Para Karina Jager
La risa es un comportamiento humano universal. Instintiva y estereotipada, contagiosa y a veces incontrolable, es un componente central de la alegría humana que se asocia con lo inesperado, con lo sorpresivo o incongruente. ¿Para qué sirve la risa? ¿Cómo se originó? Sin importar genética ni contexto, los seres humanos aprendemos a reír antes de empezar a hablar, y a partir de esos momentos la risa ocupa un rol central en nuestra vida emocional. Evolutivamente, la risa se asocia con el juego, conducta presente en muchos mamíferos, y resulta fundamental para formar vínculos sociales. Nos reímos con aquellos congéneres con quienes nos sentimos cómodos, y a través de la risa compartida se solidifican las conexiones humanas. Aunque la ciencia de la risa es relativamente reciente, sus hallazgos son importantes pistas para entender las emociones, el lenguaje y los vínculos sociales, y también nos dan incentivos para seguir riendo en tiempos difíciles.
En octubre de 2019 murió Robert Provine, el primer investigador que se interesó en la ciencia de la risa por sí misma, más allá de estudiarla como una mera expresión exterior del humor. La risa, explicaba Provine, es una conducta muy antigua, relacionada con las vocalizaciones de juego de los primates. El humor, en cambio, es un desarrollo lingüístico y cognitivo más moderno. Divulgador apasionado, Provine estaba convencido de que la ciencia de la risa debía llegar a todo tipo de público para mejorar sus vidas y dedicó su búsqueda académica a lo que él llamó un ejercicio de “neurociencia de banqueta”. En sus propias palabras, Provine declara haber “acechado primates humanos en avenidas y centros comerciales para observarlos como Jane Goodall observó chimpancés en el bosque de Gombe”. De sus experimentos, anotaciones e intercambios surge buena parte de lo que conocemos hoy en día sobre la ciencia de la risa. Él nos enseñó, entre muchas otras cosas, que la risa es treinta veces más común en situaciones sociales que en soledad y que oír a otros reír activa rápidamente nuestros propios generadores de carcajadas, sugiriendo que nuestro cerebro posee detectores innatos para la risa. Desde el punto de vista de la biología, la risa se considera una vocalización emocional no-verbal, del tipo de los gritos, llamados o trinos de otras especies animales. Se manifiesta como una serie de gestos acompañados de sonidos cortos. Los análisis acústicos de una carcajada nos revelan que estos sonidos o notas (a los que nos referimos con la onomatopeya “ja”) son repetidos en intervalos regulares (“ja-ja” o “ja-ja-ja”). Cada “ja” dura aproximadamente setenta y cinco milisegundos y corresponde a una nota cuyo tono va acorde al tono de la voz: la risa femenina es más aguda, con una frecuencia promedio de 500 Hz; la risa masculina, más grave, oscila alrededor de los 289 Hz. Su musicalidad está dada por la duración de cada nota (“ja”) y de los intervalos entre ellas. Modificando estos elementos por computadora se ha podido observar que para juzgar si la risa es espontánea, voluntaria o humana no importan tanto las características acústicas de la nota “ja”, que pueden ser enormemente diversas, sino la temporalidad de sus intervalos.
