Los científicos locos han capturado la imaginación de los escritores de ciencia ficción, los cineastas, los moneros y los artistas: son parte integral de la cultura pop del siglo XXI. Algunas veces son distraídos y entrañables, como el doctor Emmett Brown en la película ochentera Volver al futuro; otras veces son malvados y tratan de dominar el mundo, como el protagonista de El Satánico Dr. No. Todos son geniales, viven en su mundo e ignoran a los demás, como Sheldon Cooper en la serie televisiva The Big Bang Theory. Este tipo de representaciones mediáticas ha determinado el modo en que imaginamos a los científicos, como demuestra un experimento que llevó a cabo el sociólogo David Wade Chambers en 1983. Él le pidió a un grupo de niños que dibujara a una persona que hace ciencia (“draw a scientist”). La mayoría dibujó a un hombre (solamente algunas niñas a una mujer) trabajando en un laboratorio, con bata blanca, cabello canoso y alborotado, y lentes con fondo de botella. El científico aparecía rodeado de matraces y complicados artefactos. Cuando se le preguntó a los niños cómo era el carácter de los científicos, contestaron que eran distraídos, muy inteligentes y que generalmente están locos. Para muchos, la genialidad va a la par de la locura. Aunque en el siglo XXI esta representación rara vez corresponde a la realidad, se forjó a lo largo de los años con elementos provenientes de científicos reales o ficticios que dejaron una huella profunda en el imaginario popular.1 En enero de 1818 nació el primer científico loco de la literatura: Victor Frankenstein, el personaje principal de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley (1797-1851), que se ha convertido en un mito contemporáneo. Victor Frankenstein, un estudiante de ciencia, trabaja día y noche para darle la “chispa de la vida” a un cuerpo inerte hecho con partes de cadáveres. Después de lograr su objetivo, se arrepiente profundamente de haber creado al monstruo. Enferma y entra en un estado de delirio por varios meses, intentando en vano olvidar a su creación, pues la criatura aparece una y otra vez para vengarse de él. Algunos críticos se preguntan cómo es posible que Mary Shelley haya concebido unas imágenes tan terribles. La respuesta es que probablemente la joven presenció algunos experimentos científicos aterradores. Entre ellos los del científico italiano Giovanni Aldini (1762-1864), quien hacía demostraciones públicas descargando electricidad a los cadáveres de criminales ejecutados de la prisión de Newgate. Los cuerpos y las caras de los convictos se contorsionaban de maneras terribles frente a los transeúntes de las nubladas calles de Londres. Después de la publicación de Frankenstein, el estereotipo del científico loco se repitió varias veces en la literatura del siglo XIX, por ejemplo, en “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” de Edgar Allan Poe (1809-1849), que se publicó en varias revistas estadounidenses sin especificar que era una historia ficticia. En este relato, un médico decide experimentar con el “mesmerismo”, una variante del hipnotismo que era popular en la época, para ver si se podía retrasar el deceso de una persona en articulo mortis. El señor Valdemar, un amigo con una enfermedad terminal, acepta ayudarlo con el experimento. Cuando está a punto de morir, el médico usa sus “artes mesméricas” para mantener al paciente entre la vida y la muerte por varios meses, sin sentir remordimiento alguno cuando el paciente le pide que lo deje morir. Podemos encontrar a otro científico memorable en la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y el señor Hyde de Robert Louis Stevenson (1850-1894). Jekyll, un respetado médico, desarrolla una pócima que separa la parte buena y la mala de una persona. Cuando él mismo bebe la pócima, se convierte en Edward Hyde, un criminal capaz de horribles actos de violencia. Hay un juego de Doppelgängers en el que Jekyll y Hyde se confunden y se reflejan el uno en el otro. Algo parecido sucede con Sherlock Holmes y su archienemigo James Moriarty en los relatos de Arthur Conan Doyle (1859-1930). En ellos, el autor describió al famoso detective londinense como un científico excéntrico, brillante, poco sociable y aficionado a los experimentos de química. Sin embargo, el científico más loco de estas historias es Moriarty, un matemático que trabaja en una de las mejores universidades inglesas, con una brillante carrera por delante. Sin embargo, “una cepa criminal corría por su sangre, lo cual lo hace infinitamente peligroso por sus poderes mentales”. Sin duda, Moriarty, quien logró matar a Holmes en “El problema final”, es uno de los científicos locos más memorables de la literatura victoriana inglesa. El estereotipo