La Historia tiene sus días que cambiaron o estremecieron al mundo, pero muy rara vez especifica los horarios. Esto parece, cuando menos, una muestra de ingratitud, pues es en el silencio y la oscuridad de la noche donde la Historia se siente más a gusto. Me refiero a la Historia desnuda, en su estado puro, desprovista de la épica que llega con el alba para iluminar a conveniencia lo que deba ser contemplado y perpetuado in saecula saeculorum. Sucede que corresponde a la noche esconder secretos, intrigas, conspiraciones, las impurezas de los héroes. Es por eso que, al llegar el día, la Historia rehúye de ella. Fue en la Grecia Clásica donde mejor se logró explicar la naturaleza de esta escandalosa relación desigual. Al concebirla como hija de Caos, los griegos antiguos tenían a la Noche (Nyx) por una de las fuerzas primigenias del universo, es decir, una de las entidades cósmicas encargadas de dar forma a la materia. Creían que su poder era tal, que sólo ante ella Zeus prefería contar hasta diez, relajarse y dar media vuelta, en vez de iniciar una pelea. Sin embargo, la noche era en esta mitología una deidad indeterminada, casi etérea, que se manifestaba sólo en el espíritu de las inevitables horas que le correspondían. Nyx era lo que se conoce como una “deidad oscura”, de actuar indirecto. Su verdadero poder, o sea, su presencia en la vida de los mortales, se revelaba a través de sus muchos vástagos: Hipnos (el sueño), las Keres (muerte violenta), los Oniros (los sueños), las Moiras (el destino), Némesis (la venganza), Filotes (amistad). Sólo así, pensaban los antiguos griegos, la noche irrumpía en la Historia.
Hipnos
Esto es algo que no suele decirse: los vencedores casi siempre actúan de noche. Sólo pueden triunfar quienes se resisten oportunamente al sueño. Al resto, los vencidos, les queda entonces avergonzarse de su pereza cuando despierten y descubran que su ciudad, su país o el mundo mismo es otro muy distinto del que dejaron cuando se fueron a la cama. Imagino que algo así debieron sentir los checos que en la madrugada del 21 de agosto de 1968 tuvieron el sueño demasiado profundo como para no escuchar el estruendoso paso de los tanques soviéticos T-54 sobre los adoquines de Praga.
En una noche, el Pacto de Varsovia firmó, de un plomazo, el acta de defunción del ingenuo experimento democrático que Alexander Dubček se atrevió a realizar en las narices soviéticas. Era el fin de la esperanza checa y su revolución pop, hecha de pantalones vaqueros, escritores osados y peinados occidentales de moda. Fuera del Telón de Acero, cierto sector de la izquierda intelectual, el más hipócrita y berrinchudo, también despertó de este sueño de una noche de verano al constatar, al fin, que bajo el totalitarismo y el imperio de la colectivización todo rostro humano, incluyendo el del socialismo, estaba condenado a desfigurarse. Los rusos también tuvieron su noche decisiva y sus sueños pesados. Ocurrió en la madrugada del 25 de noviembre de 1741, mucho antes de que aplicaran esta fórmula de éxito en Checoslovaquia. Esa noche, antes de irse a dormir a sus aposentos del Palacio de Invierno, el pequeño zar Iván VI y la regente Ana Leopóldovna estaban muy lejos de imaginar que, en cuestión de horas, la inocente Isabel Románova pasaría de las intrigas y las confabulaciones a la acción. Isabel era un espécimen raro en la corte; una chiquilla afrancesada en sus modales, incluyendo los sexuales, y obsesionada, sobre todo, con los vestidos más extravagantes y cargados de adornos que llegaban de París. Como hija de Pedro I (El Grande), era ella quien más derechos poseía sobre la corona, lo cual hubiera resultado un peligro mortal de no ser porque los usurpadores la creían una majadera que sólo heredó de su padre una curiosidad insaciable por las costumbres extranjeras. Se equivocaban. La noche en cuestión, la princesa colocó sobre su pomposo vestido una armadura y marchó sola hacia donde descansaban los regimientos reales para recordarles que por ella, y no por Iván VI, corría la sangre del glorioso zar que la soldadesca extrañaba. Los hombres se sometieron sin chistar a las órdenes de esta muchacha que, durante los años anteriores, compartió con ellos fiestas y cabalgatas, les colmó de regalos y se hizo madrina de muchos de sus hijos. Isabel tomó el Palacio de Invierno y la corona por sorpresa. Fiel a su idea de lo francés, dio un golpe civilizado, sin derramamiento de sangre. La nueva emperatriz no podía saber entonces del terror jacobino que los parisinos mostrarían al mundo medio siglo después. Los destronados corrieron con suerte, pues no siempre se sale vivo de una noche que cambia la Historia. En estas situaciones, la sangre es la norma. Así ocurrió, por ejemplo, con el general peruano Enrique Varela Vidaurre, de quien decían era medio sordo, y que por eso no escuchó las órdenes de rendición de los golpistas seguidores del coronel reaccionario Óscar Benavides. Varela, héroe de la Guerra del Pacífico, dormía plácidamente en su hamaca del cuartel la noche del 4 de febrero de 1914 cuando los sublevados contra el gobierno progresista de Guillerno Billinghurst interpretaron en su silencio un acto de resistencia y le asesinaron. Tampoco sobrevivieron a una noche histórica la mayoría de los troyanos que, milenios antes, dejaron pasar por sus murallas la ofrenda aquea que luego celebraron con vinos y banquetes hasta caer presos de la resaca y el sueño.
