Un mapa mostraba que Lviv se halla casi exactamente en el centro de Europa; no resultaba fácilmente accesible desde Londres, situada como está en el punto medio de las líneas imaginarias que unen Riga y Atenas, Praga y Kiev, y Moscú y Venecia. Es la encrucijada de las fallas que separan el este del oeste, el norte del sur.
Durante todo un verano me sumergí en la bibliografía sobre Lviv. Libros, mapas, fotografías, noticiarios cinematográficos, poemas, canciones…, de hecho, cualquier cosa que pudiera encontrar sobre la ciudad de las “fronteras difusas”, como la llamó el escritor Joseph Roth. Me interesaban en especial los primeros años del siglo XX, cuando Leon1 vivió en esta ciudad de brillantes colores, los “rojo y blanco, azul y amarillo y un toque de negro y dorado” de las influencias polaca, ucraniana y austriaca respectivamente. Encontré una ciudad de mitologías, un lugar de profundas tradiciones intelectuales donde chocaron distintas culturas, religiones y lenguas entre los grupos que convivieron en la gran mansión que fue el Imperio austrohúngaro. La Primera Guerra Mundial provocó el derrumbamiento de aquella mansión, destruyendo un imperio y desencadenando fuerzas que hicieron que se saldaran viejas cuentas y se derramara mucha sangre. El Tratado de Versalles, la ocupación nazi y el control soviético se combinaron en rápida sucesión para causar cada uno sus propios estragos. El “rojo y blanco” y el “negro y dorado” se desvanecieron, dejando a la moderna Lviv con una población exclusivamente ucraniana, una ciudad dominada ahora por el “azul y amarillo”.
Entre septiembre de 1914 y julio de 1944, el control de la ciudad cambió de manos ocho veces. Tras un largo periodo como capital del “Reino de Galitzia y Lodomeria y el Gran Ducado de Cracovia con los Ducados de Auschwitz y Zator” —sí, ese Auschwitz — del Imperio austrohúngaro, la ciudad pasó de manos de Austria a Rusia, luego de nuevo a Austria, después brevemente a Ucrania Occidental, luego a Polonia, luego a la Unión Soviética, después a Alemania, luego de nuevo a la Unión Soviética, y finalmente a Ucrania, que actualmente tiene el control. En el Reino de Galitzia, por cuyas calles anduvo Leon de niño, convivían polacos, ucranianos, judíos y muchos otros, pero cuando Hans Frank entró en la sala de justicia número 600 el último día del juicio de Núremberg, lo que ocurrió menos de tres décadas después, toda la comunidad judía se había extinguido, y se estaba expulsando a los polacos.
Las calles de Lviv son un microcosmos del turbulento siglo XX europeo, foco de sangrientos conflictos que desgarraron culturas. He llegado a apreciar los mapas de aquellos años, con calles cuyos nombres cambiaban con frecuencia, aunque no el curso que seguían. Un banco de parque, una magnífica reliquia modernista del periodo austrohúngaro, se convirtió en un lugar que llegué a conocer bien. Desde allí podía ver pasar el mundo; una excelente atalaya sobre la cambiante historia de la ciudad.
En 1914 el banco estaba en el Stadtpark, el parque municipal. Se hallaba frente al magnífico Landtagsgebäude, el Parlamento de Galitzia, la provincia más oriental del Imperio austrohúngaro.
Una década después el banco no se había movido de sitio, pero estaba en otro país, concretamente en Polonia, en el parque Kościuszki. El Parlamento había desaparecido, pero no el edificio que lo albergaba, ahora sede de la Universidad Jan Kazimierz. En el verano de 1941, cuando el Gobierno General de Hans Frank asumió el control de la ciudad, el banco se germanizó, pasando a formar parte del Jesuitengarten y situado ahora frente a un antiguo edificio universitario despojado de su identidad polaca.
Aquellos años de entreguerras constituían el tema de una bibliografía significativa, pero ninguna obra describía de forma tan evocadora lo que se había perdido como Mój Lwów (“Mi Lvov”). “¿Dónde estáis ahora, bancos de los parques de Lvov, ennegrecidos por la edad y por la lluvia, ásperos y agrietados como corteza de olivos medievales?”, se preguntaba el poeta polaco Józef Wittlin en 1946.2
Seis décadas después, cuando llegué a aquel banco en el que un siglo antes pudo haberse sentado mi abuelo, me encontré en el parque de Iván Frankó, así llamado en honor de un poeta ucraniano que escribió novelas policíacas y que ahora también honraba con su nombre el edificio de la universidad.