Aunque creemos tener control sobre ella, la risa es en mayor medida involuntaria. Experimentos en los que se pide a sujetos en el laboratorio que rían siguiendo órdenes han mostrado que la emisión voluntaria de la risa toma más tiempo que la emisión de lenguaje y que la risa forzada es fácilmente discernible de la risa natural. En términos evolutivos, los biólogos Gervais y Wilson sugieren que existen dos tipos de risa: la risa involuntaria o de Duchenne, que apareció en los homínidos hace aproximadamente 2 millones de años asociada al juego y el contagio de emociones, y la risa voluntaria o no-Duchenne, que surgiría como una adaptación de la primera para usarse de forma conversacional, intercalada con el lenguaje. Curiosamente, la inserción de la risa voluntaria en el discurso no es aleatoria, sino que se emite antes o después de enunciados completos. Este uso de la risa en el discurso fue bautizado por Provine como “el efecto de puntuación”. Una hipótesis para explicar este efecto es que la risa y el lenguaje compiten por el acceso al aparato fonatorio, y que cuando reímos voluntariamente damos prioridad al lenguaje antes que a la risa. La risa y el lenguaje están ampliamente relacionados, pero dependen de distintos mecanismos neurológicos, algo que resulta evidente en pacientes con trastornos lingüísticos, en quienes la risa se preserva a pesar de no poder emitir lenguaje. Aunque el lenguaje y la risa comparten algunos mecanismos cerebrales, el primero se genera en la corteza cerebral, en áreas asociadas al movimiento voluntario, mientras que la risa, aunque puede ser modulada por la actividad de los centros emocionales y motores del cerebro, es generada en el puente, una zona del tallo cerebral asociada a los reflejos y automatismos.
Aristóteles creía, de manera errónea, que la risa era exclusivamente humana. La mayoría de los grandes simios emite durante el juego vocalizaciones que se asemejan en temporalidad acústica y patrones de movimiento a la risa humana. Los chimpancés, nuestros parientes biológicos más cercanos, se ríen principalmente en dos condiciones: durante el juego y si se les hacen cosquillas. Cuando vemos a un chimpancé reír (recomiendo el video en YouTube “Así reacciona un chimpancé al ver un truco de magia”) reconocemos instantáneamente que se trata de una carcajada, pero en realidad esta conclusión se basa más en sus expresiones faciales y sus movimientos corporales que en los sonidos que emiten, que por sí mismos no nos bastarán para reconocer la risa.
El trabajo de Robert Provine también reveló que los sonidos de la risa humana y de la risa del chimpancé son muy distintos. A pesar de la similitud en los intervalos de sonido, los humanos reímos a través de una exhalación, que vocalizamos como “ja, ja”, mientras que los chimpancés emiten cada “nota” de la risa entre inhalación y exhalación (“ah, ah”), generando un sonido similar al de la respiración agitada. La sonoridad de nuestra risa está determinada por las capacidades neuromusculares de nuestro aparato fonatorio, que nos permiten exhalar y vocalizar al mismo tiempo, algo imposible para los chimpancés. Algunos primatólogos sugieren que esta falta de control del aparato fonatorio de los chimpancés para modular la exhalación al producir un sonido es consecuencia de su columna vertebral de cuadrúpedos, y que no poder emitir más de una sílaba por respiración ha sido una de las limitantes para la evolución del lenguaje en esta especie. Los primates no somos los únicos animales que ríen. Las vocalizaciones asociadas al juego y la alegría se observan en varios mamíferos, incluyendo perros y delfines. Pero una de las grandes sorpresas de la ciencia de la risa fue el descubrimiento de esta conducta en uno de los mamíferos más menospreciados: las ratas. En sus esfuerzos por investigar las bases evolutivas de las emociones humanas, el científico Jaak Panksepp documentó las vocalizaciones ultrasónicas, de aproximadamente 50 kHz, que emiten las ratas cuando juegan. Además, en una serie de experimentos demostró que las ratas también generan estos sonidos cuando se les hacen cosquillas y que prefieren pasar más tiempo con las compañeras que emiten estas agudas vocalizaciones con más frecuencia. Cosquilleando a estos roedores mientras grababa los sonidos que emitían, este neurocientífico estoniano fallecido en 2017 no sólo mostró que las ratas también ríen, sino que estableció una nueva metodología para estudiar las bases cerebrales y genéticas de la alegría, posicionándose como el padre de la neurociencia afectiva, término que él mismo acuñó para referirse al estudio neurobiológico de las emociones.
