a infectar la mente de algunos científicos: tal vez los virus sean fundamentales para la evolución de la vida como la conocemos.1 Estas partículas se identificaron por primera vez a fines del siglo XIX, pero al ser más pequeños que las bacterias en principio se pensó que eran una especie de fluido. Esta idea se rebatió hasta 1935 y, desde entonces, al no comportarse como microorganismos celulares convencionales, se les exilió del mundo de los seres vivientes, tanto así que en 1977 no fueron invitados por Carl Woese y George Fox a formar parte de la famosa clasificación biológica que divide a los organismos vivos en los tres dominios vigentes: eucariotas, bacterias y arqueas. Durante décadas se ha considerado a los virus entidades inertes, por ello se habla de ellos como “partículas virales”: paquetes de información genética (ADN o ARN) encerrados en una cápsula de proteína, que no crecen, no experimentan cambios, no pueden procesar la materia necesaria para sostenerse y tampoco pueden reproducirse por sí mismos. Sólo son un montón de moléculas juntas envueltas para regalo, y se nos enseña desde la escuela que no tienen vida. Compararlos con semillas constituiría un símil más apropiado, porque sólo tienen en común el potencial de cobrar vida. Esta perspectiva, sin embargo, ha tenido una repercusión fundamental en el enfoque de la investigación científica y también en la comunicación pública. Si nos dicen que los virus no tienen vida, ¿por qué parece que sí? Mientras se mantienen en su cápsula son una partícula más en el ambiente, pero al toparse con algo vivo es cuando todo ocurre. La membrana que recubre al virus se adhiere a la superficie de una célula y, si las condiciones son correctas, sale de su letargo para hacer todo lo posible por engañarla y entrar en ella. Le inyectará su ARN en el citoplasma celular, donde las fábricas de proteínas, los ribosomas, creyendo que es ARN local, empezarán a trabajar con este material para reproducir sus elementos. Es en esta etapa crucial que científicos tan enigmáticos como Claudiu Bandea,2 hasta hace unos años empleado del CDC, y controvertidos como el francés Didier Raoult, proponen que los virus sean considerados la cuarta rama del árbol de la vida.3 Una vez dentro de la célula huésped, los virus logran sintetizar sus moléculas, replicar su genoma y reproducirse dentro de los límites celulares hasta reventarla. Esta fase, que se conoce como de replicación, es comparable con otros ciclos de vida “parasitarios”. Es por ello que en opinión de investigadores como Bandea, la suma de estas etapas es la que debe definirlo como entidad viviente, y no su constitución inerte previa. La gran objeción al considerar esta fase reproductiva parte del “ciclo de vida viral”, con sus propiedades estructurales y biológicas, es que las moléculas virales no están rodeadas por una membrana específica que les dé una forma convencional, sino que una vez dentro se encuentran dispersas en la célula huésped, conformando una suerte de quimera, collage biológico o monstruo de Frankenstein si se prefiere. Esta etapa se conoce como “fase de eclipse”, porque los componentes del virus simulan desaparecer; no hay copias del propio virus en la célula huésped, aunque existe una intensa actividad dentro de ella durante la que construye silenciosamente todos sus componentes. Es una etapa siniestra: quien esté contagiado no lo sabe, no tiene síntomas claros que delaten su presencia pero tampoco puede contagiar a otros. El espectro viral empezará a tomar posesión de su cuerpo en cuestión de días.
Desde que el canon dicta que cada organismo vivo pertenece al exclusivo club de los tres dominios de la vida antes mencionados cobra especial interés el concepto de LUCA, acrónimo en inglés de last universal common ancestor, es decir “último antepasado común universal”, el organismo microbiano del que se asume que descienden todos los seres vivos en el planeta. Considerando que los virus son parásitos de los sistemas metabólicos vivientes, una solución hipotética para explicar su origen es que existió un primer virus o virus ancestral que debió tener una relación parasitaria con LUCA. Bandea menciona que en este sentido podrían considerarse tres caminos evolutivos que expliquen su origen. El primero, que llama teoría precelular, asume que los virus evolucionaron como parásitos del linaje LUCA en una atmósfera carente de oxígeno (se cree que LUCA muy probablemente fue una bacteria extremófila, como las que podemos encontrar en las ventilas hidrotermales en las profundidades de los océanos, cuyas condiciones serían muy parecidas a las de la Tierra primigenia).
El segundo camino es el de la teoría endógena, que propone que el material genético escapó del linaje de LUCA o de las especies bacterianas, arqueales y eucariales. En ambos casos, el virus ancestral era un elemento genético parasitario muy simple que con el paso del tiempo adquirió nuevos genes de sus huéspedes, evolucionó y se diversificó en virus cada vez más complejos y con genomas más grandes. La tercera vía evolutiva, la reductora, implica que el ancestro primordial de los virus era un organismo complejo que habitaba como parásito externo o interno de organismos más grandes, pero que al volverse más dependiente de su anfitrión perdió los genes básicos para vivir por sí mismo, al punto de estar subordinado por completo de la “máquina” de replicación de células ajenas. En consecuencia, al evolucionar dio origen a virus menos complejos con genomas pequeños. Cualquiera de estos tres caminos explicaría el origen independiente de muchos virus ancestrales, pero las dos últimas rutas, la teoría endógena y la reductora, implican que su origen parte del linaje de LUCA y de las tres ramas de la vida a lo largo de su evolución. Esto sugeriría que el proceso de aparición de nuevos virus mediante escape de material genético o reducción de organismos mayores sigue activo hasta nuestros días. Lo que es un hecho es que los virus actualmente evolucionan y forman nuevas cepas. ¿Qué implica esto para los seres que se ven afectados por ellos? Una audaz propuesta es la del doctor francés Patrick Forterre, jefe del Departamento de Microbiología Molecular y Estructural del Instituto Pasteur. Tras estudiar los virus gigantes como los del género Mimivirus (tan grandes como bacterias y entre los más complejos conocidos), ha especulado que podrían ser el origen del núcleo celular de los organismos eucariotas (como las plantas y los animales), proceso que ha llamado “eucariogénesis viral”.4 Quizá también, sostiene Forterre, el propio ADN tendría origen en los grandes virus. ¿Fue un virus el detonante de la vida como la conocemos? ¿Las epidemias son un motor impulsado por virus para recombinarse y acelerar la evolución humana? Tal vez debamos esperar unos miles de años para obtener respuestas a estas audaces preguntas. Pero algo tan simple como cambiar la percepción de las partículas víricas podría incidir en la manera en la que se estudien, además de encontrar alternativas para controlarlas en casos extremos. A pesar de las convenciones, nunca antes los virus se encontraron más vivos.
Imagen de portada: Coronavirus al microscopio. Public Health Image Library, Centers for Disease Control and Preventio
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“Microbiology by Numbers”, texto editorial de Nature Reviews Microbiology, vol. 9, núm. 628, 2011. Disponible aquí ↩
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C. Bandea, “The Origin and Evolution of Viruses as Molecular Organisms”, Nature Proceedings, 23 de octubre de 2009. Disponible aquí ↩
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Raoult se ha visto involucrado en una controversia científica y mediática al experimentar con un tratamiento para la COVID-19. Su propuesta es usar un fármaco llamado hidroxicloroquina, derivado de la cloroquina, que se usa para tratar el paludismo, en conjunto con el antibiótico azitromicina. ↩
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P. Forterre, “Giant Viruses and the Origin of Modern Eukaryotes”, Current Opinion in Microbiology, vol. 31, junio de 2016, pp. 44-49. Disponible aquí ↩