Me preocupa. Llevo diez, quince minutos frente a la carta y no soy capaz de elegir algo. Ojalá fuera por un exceso de entusiasmo, simplemente no entiendo. Está escrito en español, pero todo es demasiado metafórico. Dice, por ejemplo, que cierto platillo está preparado a lo pobre, pero luego veo el precio y no me lo parece. Dice también leche de tigre, lo cual necesariamente tiene que ser algo distinto a la tetilla supurante de un gato, pero no encuentro una explicación detallada en la carta. Dice —último ejemplo— toro con mostaza, pero el toro, adivina el lector, en realidad no es toro. Es como un poemario ambicioso: todo está en el texto; todo está, también, fuera. La vida es movimiento, dice el menú lírico en el prólogo. En el fogón se conjuran las sangres. En el fogón cantan los pueblos. Intuyo por dónde va la cosa, pero me falta paciencia. Vengo del tráfico, casi perdemos la reservación porque todas las calles están atascadas y porque manejar en Lima, Perú, siglo XXI, es un riesgo. Los conductores ensayan maniobras ágiles y violentas para un examen que —nadie les ha avisado— no tendrán que presentar nunca. Llegamos apenas, preocupados porque no sabíamos cómo estarían vestidos los otros, sin saber si esta casa de tres pisos es a donde veníamos: no encontramos ningún letrero. Anunciamos el nombre de la reservación y la recepcionista, muy seria, nos guía escaleras arriba. Entonces nos grita a la cara: ¡MAIDO! Antes de poder contestar: sí, lo sabemos, un coro de meseros y cocineros le devuelve una contraseña, un grito que, en mi turbación, no registro. Recuerdo, mientras nos sentamos a la mesa, otra tarde en un restaurante japonés, fuera de México, donde encontré a un paisano que preparaba los platillos al otro lado de la barra. Le escuché gritar los nombres en japonés de cada una de sus creaciones delicadas. Ahí descubrí que, sin importar la lengua, uno siempre puede hablar como mexicano. Quería que el tipo me hablara en español. Me le quedaba viendo a los ojos, esperando desatar una complicidad nacional, quizá conseguir alguna entrada gratis. El mexicano me devolvía la mirada, sonreía, pero nunca me habló en nuestro idioma. Siguió soltando frases en japonés-poblano, pero los gritos se volvieron, si cabe, más ajenos. Algo así sentí en Maido, el segundo mejor restaurante de América Latina, el décimo del mundo, según la lista más famosa: pese a que nos recibieron cinco meseros, pese a que uno estaba encargado de meter la silla, otro de colocar las servilletas, otro de servir agua, no me parecía que ninguno fuera el nuestro. Desaparecieron pronto, lo cual fue raro, dado que el salón era pequeño y estábamos rodeados de espejos. Pasaban, alrededor, demasiadas cosas. A mi izquierda, una chica comía a cucharadas de un plato lleno de cubos de hielo. Detrás de mí había una cuadrilla de cocineros, todos con la misma boina negra, Nike, que blandían un soplete preciso en la preparación de un huevo pequeño. Delante, en la entrada, apareció un viejo de barba de candado blanca y lentes oscuros como de productor pornográfico, circa 1975. Lo acompañaban dos mujeres más jóvenes. Se sentaron en la mesa de la esquina que me quedaba más cerca y de vez en cuando volteaba a verlos: el tipo nunca se quitó los lentes, comía, bebía, sonreía. Era feliz, y el capitán de meseros no se le despegaba, como si buscara contagiarse de algo. Tendría que describir, más bien, el restaurante, la cocina, el ambiente, pero no se me ocurre cómo. No hay música, no hay mucho ruido, la luz está encendida, la única decoración que distingo es un gatito blanco de porcelana sobre la barra y dos conchas de mar, que podrían ser de cerámica. Me distrae de nuevo la gente. Dos mesas más allá, un tipo del que sólo veo la espalda trae puesta una playera negra con una calaca dibujada. Leo debajo: Have a Nice Life. Vuelvo al menú. Estamos en flujo constante, dice, como lo están la Tierra, las mareas, las bacterias, la luz, la sangre de nuestros cuerpos, el color y las semillas. Me parece valiente que la carta de un restaurante repita por segunda vez la palabra sangre e incluya a las bacterias. Logro entender, hacia el final, que el Maido pertenece a la cocina nikkei: la conjunción feliz