Existen distintas teorías que buscan explicar el origen y la función de la risa. La más aceptada apunta a la risa como un mecanismo ancestral de formación y fortalecimiento de vínculos sociales. Cabe preguntarse entonces qué es lo que genera la percepción de la risa en nuestro cuerpo, cómo la procesa nuestro cerebro y por qué fortalece nuestras relaciones con otros seres humanos. En 2017 un equipo de investigación liderado por dos mujeres finlandesas, Lauri Nummenmaa y Sandra Manninen, realizó uno de los primeros estudios que medían los cambios en la química cerebral inducidos por la risa. Una de las observaciones de Provine era la dificultad de estudiar la risa en un laboratorio, pues las condiciones controladas limitaban la espontaneidad de la risa. Para sortear estos obstáculos, las científicas idearon un nuevo método: los participantes del estudio pasarían primero a una sala a ver, acompañados de dos amigos cercanos, una serie de videos cómicos, mientras las científicas grababan sus vocalizaciones. Después de treinta minutos de risas y videos, los sujetos entrarían a una máquina de escáner cerebral con tomografía de emisión de positrones (PET), una técnica que, combinada con la inyección de un compuesto radiactivo, permite ver la expresión de algunos receptores (esos “cerrojos” neuronales que responden a los neurotransmisores) en el cerebro del sujeto. Los resultados de este escáner serían comparados con los de otro escáner basal, realizado en otra ocasión después de treinta minutos de esperar en silencio.
Dante escribió que “la risa es un resplandor causado por el deleite del alma”. La investigación en neurociencia de las emociones apunta a los opioides endógenos (neurotransmisores de estructura similar a la morfina entre los que se cuentan las famosas “endorfinas”) como uno de los ingredientes químicos de este deleite. Las endorfinas juegan un rol fundamental en los comportamientos y emociones sociales de los animales, aumentando las conductas de juego y disminuyendo la agresión. Una de las estrategias conocidas para producir endorfinas es el contacto físico: al ser tocados por otros seres humanos cercanos a nosotros liberamos estos neurotransmisores que actúan en nuestros centros cerebrales del placer, reforzando la importancia de nuestros vínculos sociales. Si bien el contacto físico es tan esencial para los seres humanos como para otros primates, nuestras redes sociales son notablemente más grandes que las de nuestros otros parientes simiescos y resulta difícil pensar que dependan únicamente del tacto. Por ello, Nummenmaa y Manninen enfocaron sus estudios de la neurociencia de la risa a medir las cantidades de receptor opioide mu (µ) como un correlato de actividad de las endorfinas. Encontraron que los escáneres cerebrales realizados tras la sesión de risas exhibían mayor liberación de endorfinas comparados con los escáneres basales, y que este aumento se concentraba en los circuitos cerebrales asociados con la recompensa y la excitación. Además, la cantidad de endorfinas era directamente proporcional al número de risas por minuto grabadas en la sesión de videos con amigos cercanos. Sus resultados sugieren que, a través de la liberación de opioides endógenos, la risa fortalece los vínculos sociales sin necesidad de contacto físico.
La risa va más allá de vocalizaciones y actividad cerebral. A nivel muscular, activa quince músculos de la cara y genera contracciones en músculos de brazos, abdomen y piernas. Según la Clínica Mayo, reír aumenta la cantidad de aire que inhalamos, favoreciendo la oxigenación y estimulando corazón y pulmones. Además, la risa fomenta la relajación muscular y la circulación sanguínea, ayudando a reducir algunos síntomas físicos del estrés, y a largo plazo sus efectos pueden fortalecer el sistema inmune. Con el avance de la ciencia médica se entienden cada vez mejor las relaciones entre la salud emocional y la física, y se reconoce la importancia de las conexiones sociales en el bienestar individual y colectivo. En medio de esta pandemia, en que predominan la incertidumbre y el estrés y en que debemos reducir el contacto físico para prevenir la propagación viral, resulta esencial recurrir a la risa no sólo para mejorar nuestra salud física y mental, sino para seguir fortaleciendo —a pesar de la distancia física— los vínculos con nuestros seres queridos.
Imagen de portada: Emmanuel Fournier, Duchenne da Vinci, 2009 CC