El nuevo virus bautizado COVID-19 está funcionando a nivel mundial como un espejo al mostrarnos el tipo de sociedades en las que “funcionamos”. Se han esclarecido de forma incontenible los déficits de las soberanías neoliberales, así como la precariedad y la adversidad a las que la mayoría de las poblaciones está sometida. Recientemente se han revelado de forma explícita las necropolíticas mundiales, en las cuales, de acuerdo con Achille Mbembe, los Estados se adjudican el derecho de decidir quién vive y quién no, a través de políticas que seleccionan y encasillan a una masa poblacional dentro de un marco de protección, haciendo a un lado a la otredad que al mismo tiempo es arrojada a la más compleja violencia. Bien se señala en el libro Una vida en resiliencia, el arte de vivir en peligro que la nueva cara de las instituciones liberales del siglo XXI postula la resiliencia como la propiedad fundamental que deben poseer las sociedades actuales. La posibilidad de vivir sin peligro se esfumó por completo, si es que algún día existió. El actual eslogan del sistema liberal dice: sálvese el que tenga mejores capacidades para adaptarse a un sistema violento y complejo, en el que es evidente que hay un sector social completamente desprotegido al que se le exigen niveles de resiliencia inhumanos. En el marco de la actual pandemia y las recientes reflexiones de tinte izquierdista de algunos intelectuales contemporáneos, se han marcado —a muy grandes rasgos— dos posturas antagónicas. Por un lado, están las que pronostican, en un tono esperanzador, que el virus creará un terreno fértil para pensar en otras formas de vida fuera del modelo neoliberal, lo que nos lleva a pensar en una sociedad alternativa que nos sacará del ritmo hiperacelerado y de consumo que, quizá, nos pueda llevar hacia la solidaridad y la confianza colectiva, regresando la igualdad al centro de la escena. Por el otro, están los que visualizan un mundo atrofiado que se frena para estancarse aún más en una aguda violencia en la que el modelo neoliberal junto a políticas nacionalistas sale beneficiado, apoyado en la vigilancia y eficacia de la Big Data, pues no hay duda, sino bastantes pruebas, de que el sistema se adapta de forma pronta y provechosa a los conflictos económicos, sociales y políticos. Esta adaptación abre un peligroso panorama global para que terminemos en la más descarada, y ahora justificada, segregación. La historia de la modernidad se ha caracterizado por construir un rechazo hacia la diversidad humana y la otredad, si hoy abrazamos impetuosamente este rechazo nos puede llevar hacia una de las más agudas desigualdades sociales de los últimos tiempos, esto no sólo nos transgrede como seres políticos, sino que también rompe con nuestra naturaleza misma; como señala Ernest Gellner, el rasgo verdaderamente esencial de lo que llamamos la sociedad humana es su asombrosa diversidad. Ahora, las dos líneas de reflexión anteriores se unen en tanto que ambas abordan la presencia de la hiperconectividad tecnológica y la vigilancia digital que actualmente tienen su auge en países de oriente como una extensión de políticas autoritarias de control social, así como también señalan la posible degeneración de las relaciones entre las personas y la vigente inmovilidad social que vivimos como parte del confinamiento obligado. El encierro al que estamos sujetos representa un verdadero peligro para todos aquellos que vivimos bajo este sistema. Para entender la problemática hay que remontarnos al momento en el que se fundó y que además marca el inicio a la historia política moderna a finales del siglo XVIII. El teórico John Dunn menciona que los fundadores del gobierno representativo, a quienes llama “partidarios del egoísmo”, no reconocían en un principio la democracia como un agregado valioso para su sistema político; sin embargo, los líderes entendieron muy bien la fuerza que esta palabra tenía en la sociedad, por lo que se apropiaron del término y lo aprovecharon sólo como una ideología que refiere a la igualdad, ya que en acción, la democracia es evidentemente limitada. Así fue como se instauró una forma de pensar más no una forma de actuar. Las sociedades modernas con democracias representativas se basan en que gobernantes y gobernados están completamente separados, no existe ningún vínculo directo del pueblo para la autogestión de leyes, ya que el modelo representativo surge en el contexto de las sociedades altamente industrializadas en las que el capitalismo exige poblaciones de producción eficiente, por lo que la gente no tiene tiempo de relacionarse en la política, para eso están los representantes. Este exitoso sistema —del que la mayoría global formamos parte— deja mucho que desear en cuanto a que no hay un proceso sistemático-legal en el que los ciudadanos puedan involucrarse y mostrar inconformidad para exigir un cambio en las leyes que les atañen. La única posibilidad permitida por el sistema es la libertad de expresión pública; si las formas de gobierno no las satisfacen, las sociedades están en su total derecho de manifestarse. Ésta es la forma en la que la voz del pueblo llega a los gobernantes, no hay otra vía. El teórico Bernard Manin explica que esta manifestación es una función clave e indispensable para llamar la atención de los gobernantes, sobre todo, para conectar a los gobernados entre sí, ya que mientras más voces suenen en relación con una misma inconformidad, mayor será el incentivo para que los gobernantes tomen en cuenta esta opinión pública y hagan algo al respecto. Basta revisar la historia de los movimientos sociales para entender la fuerza que esta acción puede llegar a tomar; sólo hay que observar hoy en día qué tan recurrentes son las manifestaciones a nivel global para comprender cómo es un medio de vigencia absoluta y además de necesario, efectivo. Una vez entendida esta relación, y al situarnos en la emergencia sanitaria actual bajo la medida del resguardo social, se vuelve pertinente cuestionar: ¿Qué pasa cuando la única forma que teníamos de exigir nuestros derechos se disuelve y deja de ser una posibilidad tangible? ¿Cuál es el futuro de las manifestaciones sociales? ¿Nosotros los gobernados nos quedamos sin voz pública? La respuesta es que más que inexistente ahora esta voz está literalmente contenida, abandonó las calles; el espacio en donde se materializaba su fuerza principal no existe en el terreno digital. El filósofo Paul B. Preciado nos dice que el gobierno nos invita a encerrarnos y que todos sabemos que más bien nos llama a descolectivizarnos, por lo que es necesario inventar novedosas estrategias de emancipación social apegadas a una sociedad que de aquí en adelante se caracterizará por su dimensión digital y su presencia mediática-cibernética. Habrá que relocalizar la fuerza de la voz pública e identificar en el mismo tono de emergencia las posibilidades de defender nuestra única forma de exigir un cambio: la libertad de expresión-presión frente a quienes nos gobiernan. O tal vez sea la hora de que esta voz mute en proyectos de autogestión social como la, quizá, única alternativa de resistencia. Este texto es una invitación a que no soltemos nuestra voz pública dentro de la crisis actual, no sólo es necesario reconfigurar las prácticas cotidianas sino que además, hay que replantear nuestro quehacer como seres políticos y reasignarnos un lugar frente a la potencial descolectivización que presenciamos hoy en día. Esta reflexión se vuelve un deber social y sobre todo, es una labor de sobrevivencia.
Andrea Ruiz González nació en la Ciudad de México, en 1995. Historiadora del arte por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Autora del libro ¿Por qué en México sólo aceptamos a los indígenas como piezas de museo? Actualmente Liaison de librería en la galería de arte contemporáneo kurimanzutto, en la Ciudad de México
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Imagen de portada: El confinamiento. Fotografía de Eneas de Troya, 2020. CC