Todos los 23 de septiembre —la fecha del aniversario de boda de los Tolstói—, a no ser que algo lo impidiera, Sofia cumplía un pequeño ritual. Después de vestirse y acicalarse como requería la ocasión, seleccionaba un lugar al aire libre de Yásnaia Poliana, tomaba su cámara Kodak de gran formato, preparaba el encuadre y estudiaba la luz de la escena. Luego, acompañada del autor de Anna Karénina, posaban los dos juntos frente al objetivo. Cuando Tolstaia daba la señal, alguien se encargaba de apretar el disparador. El último de estos retratos de pareja data de 1910, y casi dos meses después Lev Tolstói moría en una estación de tren en Astápovo tras su intempestiva huida del hogar. Parafraseando el íncipit de su célebre novela sobre una infidelidad conyugal, el matrimonio Tolstói era desgraciado a su manera. Después de la profunda crisis existencial en la que se sumió el escritor en la década de 1870 —y que en Confesión describiría como un despertar espiritual igual de intenso—, sus creencias mutaron hasta convertirse prácticamente en antagónicas a las de su esposa. Sus diferencias en cuanto a ideas políticas, religiosas y el modo de organizar los asuntos familiares fueron desgastando su vida en común, y el fervor de los seguidores del autor, con suficiente poder para inmiscuirse en su rutina cotidiana, acabó por distanciarlos. Aun así, a pesar de que Sofia no entendiera la devoción de Tolstói por los campesinos, la voluntad de éste de ceder sus derechos de autor al pueblo, en lugar de a sus hijos, o su repudio público de la Iglesia ortodoxa, no dudaba en alzarse a favor de su marido. Sin embargo, tan alejados estaban ya entre sí que ni siquiera compartían la concepción sobre la finalidad del arte: para Lev, tenía que servir a fines sociales; para Sofia, a inquietudes espirituales. En ese último retrato no asoma ningún indicio de la tempestad que se desencadenó en una madrugada de octubre y precipitó la partida hacia el sur del autor de Guerra y paz, a no ser que interpretemos sus miradas perpendiculares, que ni siquiera en el horizonte se cruzan, como un signo velado del abismo abierto entre los dos. Casi de perfil, vestida de colores claros, Sofia lo toma de la mano y el brazo izquierdos y lo observa con afecto, mientras que él, con la mano que le queda libre metida en el bolsillo de su camisa campesina, opta por mirar a la cámara con una expresión un tanto arisca. “Una vez más, una petición para tomarnos una fotografía en la pose de cónyuges amorosos”, anotó Lev en su diario.
No es fácil descubrir que muchas de las imágenes icónicas de Tolstói son obra de su esposa. Si consultamos la página de créditos de la mayoría de ediciones en español —por no decir todas— que ilustran sus cubiertas con un retrato del autor, no suele aparecer referencia alguna al origen de la imagen o, si se han tomado la molestia de hacerlo, como mucho se limitan a agradecer al Museo Estatal Lev Tolstói de Moscú la cesión del material. Se puede afirmar que ésa es la tónica habitual en todo cuanto atañe a Sofia, la esposa fiel y maldita. La fama de causante, en gran medida, de la crisis final de su marido la ha perseguido hasta una fecha muy reciente. Pero ella era muy consciente de cómo no quería ser vista en el futuro. En una carta del 12 de octubre de 1895 dirigida a su marido, le escribió:
¿Por qué siempre me tratas tan mal cuando me mencionas en tus diarios? ¿Por qué deseas que las futuras generaciones y nuestros propios nietos vilipendien mi nombre como el de una esposa voluble y malvada que te hace infeliz? […] Me prometiste que tacharías esas palabras rencorosas referidas a mí en tus diarios. Pero no lo has hecho, todo lo contrario. ¿O es que temes que tu gloria póstuma sea menor si no me retratas como una torturadora, y a ti mismo como un mártir acarreando una cruz en la persona de [tu] esposa?
