A comienzos de 2019 el mundo cinematográfico se sorprendió al escuchar que Hans Zimmer no compondría la banda sonora de Tenet, el último largometraje de Christopher Nolan. Probablemente el compositor más influyente en Hollywood prefirió colaborar con una nueva adaptación de Dune, esta vez bajo la dirección de Denis Villeneuve (La llegada; Blade Runner 2049). Cuestionado por su decisión, el músico alemán expresó un entrañable afecto por la obra, confesando que no dudó un instante en aceptar el reto de enriquecerla con sus composiciones. Nolan, mientras tanto, se vio obligado a sustituir al genio detrás de la música de Gladiador, Piratas del Caribe y la trilogía de Batman. La anécdota ilustra perfectamente la fascinación que Dune ha ejercido desde la publicación de su primer volumen en 1965. El éxito de la obra catapultó a su autor, el estadounidense Frank Herbert, a una fama que lo había eludido como periodista, reseñista de libros, fotógrafo y consultor ecológico. La combinación de política, economía y religión en un lejano futuro de implacables señores feudales, frecuentes viajes interestelares y alucinógenos demostró ser irresistible para una generación que, como Zimmer, vivió su juventud en los convulsos años sesenta. Desde entonces, unos cuantos lugares comunes han servido para explicar su importancia: que es comparable en su dimensión épica, por ejemplo, con El Señor de los Anillos; o que no ha habido nada más influyente en la imaginación futurista contemporánea, y un largo etcétera de fórmulas vacuas. Quizás sea mejor evitar caer en estas caracterizaciones fáciles y adentrarse, en cambio, en los temas que Dune explora de forma compleja y que todavía hoy nos interpelan con urgencia. Dune presenta al joven Paul Atreides en el momento justo en que su vida va a cambiar para siempre: por orden imperial, su familia acaba de ser transferida al planeta Arrakis (también conocido como Dune), inhóspito lugar que sin embargo tiene una relevancia gigantesca: de allí se extrae la especia, planta valiosísima entre cuyos poderes se cuentan facilitar la navegación espacial, potenciar las habilidades mentales y generar una adicción esclavizante. Poco a poco va quedando claro, sin embargo, que en Dune les espera una celada: si el planeta, plagado de peligros, no destruye la casa Atreides, con seguridad lo harán los sanguinarios Harkonnen, bárbara casa feudal que les ha jurado venganza y que no descansará hasta verla satisfecha. Ahora bien, antes del incierto viaje, Paul es sometido a una curiosa prueba: el gom jabbar, que consiste en verificar su “humanidad”. Dominando su instinto animal, soportando intenso dolor, la prueba es superada con éxito. Y de modo tal que surge la duda de si el muchacho no será el Kwisatz Haderach de las profecías, “aquél que puede estar en muchos lugares al mismo tiempo”, capaz de viajar por el espacio-tiempo y de reunir en sí cualidades perceptivas tanto femeninas como masculinas. De esta manera, remecidos por inquietudes y premoniciones, los Atreides arriban al clima abrasador de Arrakis. Y es allí, bajo el sol inclemente, en las dunas infinitas, donde los temas de la saga adquieren una profundidad y una atención al detalle que no se contradicen con la sencillez de la trama. El primero de ellos, anunciado desde el gom jabbar, es el “humanismo”. En Dune la humanidad ya se ha emancipado del poder paralizante de la inteligencia artificial, “nuestras muletas”, circunstancia que “ha obligado a las mentes humanas a desarrollarse”. Testimonio de esta vuelta al ser humano es el caudal de sabiduría que, aquí y allá, es moneda corriente en la novela: “No construirás una máquina que imite la mente humana”, “el hombre no puede ser reemplazado” y “no desfigurarás el alma” son mandamientos que diferencian al ser humano de la máquina, reducida ahora a un rol secundario y servicial. En lugar de artificiales supercomputadoras, por ejemplo, existen hombres entrenados para transformar sus cerebros en potentes calculadoras, los mentat, que suelen fungir de consejeros de los grandes señores. Más que una guerra indiscriminada contra la máquina, el humanismo de Dune es una delimitación precisa entre lo natural y lo artificial. Un segundo tema es