En 1996, el filósofo Xavier Rubert de Ventós ensayaba con una ética de mínimos. Publicó aquel año un manifiesto que buscaba afilar la moral hasta limpiarla de todos sus sobrantes. Argumentaba que las doctrinas éticas solían fallar por exceso. Por eso se proponía talar sus excedentes. El ensayista catalán comprimía la virtud hasta dejarla en los huesos. No es que propusiera una ética débil, acomodaticia. Por el contrario, depurándola hasta lo esencial, llamaba a la única vida que vale la pena vivir: la vida inauténtica. Aquella Ética sin atributos (Anagrama) desembocaba en una propuesta práctica: una política sin atributos. Pensando en el ámbito público, llamaba igualmente al abandono de las fantasías morales. Convocaba a desprender de la democracia cualquier pretensión de sublimidad. Cultivar una política sin amor, sin Estado, sin revolución… y sin verdad. Sin verdad porque a su entender la raíz de toda política democrática es la convención. La democracia nace del atrevimiento de imaginar y convenir un orden artificial. No nace de la verdad sino de la conciliación de propósitos diversos. La certeza que importa es la del compromiso, no la de los hechos. La democracia es representación, es teatro —a fin de cuentas: ficción—. Eso que Rubert de Ventós celebra es lo que tanto aborrecía Rousseau del voto y los parlamentos: la mentira de la voluntad transferida, la farsa del parlamento como encarnación de la voluntad popular. La ficción democrática, sin embargo, reclama asideros. ¿Podríamos habitar realmente esa política sin verdad? El espacio abierto de la democracia no asigna al Estado el poder de declararla, pero depende de su apreciación, de su cuidado, de su presencia pública. Depende, sobre todo, del anhelo de comprender, de la disposición a castigar a los embusteros. Hannah Arendt dedicó ensayos que vale la pena leer a examinar el sitio de la verdad en la política. Pensaba que había de estudiarse esa relación sin las estridencias de la denuncia moral. El tema, advertía, era complejo. Quien se asome, así sea ligeramente, a la historia del pensamiento político, advertirá que el apego a la verdad nunca se ha considerado una virtud política. La mentira ha sido vista como un instrumento que la política llega a dignificar. No es solamente una treta del demagogo sino también una herramienta del estadista. Interesada en la dignidad de la política, dedicada a la tarea de entender, el estatuto político de la verdad le intrigaba profundamente a Arendt: “¿será que la esencia misma de la verdad sea la impotencia y que la esencia misma del poder sea el engaño?”.
Arendt reconocía el peligro de dictaminar coactivamente lo verídico. Dar al poder público permiso de pronunciar la ciencia, clausurar la historia o nombrar la autenticidad de los hechos sería liquidar el diálogo, proscribir el pluralismo. Expulsar de la conversación todo dicho infundado, asentar la paz en una verdad única, ha sido la divisa de los despotismos. La república no puede ser tribunal de la verdad. Lo que ayer se consideró falso hoy puede ser tenido universalmente como cierto. Las verdades oficiales son intragables para una sociedad abierta. Más aún, Arendt advierte el parentesco entre la mentira y la acción política. Las fuentes de la acción son las mismas que aquellas de donde brota la mentira: la imaginación y la libertad. Formular el ideal es, como mentir, un apartarse de la cárcel de los hechos, un fugarse del mundo, un dibujo de alternativas. Cuando un niño miente por primera vez saborea el poder de cambiar la realidad con su voz. Negando lo que fue, advierte su independencia, su libertad. La mentira es la primera insumisión. Por eso, frente al mando de hierro del filósofo, frente al dictado inflexible del técnico, Hannah Arendt pondera la opinión como el sustento de debate ciudadano. El caldo del diálogo es la apreciación subjetiva del mundo, eso que la autoridad platónica desprecia como ilusión. El pleito entre la filosofía y la política es el pleito entre la verdad y la opinión. El caldo del diálogo democrático es la opinión, no la verdad. Pero ese caldo necesita cazuela, una olla sólida que sea depósito de distintas visiones del mundo… y que resista el fuego. El diálogo requiere, pues, aceptación de aquello que no puede cambiarse. Parafraseando a Hannah Arendt, podemos discutir el significado de la Conquista, pero no podemos decir que los aztecas conquistaron Madrid. La verdad es el piso y el techo del debate público. Por muy contrarias que sean, las opiniones serán legítimas siempre y cuando respeten la verdad factual. “La libertad de opinión es una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos.” Cada uno tiene derecho a su opinión, no a sus datos. La verdad, esa cazuela donde armonizan y se contraponen las ideas, es el contorno necesario de la esfera pública. El límite es precisamente aquello que los hombres no pueden cambiar. Sólo respetando esa frontera puede afirmarse la libertad para actuar. Los tiempos de Arendt eran, como ella misma advertía, malos tiempos para la verdad. Los nuestros parecen peores. Hay quien ha bautizado nuestra era como el tiempo de la posverdad. Lo será porque, por encima de la voluntad de encubrir que caracteriza a todo poder, existe hoy una activa disposición a creer cualquier cosa que resulte gratificante. Dar crédito a la conjura si reitera nuestro prejuicio, despreciar la voz del experto si no justifica nuestro deseo, ignorar el hecho que nos desagrada, repudiar las conclusiones fastidiosas de la ciencia. El fenómeno habría fascinado a Arendt porque destruye las columnas que a su entender sostenían la convivencia: nuestra capacidad de juicio y nuestra disposición al diálogo. Comprender y evaluar; conversar y decidir. La posverdad no es una simple perversión del poder, un abuso. Es otra renuncia del juicio cívico. No hay banalidad en la farsa. Una política sin verdad sería una política negada al diálogo. No solamente sería el reino de la demagogia, cancelaría la posibilidad misma de la convivencia. Cuando no hay asiento para la verdad desaparece cualquier posibilidad de entendimiento.
Imagen de portada: Erich Hekel, Dos hombres en una mesa, 1912.