Mientras traducía al español su novela ¿De quién es la culpa? (por encargo de la editorial Xordica), me encontraba en Israel con una beca de doctorado. Ya desde el principio me di cuenta de que todo lo relacionado con Sofia requería un esfuerzo añadido. Localizar la edición rusa de la novela acarreó meses de gestiones. A cualquier biblioteca que acudía buscaba su nombre en el catálogo. En la Biblioteca Nacional de Jerusalén encontré una edición de 1945 de Tolstoy and His Wife, de Tikhon Polner —cuyo título revelaba claramente el papel que otorgaba el autor a Sofia, “la mujer de”— y Song Without Words: The Photographs and Diaries of Countess Sophia Tolstoy, un cuidado estudio de su faceta como fotógrafa a través del más de un millar de placas que Sofia disparó entre 1885 y 1910, muchas de ellas inéditas hasta la publicación de ese libro de 2007, a cargo de la editora gráfica de National Geographic y comisaria Leah Bendavid-Val. Al ver esas imágenes hubo, para mí, un antes y un después, pues transmitían una frescura y sensibilidad —una modernidad, diría incluso— poco habitual para la época, y menos por parte de una mujer. No sólo me sorprendió la delicadeza de su serie de imágenes tomadas en el Cáucaso, cuando durante varios meses cuidó de su marido convaleciente, sino, sobre todo, sus autorretratos antes de la actual era de las selfies. De ellos se desprende la necesidad de una mujer de tomar distancia emocional de sí misma y de autoafirmarse, eclipsada como estaba tanto por la figura de su marido como por el cuidado de ocho de los trece hijos que parió y sobrevivieron, y la exigente gestión de la hacienda y la economía familiar. Sofia instaló un laboratorio en su casa. Ella, que había aprendido técnicas de positivado a los dieciséis años con la ayuda de un amigo del padre, retomó esta disciplina con entusiasmo en la década de 1880. La música y la fotografía fueron su refugio de la tensión de su matrimonio, así como los espacios de libertad creativa que la ayudaron a satisfacer su naturaleza enérgica y vital. Los retratos familiares y de la vida en Yásnaia Poliana se convirtieron en una prolongación de sus diarios. O, mejor dicho, en un complemento, pues decía reírse cuando leía sus propias entradas, porque en ellas aparecía como “la mujer más desdichada del mundo”. “Siempre escribo en mi diario cuando discutimos”, aclaró a continuación. La imagen que quiso transmitir de sí misma y de Lev es especialmente interesante, porque se dio en los albores de la construcción iconográfica de la figura social de los escritores, que sería tan relevante en el siglo pasado, y aún en el presente. En ese cometido Sofia competía con su acérrimo enemigo, Vladímir Chertkov. Éste también instaló un laboratorio en la hacienda, compró el equipo fotográfico más moderno —también para tomar instantáneas con una cámara oculta— y contrató a un asistente inglés. Ambos eran conscientes, como dice Goffredo Fofi en Portrait of the Writer: Literary Lives in Focus, de que “los retratos nos permiten comprender mejor a los escritores que amamos (o tal vez detestamos): vemos sus dudas, su vanidad, a menudo comprendemos mejor su obra. Se nos brinda la oportunidad de juzgar, absolver o condenar”. Por eso Sofia se centró en destacar el Tolstói familiar e íntimo, y Chertkov, por su parte, en inmortalizar al filósofo, predicador y activista. ¿De quién es la culpa? fue otra manera que encontró Sofia Tolstaia de rebatir las contradicciones en las que incurría su marido entre la teoría que predicaba y su vida real. Sonata a Kreutzer (1889), su novela sobre el amor carnal y las relaciones sexuales en la pareja, fue la gota que colmó el vaso. Además, la interpretó como un ataque público y despiadado contra ella, aunque luego se presentara en persona ante el zar para pedirle que levantara la prohibición para que viera la luz. Temerosa de que las habladurías mancillaran su reputación a los ojos de su propia familia, entre 1892 y 1893 escribió en unos cuadernos escolares esta novela inspirada en su experiencia matrimonial. Aún hoy resultan tristemente modernos los títulos que barajó para su obra: Una mujer asesinada más o Cómo los maridos matan a sus esposas. Tanto sus hijos como sus amistades la convencieron de no publicarla. El manuscrito se imprimió por primera vez en 1994, en la revista Oktiabr. El escaso interés que despertó entonces se debió a que en ese momento en Rusia se vivía con grandes penalidades, entre las humeantes ruinas de la extinta Unión Soviética. Tolstaia fue muy generosa en el tratamiento del personaje femenino, Anna, que se casa con un noble mayor que ella, el príncipe Prózorski, después de que éste llevara una vida muy disoluta. Anna aparece como la joven ideal, pura y noble frente al animal libidinoso que es Prózorski, que en la primera noche después de la boda ya abusa de ella. El amor sensual de él no llenará a Anna, que encontrará en un pintor diletante y enfermo la comunión espiritual a la que aspira. En un ataque de ira, movido por los celos, Prózorski asesinará a su inocente esposa, que siempre le fue fiel. Para Tolstaia, esa muerte representa la derrota del ideal del amor entre iguales y la anulación de la mujer en el matrimonio, en manos del marido. Si en Sonata a Kreutzer se acusa a ambos cónyuges de la deriva infeliz que toma su matrimonio, en ¿De quién es la culpa? es el marido quien carga con toda la responsabilidad. Sofia Andréievna Behrs podría ser recordada por cualquiera de sus múltiples facetas intelectuales, ya fuera como escritora, memorialista, fotógrafa, editora o traductora. No se limitó a ofrecer apoyo emocional a su marido y a propiciar las condiciones para que pudiera concentrarse en sus proyectos literarios —las obras completas de Tolstói ascienden a más de noventa volúmenes—, sino que también fue su primera lectora y crítica, además de copista de sus textos, guardiana de sus manuscritos, correctora y editora. Es evidente por su correspondencia y las entradas de sus diarios que, aunque ella valoraba su talento creativo, siempre se sintió cohibida por el papel que la sociedad, como mujer, le había impuesto. Consideraba que las oportunidades para manifestar su propio talento se veían constantemente frustradas, tanto por la abrumadora sombra que proyectaba su marido sobre ella, como por los deberes que se le exigía como esposa y madre. En su diario el 16 de junio de 1898 anotó:
¿Por qué no hay genios que sean mujeres? No hay escritoras, artistas, compositoras. Porque toda la pasión y las habilidades de las mujeres enérgicas se destinan a sus familias, a su amor, a sus maridos y, sobre todo, a sus hijos. Todas las demás habilidades están atrofiadas. Una vez que la maternidad y la crianza han terminado, entonces sus necesidades artísticas se despiertan, pero entonces ya es demasiado tarde para desarrollar algo en su interior.
Imagen de portada: Sofia Andréievna Behrs, 1911