¿De cuál de todos los viejos cabrones de la familia están hablando?, hubiera querido preguntar en la reunión de primos de mi papá cuando empezaron a contar anécdotas de un tal “viejo cabrón”. Después de unas tazas de café, entendí que estaban hablando del bisabuelo, que un buen día decidió dejar a toda su familia.
No fue fácil saber que se referían a él porque mi abuela paterna nunca lo mencionó, al menos no a mí. Sigo sin corroborarlo, pero según escuché decir, ella ni siquiera lo recordaba y apenas lo conoció. Desde ese día me rondó por la cabeza la intención de juntar las piezas desperdigadas de ese rompecabezas y hacer menos profundo el absoluto silencio de mi abuela, de “Daysita”, como le decían de cariño.
Mi abuelita Daysi fue el pegamento de una casa-familia que se reunía para almorzar los domingos, tomar café cualquier tarde, pasar las navidades, celebrar graduaciones y demás sucesos importantes durante toda mi infancia y adolescencia. La relación con ella la compartía con todos mis primos, pero la manera de buscarme un lugar diferente fue dedicarle atención al “Bazar Variedades”, la tienda de chucherías que mi abuela atendía desde su propia casa en barrio Luján.
Cuando yo estaba en esa casa, apenas sonaba el timbre, gritaba: “¡Yo atiendo!”. Me tomó años que mi abuelita me dejara atender sola a sus clientes. Dediqué horas a observar cómo se enseñaba la mercadería según el tipo de regalo que la gente andaba buscando. La vi abrir con llave una gaveta de madera donde guardaba monedas y billetes en una bandeja roja compartimentada, apuntar en un cuaderno lo vendido y dar vuelto haciendo cálculos mentales. Lo primero que me dejó hacer fue envolver en papel de regalo lo que sus clientes compraban. Cuando se percató de que yo podía hacer sumas y restas mentalmente sin equivocarme y dar de forma correcta los vueltos, me empezó a dejar a cargo del bazar. Al final de estas visitas, ella me daba un billete de 5 colones para que me “comprara un confite” o salíamos a la pulpería de la esquina de su casa y me compraba un helado de palito.
Abuelita Daysi siempre me revisaba los lóbulos de las orejas para comprobar que llevaba aretes y en la sobremesa del almuerzo, si me tenía a la par, me acariciaba las manos y me decía “mis manos de pianista”. Un día, no mucho después de haber entrado a primer grado de primaria, me atreví a preguntarle si le podía contar un secreto. Sus ojos dulces, caídos y profundamente negros me miraron con curiosidad. Cómplice, me escuchó decirle que yo quería ser escritora y que ya estaba trabajando en mi primer libro. “¿Cómo va el libro?”, me preguntaba de vez en cuando si nos encontrábamos a solas; a veces incluso me llamaba por teléfono para preguntarme: “¿Qué estás escribiendo, Paula?”. Este siempre fue nuestro secreto, pero había algo que solo ella sabía y yo no, un algo que hizo que no le sonara raro mi deseo de escribir.
Ser la nieta de Daysita también fue mi carta de entrada al Ballet Clásico Flor del Carmen Montalbán, al cual atendí como becaria desde mis 5 hasta mis 19 años. “Tía Flor”, como le decía yo, era la viuda de Carlos, uno de los hermanos mayores de mi abuelita. Ese tío fue quien le regaló a mi papá una edición de 1918 del libro Del momento fugaz, una serie de relatos escritos por el bisabuelo Leonardo —el tal “viejo cabrón”—, que fue publicado en San José por Falcó & Borrasé editores. Mi papá, motivado por mis insistentes preguntas sobre el bisabuelo, me lo regaló el 2 de setiembre de 2014 y en la dedicatoria me contaba que el libro venía de su tío Carlos, quien a su vez lo había recibido del abuelo Leonardo.
Leer Del momento fugaz no se sintió nada fugaz, al contrario, sentí el peso de una historia contada a retazos en esos encuentros familiares. Además, sentí el dolor del silencio de mi abuela que muchas veces encontré en sus ojos dulces, caídos y profundamente negros, pero tristes a la vez. Y al mismo tiempo sentí curiosidad por esa persona que escribió sobre ciudades y personajes de Costa Rica y Nicaragua. Quise saber algo más de él, de Leonardo, el bisabuelo-viejo-cabrón, conocerlo de alguna manera.