Las Keres
La noche suele ser un tiempo terrible. En la ficción, por ejemplo, es la hora de los monstruos. Vampiros, brujas, licántropos y escurridizos asesinos seriales actúan sólo bajo su protección. A veces la muerte pareciera cebarse de noche, ser consustancial a ésta. ¿Acaso no se ha comparado la muerte con una “noche eterna” o con una “medianoche sonando en la vida”? Éstas no son, sin embargo, románticas metáforas, como nos hizo creer Pessoa. Hay muertes atroces en noches inacabables, y también campanadas de medianoche que auguran masacres, como las que se escucharon en París en la madrugada del 24 de agosto de 1572, vísperas del día de San Bartolomé. Cuentan que, antes de doblar las campanas de París, Catalina de Médici y su hijo, Carlos IX, se reunieron en palacio con el resto de los nobles católicos. Temblaban de miedo, como imaginando sus horas contadas. La revolución hugonote gravitaba sobre sus cabezas como un hacha de verdugo, organizándose en las sombras, para cobrarles el dedo perdido del líder de los protestantes francos, Gaspar de Coligny, arrancado de cuajo en un reciente atentado fallido. La paz de Saint-Germain se tambaleaba y otra guerra religiosa entre católicos y calvinistas franceses parecía estar a la vuelta de la esquina. O al menos eso pensaba Catalina. La regente presentía que ni siquiera el matrimonio de su hija con el hereje de Enrique de Navarra evitaría que los ricos hugonotes volvieran a las armas. Por eso decidió adelantarse, tomar la iniciativa. Al llegar la medianoche, ordenó cerrar la ciudad y hacer de sus calles un auténtico infierno, cuyo fuego se esparciría durante los siguientes meses por todo el reino. Fueron entonces los católicos quienes tomaron las armas y masacraron a los calvinistas en sus camas, y también en las plazas y los callejones. El propio Coligny, quien se encontraba convaleciente, fue asesinado en sus aposentos y luego lanzado por la ventana. En nombre de un Dios compartido, y también del miedo, se ejecutó la purga. Al amanecer, cuando Catalina salió de palacio, no pudo más que caminar sobre cadáveres. Trescientos sesenta y seis años después, también en París, un joven polaco-alemán de 17 años, llamado Herschel Grynszpan, provocaría otra gran purga nocturna. Cegado por el odio y poseído por un heroísmo infantil, Grynszpan disparó a un diplomático alemán, Ernst vom Rath, en venganza por los 12 mil judíos expulsados forzosamente de Alemania, entre los que se encontraban sus familiares. Durante los siguientes días Rath estuvo en estado de gravedad en un hospital francés mientras, en Berlín, Hitler, Goebbels y Eichmann se frotaban las manos ante tan inesperado regalo. Que un chico hebreo hubiese agredido a un funcionario alemán significaba una oportunidad inmejorable para convencer a los seguidores del nazismo de una conspiración judía contra la pureza teutona. Sólo faltaba confirmar la muerte de Rath para coronar el momento. Una vez falleció el diplomático, el 9 de noviembre de 1938, el Reichstag puso manos a la obra. Se le ofrecieron exagerados honores militares, durante los cuales Hitler aprovechó para fertilizar furias y rencores en sus partidarios, de manera que germinaran esa misma noche. Al caer el sol, los simpatizantes del nazismo salieron a las calles, escoltados por la policía política. Iban armados con pistolas, garrotes y piedras con las que asesinaron a varios judíos y destrozaron los escaparates de los negocios marcados con la estrella de David. Sinagogas, tiendas, barrios enteros ardieron en toda Alemania. Miles de personas fueron apresadas y enviadas a campos de concentración. A la mañana siguiente, Hermann Göring se apresuró a decretar cínicamente que los judíos sobrevivientes debían pagar por los daños materiales provocados por los nazis. Con la Kristallnacht, o Noche de los Cristales Rotos, comenzaba lo que poco después sería el Holocausto.