Las idílicas remembranzas de Wittlin, en sus traducciones española y alemana, se hicieron mis compañeras, sirviendo de guía a través de la ciudad vieja y de los edificios y calles marcados por el enfrentamiento que estalló en noviembre de 1918. Aquel perverso conflicto entre las comunidades polaca y ucraniana, que pilló en medio o convirtió en objetivos a los judíos, fue lo bastante grave como para aparecer en el New York Times, y llevó al presidente estadounidense Woodrow Wilson a crear una comisión de investigación. “No deseo remover las heridas del cuerpo viviente de esos recuerdos, de manera que no hablaré de 1918”, escribió Wittlin, para a continuación pasar a hacer exactamente eso,3 evocando “el enfrentamiento fratricida entre polacos y ucranianos” que desgajó la ciudad en distintas partes, dejando a muchos atrapados entre las facciones en guerra. Aun así se mantuvieron las cortesías habituales, como en el caso del ucraniano amigo del colegio del joven Wittlin que había interrumpido brevemente la lucha en las proximidades del banco donde yo me sentaba para dejarle pasar y seguir su camino a casa.
Entre mis amigos reinaba la armonía, aunque muchos de ellos pertenecían a diferentes identidades étnicas que andaban a la greña, y profesaban diferentes religiones y opiniones
escribía Wittlin. Allí estaba el mundo mítico de Galitzia, donde los demócratas nacionales amaban a los judíos, los socialistas bailaban con los conservadores, y los viejos rutenos y rusófilos lloraban junto a los nacionalistas ucranianos. “Juguemos a los idilios”, escribió Wittlin evocando “la esencia de ser lvoviano”.4 Él describió una ciudad que era a la vez sublime y grosera, sabia e imbécil, poética y mediocre. “El sabor de Lvov y su cultura es agrio”, concluía melancólicamente, como el gusto de una fruta poco común, la czeremcha, una cereza silvestre que maduraba únicamente en Klepary, un barrio periférico de Lwów. Wittlin denominaba a la fruta cerenda, dulce y amarga.
A la nostalgia incluso le gusta falsear también los sabores, diciéndonos que no probemos más que el dulzor de la Lvov actual. Pero conozco a personas para las que Lvov fue una copa de hiel.
La amargura se enconó tras la Primera Guerra Mundial, suspendida pero no solventada en Versalles. Periódicamente se recrudecería aún con más fuerza, como cuando los soviéticos irrumpieron en la ciudad a lomos de caballos blancos en septiembre de 1939, y de nuevo dos años después, con la llegada de los alemanes en sus tanques. “A primeros de agosto de 1942 llegó a Lvov el gobernador general Doctor Frank”, anotaba un residente judío en uno de los raros diarios que se han conservado. “Nosotros sabíamos que su visita no auguraba nada bueno”.5 Aquel mes, Hans Frank, el abogado favorito de Hitler y ahora gobernador general de la Polonia ocupada, subió los escalones de mármol del edificio de la universidad para dar una conferencia en el aula magna en la que anunció el exterminio de los judíos de la ciudad.
Yo llegué a Lviv en el otoño de 2010 para dar mi propia conferencia. Por entonces había descubierto un hecho curioso y aparentemente inadvertido: los dos hombres que introdujeron los conceptos de crímenes contra la humanidad y genocidio en el juicio de Núremberg, Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin respectivamente, habían vivido en la ciudad en el periodo sobre el que escribió Wittlin. Ambos habían estudiado en la universidad, experimentando la amargura de aquellos años.
Aquella no sería la última de las muchas coincidencias que pasaron por mi escritorio, pero nunca dejaría de ser la de mayor calado. ¡Cuán extraordinario resultaba que, al preparar un viaje a Lviv para hablar sobre los orígenes del derecho internacional, descubriera que la propia ciudad se hallaba íntimamente vinculada a dichos orígenes! Parecía algo más que una mera coincidencia que los dos hombres que hicieron más que nadie para crear el moderno sistema de justicia internacional tuvieran sus orígenes en la misma ciudad. Igualmente llamativo fue descubrir, en el curso de aquella primera visita, que ni una sola de las personas que conocí en la universidad, o de hecho en toda la ciudad, era consciente del papel de esta en la fundación del moderno sistema de justicia internacional.