de lo japonés y lo peruano. Pienso que ahora sí tengo el herramental para batirme con el menú, pero a quién engaño. No entiendo, ni siquiera, lo que significa cada ingrediente. Esta lengua es un misterio, me digo, y me avergüenzo como cuando miro un árbol y soy incapaz de nombrarlo, o un pájaro que cruza el cielo. Dejo que alguien más elija por mí. Y alguien más escoge por ese alguien, porque sin que nadie lo haya pedido llegan a la mesa unos crutones mínimos con panceta. Es, según escucho, un otoshi de bienvenida. Después vendrá el sashimi de salmón. El mesero —aunque seguro se les conoce aquí con otro nombre— nos dice que podemos probarlo con la salsa señalada, que parece soya, sabe a soya, pero a la cual, por supuesto, no se refiere como soya. Lucho para atrapar el pedazo de pescado entre los palillos. A continuación, dos platos de cebiche. Una semana después seguiré sin conocer la diferencia con el ceviche; lo habré visto escrito de las dos maneras en pizarras, menús y guías a lo largo de este país extraño y escarpado. Tampoco aprenderé la diferencia entre una llama y una alpaca, pero no por falta de interés. Le preguntaré a varios peruanos pero todos me darán respuestas contradictorias, esquivas. Una chica venezolana me advertirá, con terror en los ojos, que por nada del mundo les vaya yo a decir llamas. Imagino que detrás hay una historia más o menos triste, de alguien que trata de esconder de dónde es, o de parecer de otro lugar, y su lengua lo traiciona. Descubro, mientras, que el ingrediente fundamental del cebiche es la leche de tigre. Es, por decirlo de manera prosaica, el jugo del platillo, el caldo que se forma con sal, cebolla, apio, cilantro, limón, chile y el propio pescado. En este caso es más bien leche en polvo: el jugo está nitrogenado, se vuelve líquido en la boca. Reconozco de inmediato que es un platillo exquisito, que los cocteles con cátsup del futuro me sabrán a poco. Mientras lo pienso, mi vaso de agua fría suda y alguien lo nota: un hombre llega en silencio, levanta el vaso, seca la mesa, desaparece. Luego viene el nigiri a lo pobre. Una especie de trapecio de arroz con un pedazo de filete encima, y de corona, el huevo de codorniz que antes vi sometido al fuego. Está inyectado, me aclara el mesero. No entiendo de qué, pero para este punto ya tampoco hago muchas preguntas. Muerdo, siento algo duro en la parte de atrás de la muela, como si acabara de masticar una piedra. Me parece un error, porque duele, y en la carta todo era sensualidad y goce. Pero no digo nada porque creo que el mesero pensará que me hago el gracioso. Me siento también sin derecho. Después vendrá una crepa enorme: debajo se esconden unos dumplings. Interrumpo el festín para ir al baño. Compruebo que en Perú no existe el señor de los condones y las mentas, por lo menos no en este restaurante, y que el dispensador de jabón y toallas de papel es el mismo que he visto en mi vida anterior —mediocre y feliz— en sitios menos destacados, como el Cinépolis. La normalidad suele encontrar formas de invadir lo extraordinario. Regreso a la mesa para el último platillo: un asado de res que, según el mesero, se corta con cuchara. Suena excéntrico, pero este hombre le quita el misterio a todo. Es un decir, aclara. A lo que se refiere es que la carne lleva más de cincuenta horas cocinándose. Tiene toda la razón: es tan suave, y algo en el proceso de cocción debe emparentarla con la barbacoa mexicana bajo tierra o el brisket gringo, ahumado toda la noche, porque me sabe parecido. Me pregunto entonces si todos los platillos comienzan como una receta popular que se refina, o si, al contrario, escapan de las cocinas del palacio y encuentran, con los años, su lugar en la calle. Mientras, en la mesa de junto, una pareja de españoles se toma de la mano. Pienso: estoy feliz y satisfecho. Pienso también: no volveré acá nunca; tampoco voy a olvidarlo. Si acaso, el lugar destacado en la lista mundial de restaurantes, los gritos en japonés y la carta inexpugnable sirvieron a un propósito sencillo: obligarnos a poner, esa noche, más atención, que no es sino una forma extraña y poderosa de fijar el cariño.
Imagen de portada: Fotografía de Cathrine Lindblom Gunasekara