INSTRUCCIONES PARA DEJAR LAS COSAS INTACTAS
Hay, básicamente, dos maneras de acercarse a las cosas. Una es a través de experimentos, magnitudes, procedimientos rigurosos y datos científicos. La otra tiene que ver con algo que podríamos llamar intuición, aunque también sensibilidad, fantasía. Con lo imaginario. El primer camino, que parece mejor alumbrado, ofrece más certezas que el segundo. Pero es un espejismo. Se cree falsamente que estos dos entendimientos del mundo se anulan uno al otro, como si la verdad habitara solamente en la ciencia, en cosas que (supuestamente) podemos comprobar, y lo que imaginamos fuera un asunto místico. Sin embargo, muchos acercamientos a la ciencia han partido de un interés romántico: si el amor, como escribió John Williams en Stoner, no es un fin sino un proceso mediante el cual una persona intenta conocer a otra, entonces conocer el mundo es el impulso amoroso más auténtico y resistente. Es el vasto territorio de la poesía, justamente, el que la poeta Elisa Díaz Castelo recorre en su libro Principia (FETA, 2018), ganador de la decimoquinta edición del Premio Nacional Alonso Vidal. En él, más que la razón o las emociones, es el cuerpo el que habla. Me refiero al cuerpo humano con sus huesos que lanzan preguntas, pero también habla el cuerpo de los astros y de las plantas y de otras cosas que ni siquiera tienen nombre. Ante esta sinfonía, Díaz Castelo identifica las voces y las traduce, les da espacio. El viaje es hermoso por arriesgado: el lector se estrella contra las palabras y se encuentra frente a una verdad revelada que de pronto se transforma en otra cosa. La primera invitación es a cuestionarlo todo. ¿Cuáles son realmente esas verdades tambaleantes que, convertidas en certezas, marcan el camino? ¿Dónde se ubica la línea entre conocimiento e imaginación? Somos lo que sabemos, dice la poeta, pero también lo que adivinamos. Así lo sugiere en “Credo”:
Creo en la geografía móvil de las sábanas y en la piel que ocultan. Creo en los huesos sólo porque a Santi se le rompió el húmero y lo miré en su arrebato blanco, astillado por el aire y la vista como un pez fuera del agua.
Díaz Castelo teje así una especie de rezo ateo, de oración a aquello que no podemos ver, a las texturas que vamos tocando en la oscuridad. Finalmente, en la ciencia hay mucho de este entusiasmo ciego, de lo contrario los estudiosos no podrían pasarse una vida entera buscando a la rana arbórea de ojos azules o un remedio para el Alzheimer. Es así también en cosas mucho más sencillas: creer que de verdad hay agua en los tinacos negros es un acto de fe. Pensemos, por ejemplo, en la vista. Antes de la onda o la partícula, algunos filósofos clásicos pensaron que el ojo humano emite una luz para “sentir” aquello que mira. Otros propusieron lo inverso: que los objetos mismos proyectan un rayo luminoso que llega al ojo y los hace visibles. En un punto medio, Platón habló de un “fuego visual” que arde entre nuestros ojos y el mundo. Los objetos, pensándolo así, también nos sostienen la mirada. Pero, ¿qué es lo visible, y cuánto de lo que existe escapa a esa clasificación? “Porque casi nada es visible”, responde la poeta a esta pregunta imaginaria, “alégrate”. Más adelante en ese mismo poema, “Materia oscura”, lanza una teoría sobre la fuerza que nos mantiene unidos:
un día dejarás de ser pero eso ya sucedió le sucedió a otros escúchame es sólo aquello que no vemos lo que nos lleva de la mano y existimos.
Díaz Castelo sabe que los cuerpos, además de observarnos, se mueven. Se juntan y se separan, obtienen fuerza unos de otros, se resignan. Es un vaivén que existe también en la poesía. La sentencia “Quizá los objetos sólo existen cuando están inmóviles”, se responde unos versos adelante, “Tal vez nadie puede existir por completo”. Dice al respecto el poeta Mark Strand:
Todos tenemos razones para movernos. Yo me muevo para dejar las cosas intactas.
Si los cuerpos trascienden el espacio que ocupan, el movimiento es también una forma de apropiación. Y así se mueven las palabras en Principia, invadiendo espacios en los que normalmente reina un lenguaje construido, a manera de un edificio, sobre evidencias sólidas. Espacios en donde resuenan agujeros negros, experimentos, radiografías y puntos de Lagrange. Al final queda el consuelo de que la poesía, que descansa sobre otros cimientos, es escurridiza. Sus preguntas abarcan al universo entero. Con Principia, Díaz Castelo se inscribe en la tradición de los poetas interesados en abrir (por no decir manosear, exprimir, transformar) el lenguaje científico. Leerla me hizo pensar, por ejemplo, en el libro Vida en Marte, en el que la poeta norteamericana Tracy K. Smith usa el lenguaje de la astronomía para hablar de aquello que tiene más cerca. El problema del mundo de allá afuera, hecho de polvo cósmico, es quizá que se parece demasiado a nuestro propio mundo. Tal vez intuyen, tanto Smith como Díaz Castelo, que lo verdaderamente extraño es nuestra vida, lo que hacemos los seres humanos para sobrevivir. ¿Qué pasaría si llegan, finalmente, los extraterrestres a visitarnos? Smith intenta una respuesta:
¡Qué bien que hayan venido! No vamos a retroceder ante las bocas irritadas y las extremidades granosas. Nos alzaremos gráciles, robustos. Mi casa es su casa. Nunca sonó tan sincero. Al vernos, sabrán exactamente qué queremos decir.
Por supuesto, es nuestra. Si es de alguien, es nuestra.
Pero también somos donde no estamos: habitamos el pasado, los recuerdos ajenos, los espacios donde hubiéramos podido estar si tan sólo. Nos tocamos sin tocarnos. En el poema “Alberca vacía”, hacia el final del libro, la poeta compara el universo con una alberca vacía en donde los niños reconocen al agua por su ausencia. Es cierto y trágico. Identificar algo cuando se ha marchado es quizá la semilla del arrepentimiento, uno de los peores lastres del ser humano. Pero al final, la forma permanece como permanecen en su sitio los objetos que se mueven. Acaso he encontrado tarde, después de demasiados rodeos, la idea al centro de Principia. Es la siguiente: una alberca vacía es alberca, aunque carezca de agua.
Imagen de portada: Ilustración:Fruhi, 1979