A la conferencia le siguió un turno de preguntas, que en general giraron en torno a las vidas de aquellos dos hombres. ¿En qué calles vivieron? ¿Qué estudiaron en la universidad, y quiénes fueron sus profesores? ¿Se conocían entre ellos? ¿Qué ocurrió en los siguientes años después de que abandonaran la ciudad? ¿Por qué hoy nadie hablaba de ellos en la facultad de derecho? ¿Por qué uno de ellos creía en la protección de los individuos y el otro en la de los grupos? ¿Cómo se habían involucrado en el juicio de Núremberg? ¿Qué fue de sus familias? […]
Viajaba en compañía de mi madre (escéptica y ansiosa), de mi tía viuda Annie (tranquila), que había estado casada con el hermano de mi madre, y de mi hijo de 15 años (curioso). En Viena embarcamos en otro avión más pequeño para realizar un viaje de 650 kilómetros hacia el este, cruzando la línea invisible que antaño marcó el Telón de Acero. Al norte de Budapest, el avión descendió sobre la ciudad balneario ucraniana de Truskavets, a través de un cielo despejado que nos permitió ver los Montes Cárpatos y, a lo lejos, Rumanía. El paisaje en torno a Lviv —las “tierras sangrientas” descritas por un historiador en su libro sobre los terrores infligidos a la región por Stalin y Hitler— era llano, arbolado y agrícola, campos dispersos salpicados de aldeas y granjas pequeñas, de viviendas humanas de color rojo, marrón y blanco. Posiblemente pasábamos justo por encima de la pequeña ciudad de Zhovkva cuando Lviv apareció ante nuestros ojos: la distante extensión de una antigua metrópolis soviética, y luego el centro de la ciudad, las agujas y cúpulas que sobresalían “de la ondulante vegetación, una tras otra”, las torres de lugares que yo llegaría a conocer, “de San Jorge, Santa Isabel, el ayuntamiento, la catedral, el Korniakt y los Bernardinos”, tan caros al corazón de Wittlin. Veía sin conocerlas las cúpulas de la iglesia de los dominicos, el Teatro Municipal, el Montículo de la Unión de Lublin y la pelada y arenosa Colina Piaskowa, que durante la ocupación alemana “se empapó de la sangre de miles de mártires”.6 Con el tiempo me familiarizaría con todos aquellos lugares.
El avión se desplazó por la pista hasta detenerse delante de un edificio bajo; un edificio que no habría estado fuera de lugar en un libro de Tintín, como si hubiéramos retrocedido a 1923, cuando el aeropuerto llevaba el evocador nombre de Sknyliv [Leópolis]. Había una simetría familiar: la estación de ferrocarril imperial de la ciudad se inauguró en 1904, el año del nacimiento de Leon; la antigua terminal de Sknyliv lo hizo en 1923, el año de su marcha; y la nueva terminal se construyó en 2010, el año en que regresaron sus descendientes.
La antigua terminal no había cambiado mucho en el siglo transcurrido, con su vestíbulo revestido de mármol y grandes puertas de madera, y los guardias inexpertos y agresivos vestidos de verde, al estilo del Mago de Oz, gritando órdenes sin autoridad. Los pasajeros hicimos una larga cola que desfilaba lentamente hacia un grupo de cubículos de madera ocupados por adustos funcionarios de inmigración, cada uno de ellos bajo una gigantesca gorra verde que no era de su talla.
“¿Por qué aquí?”, me preguntó el funcionario.
“Conferencia”, respondí.
Me miró fijamente sin comprender. Luego repitió la palabra, no una, sino tres veces.
“¿Conferencia? ¿Conferencia? ¿Conferencia?”.
“Universidad, universidad, universidad”, respondí yo.
Eso me valió una sonrisita, un sello y el derecho a entrar. Luego deambulamos por la aduana, entre hombres de cabello negro con relucientes abrigos de piel negros que fumaban.
En un taxi, nos dirigimos al casco viejo, pasando junto a ruinosos edificios del siglo XIX construidos al estilo de Viena y la gran catedral católica ucraniana de San Jorge, dejamos atrás el viejo Parlamento de Galitzia, y enfilamos la calle principal, cuyos dos extremos cierran respectivamente la ópera y un impresionante monumento al poeta Adam Mickiewicz. Nuestro hotel se hallaba cerca del centro medieval, en la calle Teatralna, llamada Rutowskiego por los polacos y Lange Gasse por los alemanes. Para poder seguir los nombres y mantener el rumbo histórico, me acostumbré a deambular provisto de tres mapas: uno ucraniano moderno (2010), otro polaco antiguo (1930) y otro austriaco también antiguo (1911).
Philippe Sands, Calle Este-Oeste, Francisco J. Ramos Mena (trad.), Anagrama, Barcelona, 2017.
Imagen de portada: Lviv, 2021. Fotografía de Nataliia Kvitovska. Unsplash
El autor se refiere a Leon Buchholz, su abuelo materno, nacido en Lemberg (también llamada Lviv, Lvov y Lwów) en 1904 [N. de los E.]. ↩
Józef Wittlin, Mi Lvov, Pre-Textos, Valencia, 2006. ↩
Józef Wittlin, City of Lions, Antonia Lloyd-Jones (trad.), Pushkin Press, Londres, 2016, p. 32. Los números de página hacen referencia a la versión inglesa. ↩
Ibid., pp. 7-8. ↩
David Kahane, Lvov Ghetto Diary, University of Massachusetts Press, Massachusetts, 1990, p. 57. ↩
Józef Wittlin, City of Lions, ed. cit., p. 5. ↩