la redefinición de las funciones y el sentido de la religión. En ese futuro multicultural, de recurrente intercambio sideral, “las antiguas fórmulas” —vale decir el cristianismo, el budismo, el islam— “se entremezclaron y enmarañaron” al punto de que una reinterpretación de los textos sagrados se hizo imperativa: había que recuperar la experiencia religiosa como elemento esencial de la naturaleza humana. Se conformó entonces una comisión de sabios interestelares que recogió, codificó y destiló lo más valioso del milenario legado espiritual, de paso extirpando “todos los síntomas patológicos de las pasadas religiones”. Por ejemplo, la castrante “hostilidad hacia la vida” que había contrapuesto la ética religiosa al goce sano de los sentidos. De este trabajo de síntesis surgió la Biblia católica naranja, monumental acervo sincrético de lo más valioso de las tradiciones religiosas. Esta depurada espiritualidad es inextricable, asimismo, del llamado a una relación distinta con la naturaleza. La importancia de la ecología, en tanto filosofía vertebral de la saga, es evidente desde la dedicatoria del libro: “a los ecólogos de las tierras áridas”, “a la gente cuyo trabajo va más allá del campo de las ideas y penetra en la ‘realidad material’”. La clave de la intención transformadora que Herbert instiló en la obra reside en Arrakis, el planeta desértico que conocemos a través de los maravillados ojos de Paul. Quizás en ningún otro tema como en éste se evidencia el magisterio de T.E. Lawrence en la obra de Herbert, pues Arrakis en cierta medida es un trasunto de Arabia: a primera vista un infierno insufrible, “una tierra estéril”, “desolada”, habitada por monstruosos gusanos de arena y nómadas “salvajes”, los Fremen. Si no fuera por la especia, esa suerte de petróleo del futuro, nadie le prestaría atención al planeta. A Paul, por el contrario, como a un pequeño Lawrence del espacio, se le va develando que Arrakis ofrece mucho más que réditos capitalistas y monocultivo. La extracción de la especia, perseguida con insaciable afán de lucro, invisibiliza la riqueza natural del planeta y la compleja cultura de los Fremen. No sin sorpresa, Paul descubre que estos desdeñados nómadas, habituados a sobrevivir en un lugar en que el agua es “sinónimo de poder”, son los mejores ecologistas del universo: aparte de desentrañar las sutiles compenetraciones de todo lo vivo, han asimilado que “la ecología es la comprensión de las consecuencias”. Además, han invertido años en el proyecto de “terraformar” Arrakis, es decir, convertirlo “en un lugar habitable para los seres humanos”. Y no desesperan ante el hecho de que el fruto de su paciente labor “no tendría lugar durante el periodo de vida de ninguno de ellos, ni tampoco durante el de sus descendientes a lo largo de ocho generaciones, pero ocurriría”. La inequívoca vigencia de sus temas explica, junto con la prolija imaginación de que está dotada la obra, el potencial cinematográfico de Dune. Alejandro Jodorowsky, a mediados de los setenta, fue el primero en querer adaptarla al séptimo arte con un equipo que reunía a Moebius y a H. R. Giger como diseñadores visuales, a Orson Welles y Salvador Dalí como actores y a Pink Floyd en la banda sonora. Si bien nunca se realizó, el proyecto dejó un guion, múltiples storyboards y un volumen de ideas visuales cuya huella subterránea es identificable en hitos de la ciencia ficción como Star Wars, Alien y Blade Runner. Peor suerte corrió la adaptación, que sí llegó a las salas de cine, de David Lynch, aunque el director se niega a reconocerla como suya. Tras esta historia de sucesivos fracasos, sorprende la osadía de Villeneuve. Con todo, nunca ha sido más apremiante el cuestionamiento de nuestra intolerancia creciente, de nuestra opresiva tecnología y de nuestro capitalismo destructor, que nos tienen ad portas de una crisis existencial sin precedentes avistada con clarividencia por Herbert. Ojalá esta última adaptación, avivada por la siempre pulsante música de Zimmer, “transforme las mentes jóvenes del mundo”, como soñaba Jodorowsky, y las invite a leer una saga que en sesenta años no ha perdido un ápice de relevancia.
Imagen de portada: Fotografía de Fabian Struwe, Unsplash