Los Oniros y las Moiras
Es al dormir que se revelan los misterios del destino. Nunca lo hacen por completo pues, como todo gran misterio, el hado necesita esconder en la oscuridad más de lo que exhibe. El futuro, casi siempre, se muestra en incomprensibles sueños que sólo los más cercanos a la divinidad pueden interpretar. Tal vez fue por eso que Constantino I —emperador, todo un dios hecho carne— supo a la primera qué hacer cuando despertó en su tienda de campaña el 28 de octubre del 312. Debió costarle dormir la noche anterior a Constantino, tal vez por la ansiedad que le provocaba saber que al otro día enfrentaría el combate más decisivo de su vida. Él o Majencio, sólo uno saldría victorioso de puente Milvio con el título absoluto de emperador de todos los romanos. Una vez que concilió el sueño, sintió la presencia de una luz cegadora, de la cual emergía una figura parecida a la cruz de madera en la que se castigaba a los peores criminales y que los confabuladores cristianos adoraban de manera irracional. “In hoc signo vinces”, llegó a leer Constantino sobre aquella figura antes de despertar y mandar a hacer de aquella extraña cruz su estandarte de batalla.
Constantino derrotó a Majencio, y tras su triunfo decretó el fin de la persecución a los cristianos, que morían en los circos para entretener a Roma. Sin embargo, no fue hasta poco antes de morir que el emperador pidió ser bautizado para, finalmente, entregarse al dios que le concedió su victoria. Constantino I tenía indudables dones de gobernante, pero también de profeta. Al menos a esa creencia se aferraban los habitantes de Constantinopla en 1453, mientras eran asediados por los poderosos cañones del sultán otomano Mehmed II. “Mientras la luna brille, la ciudad no caerá”, contaban que había profetizado el fundador de la llave de Oriente. Por eso, no importaban la fiereza de los asaltos de los jenízaros, ni los cañonazos de los orbones sobre las murallas, ni los barcos infieles hábilmente movidos por tierra hasta el Cuerno de Oro, ni las demoras del apoyo de occidente, ni el cansancio del puñado de mercenarios genoveses que defendía este bastión de la cristiandad. La luna brillaba. La ciudad estaba a salvo. En la noche del 24 de mayo un eclipse lunar sumió en la total oscuridad a Constantinopla durante tres horas. Sus defensores cayeron en la desesperación. De acuerdo con la profecía, la Segunda Roma estaba próxima a caer. Y así fue, cinco días después.
Filotes
En no pocas ocasiones, el día y la noche funcionan en una lógica elemental de antípodas. Por ejemplo: sólo cuando bajo la claridad del sol se desata la barbarie, en la noche parecen emerger las pasiones más nobles de nuestra especie. Si durante el día la guerra contrapone a los hombres en una gesta brutal, digna de cantares, de noche esta épica clásica se disuelve, revelando esa otra que siempre será mayor porque enfrenta al héroe con su condición humana. Tal vez, el primero en demostrar esta singularidad haya sido Homero al hacer que Aquiles —el semidiós imbatible que hacía de los hombres “pasto de los perros y las aves todas”— no encontrara su humanidad en el combate diario ni en la flecha que más tarde atravesaría su talón, sino en la noche en que apareció en su tienda un dolido Príamo para suplicarle por el cadáver de su hijo. Sin embargo, la Historia cuenta también con sus ejemplos constatables, como lo sucedido en las sangrientas trincheras de los Campos de Flandes la noche del 24 de diciembre de 1914, durante la Primera Guerra Mundial. Ese día, como todos, había sido de cruentos combates. Pero al llegar la noche, los ingleses quedaron boquiabiertos cuando las tropas alemanas, en vez de contestar con balas a sus ataques, respondieron ¡con un inmenso coro de villancicos! El inusitado hecho hizo que ambas tropas se encontraran en un punto equidistante de sus trincheras y pactaran una tregua no oficial, a espaldas de sus correspondientes altos mandos militares. Durante esa madrugada, los enemigos bebieron juntos y así, abrazados y sonrientes, posaron para las fotos. Como dicta la tradición, intercambiaron regalos, o lo que puede considerarse como tal en un campo de batalla: cascos, comida, relojes, botas. Luego, entre todos, enterraron a sus muertos y celebraron misas fúnebres que oficiaron sacerdotes en inglés y alemán. El único enfrentamiento ocurrido fue un amistoso partido de fútbol, deporte en el que los británicos ya eran expertos y los teutones unos habilidosos primerizos. Los reportes periodísticos de aquella extraña paz llegaron a oídos de los comandantes que desde Londres y Berlín se juraban la muerte mutuamente, de manera que no pasó mucho tiempo antes de que se decretara el fin de la tregua. Al llegar la primera mañana después de Navidad, los mismos hombres que alguna vez se hermanaron, como si todos defendieran una misma bandera, volvieron a sus trincheras como enemigos.
Imagen de portada: La visión de Constantino y la batalla en el Puente Milvio, manuscrito bizantino de Grégoire de Nazianze, siglo IX. Bibliothèque nationale de France.