A partir de un verso de Darío Jaramillo
Animalejos
insidiosos o inocuos,
pero, ante todo, diminutos,
o, por lo menos, discretos. De varias patas
o ninguna, redondos o alargados, con
o sin ojos, con o sin dientes, asexuados
o calientes, procreativos. Sobre todo
invisibles o bien ocultos, invertebrados
(por suerte), inveterados. Desde siempre
nos habitan, huéspedes y nosotros, anfitriones,
no podríamos vivirnos solos, mantenernos.
Somos ellos: son nosotros. No hay dualismo
ni monismo. Todo parasitario,
todos parásitos: hay
más células de microbios
que células humanas en el cuerpo.
Bacterias sobre todo,
rumiantes, pastando
en las estepas del intestino,
virus, también, perfectos
como semillas de castaños.
Y dónde,
en todos lados
y cuándo,
siempre:
la ameba indecorosa,
el demodex alienígena,
anquilosoma, tricocéfalos,
la triste solitaria.
Todos nauseabundos al microscopio:
aparatosos, necesarios
microorganismos patógenos y comensales,
rumiantes animalillos
simbióticos, simbólicos.
Holgazanes, vividores
de este cuerpo para ellos universo,
con sus nebulosas de células,
infiernos de ácido, para ellos
tierra fértil, paraíso
de sangre en movimiento.
Pero esto que también me habita
algún día se mudará de cuerpo,
me moriré, me comerán de adentro
para afuera, clostridia, coliformes
(se muere siempre
de adentro para afuera,
del centro al diámetro,
de la sangre al nombre).
Esto que también me habita
soy yo, parte por parte,
perviviendo
con la irresoluta sentencia
de la vida eterna o al menos
más larga que la mía,
diminuta, rapaz y carroñera,
después de la muerte.
Imagen de portada: Carabus intricatus. Fotografía de Udo Schmidt, 2019