del científico loco se modificó durante la Segunda Guerra Mundial cuando nació el Proyecto Manhattan, que tenía como objetivo construir una bomba atómica. Para trabajar en este proyecto secreto, situado en el laboratorio de Los Álamos, Estados Unidos, se reclutó a varios de los científicos más brillantes de la época. Entre los participantes estaba Albert Einstein (1879-1955), quien revolucionó la física con los tres artículos que publicó en 1905, su “año milagroso”. Albert Einstein determinó la imagen del científico loco en el siglo XX, no sólo por su inteligencia, sino por su aspecto físico: todos hemos visto la fotografía en la que aparece con el cabello blanco y alborotado, sacando la lengua, en un gesto que lo hace ver un poco loco.2
Entre las obras literarias situadas en este periodo podemos mencionar En busca de Klingsor de Jorge Volpi, que, basado en una extensa investigación sobre la historia de la física de los primeros años del siglo XX, crea una novela en la que la verdad resulta elusiva. En ella, Albert Einstein trabaja para el ejército de Estados Unidos con la misión de encontrar a Klingsor, el asesor científico de Hitler. Este misterioso personaje representa la inteligencia puesta al servicio del mal. Otro de los personajes reales que aparecen en la novela de Volpi es Kurt Gödel (1906-1978), uno de los matemáticos más importantes de todos los tiempos, famoso por demostrar que los fundamentos de las matemáticas son menos sólidos de lo que se pensaba. Los temas con los que trabajaba Gödel eran sumamente abstractos, y requerían una mente lúcida para entenderlos. Sin embargo, además de brillante, era paranoico y pensaba que lo querían envenenar. Solamente comía aquello que su esposa Adele le preparaba y hacía que ella probara toda su comida antes que él. Cuando Adele no pudo continuar preparando los alimentos de Gödel, el matemático se negó a comer y murió de inanición; pesaba apenas 32 kilos. Otro científico genial que sufrió enfermedades mentales fue John Nash (1928-2015), Premio Nobel de Economía 1994, quien realizó contribuciones brillantes a varias áreas de las matemáticas. Nash empezó a tener delirios y fue diagnosticado con esquizofrenia. Entre otras cosas, escuchaba voces y pensaba que todos los hombres con corbatas rojas eran comunistas y querían matarlo. Además, estaba convencido de que los extraterrestres se comunicaban con él a través del diario The New York Times. Después de un largo periodo en el que deambulaba delirante por los pasillos de la Universidad de Princeton, Nash tuvo otro periodo de lucidez, regresó a su investigación y poco antes de morir recibió el Premio Abel, una de las preseas más importantes del mundo matemático.3 No hay duda de que el científico contemporáneo que más cautivó la imaginación del público del siglo XXI fue Stephen Hawking (1942-2018), famoso por sus importantes contribuciones a la teoría de la relatividad y al estudio de los agujeros negros. Hawking no sufría enfermedades mentales, sino esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad que paralizó su cuerpo y lo confinó a una silla de ruedas. Pero, ¿qué hizo que Hawking resultara tan entrañable para el público? El matemático inglés Roger Penrose nos da una pista en “Mind over Matter”, el obituario que escribió para despedirse del científico británico: “la imagen de Stephen Hawking, quien murió a la edad de 76 años, en su silla de ruedas motorizada, con su cabeza ligeramente contorsionada hacia un lado y las manos cruzadas para manejar los controles, fue un verdadero símbolo del triunfo de la mente sobre la materia. El impedimento físico parecía compensar su inteligencia casi sobrenatural que permitía que su mente vagara libremente por el universo, revelando algunos de los secretos escondidos para las mentes de los mortales ordinarios”. Hawking representa la imagen del cyborg científico que puede prescindir del cuerpo para dedicar toda su energía a pensar. En este pequeño recorrido hemos visitado a algunos de los científicos locos más célebres, pero la historia continúa, pues seguramente el siglo XXI nos sorprenderá con algunos nuevos miembros de la estirpe de los dementes, que explorarán los rincones más recónditos del universo.
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David Wade Chambers, “Stereotypic Images of the Scientist: The Draw a Scientist Test”, Science Education, número 67, 1983, pp. 255-265. ↩
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Michio Kaku, Einstein’s Cosmos: How Albert Einstein’s Vision Transformed Our Understanding of Space and Time, Great Discoveries, Nueva York, 2005. ↩
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Sylvia Nasar, A Beautiful Mind, Simon and Schuster, Nueva York, 1998. ↩