Tres meses después del regalo de mi padre, en diciembre de 2014, ya tenía convencidas a dos amigas, las Teres, de ir a Nicaragua por tierra. El objetivo del viaje, aparte de vacacionar y pasar el fin de año con ellas, era ir hasta Chichigalpa, el pueblo en el que nació ese bisabuelo.
Con las Teres decidimos que era mejor alquilar un carro para realizar nuestra travesía, nos daría autonomía y flexibilidad. Salimos el 27 de diciembre en dirección al noroeste, 290 kilómetros del centro de San José hasta Peñas Blancas, el puesto de control migratorio en la frontera de Costa Rica con Nicaragua.
De camino, las Teres me escucharon contarles lo que sabía del bisabuelo-viejo-cabrón, como que fue escritor, periodista, director de periódicos y aficionado a la historia. También que nació en Nicaragua, que anduvo viviendo por Centroamérica y visitando México. Además, que en Costa Rica se casó con mi bisabuela, Lelia Zeledón, y tuvo con ella seis hijos: Leonardo, Carlos, Gertrudis, Mercedes, Dafne y Daysi, mi abuela, la menor. Y que había oído, en aquella reunión de primos, que siendo mi abuela muy niña él se fue a Nicaragua y nunca más volvió.
Después de pasar el control fronterizo, seguimos por otros cien kilómetros hacia el norte hasta llegar a la ciudad de Granada, nuestro primer destino. Luego de tres noches ahí, viajamos diecisiete kilómetros para pasar brevemente por Masaya y retomamos la carretera por unos 45 minutos, aproximadamente veintiséis kilómetros de un camino plano y en una aparente línea recta hasta llegar a Managua.
Durante esos días, las Teres me escucharon contar que las hermanas de mi abuela sabían que eran “las hijas del Sr. Montalbán”, quien fue director del Diario de Costa Rica. Al menos eso pensaba yo haciendo conjeturas. Me daba la impresión de que en los ochenta, en el San José de barrio Luján, barrio Vasconia, Paseo Estudiantes, Avenida 10 y alrededores, las mujeres como mis tías abuelas siempre andaban peinadas de salón de belleza, mantenían el pelo corto, pero se lo peinaban de manera que les quedaba un casquito redondo sostenido por el mágico andamiaje de muchos mililitros de laca. Nunca tuvieron canas, todos los días sin falta se ponían pantimedias, vestido hasta debajo de las rodillas y zapatos con tacones bajos, pero jamás planos. En cambio, a mi abuelita Daysi la recuerdo en pantalones con delantal y corriendo para todos lados, sin casquito de pelo en la cabeza, más bien un poco despeinada. Quizás ella era diferente porque creció sin la idea de ser “hija de alguien”.
En Managua nos hospedamos en un hotel atendido por una familia de locales que nos dijeron que en casa de una tía tenían una empleada doméstica tica. Las Teres y yo nos miramos confundidas y luego bajamos la mirada, aceptando que los anfitriones nos estaban poniendo en nuestro lugar para que no se nos ocurriera salir con una altanería de josefinas-blancas-turistas en un país que tiene décadas de estar proporcionando mano de obra barata al nuestro.
Managua la recorrimos relativamente rápido, nos asomamos a las ruinas de la Catedral, saludamos al Lago Xolotlán, divisamos una diversidad de mensajes políticos mezclados con símbolos religiosos, “árboles de vida” y siluetas de Sandino. Solo pasamos una noche ahí; las pobres Teres, mientras nos acomodábamos en la habitación, seguían escuchando mis últimas averiguaciones de la historia del bisabuelo.
Había encontrado en internet una breve reseña biográfica de Leonardo Montalbán Betanco. La había transcrito completa para entender cómo se movió por Nicaragua, Costa Rica, El Salvador y México. Para eso, puse al principio los años. En otra pesquisa, consulté las fechas de nacimiento de todos sus hijos en Costa Rica. Luego me puse a contrastar los años de nacimiento de mis tíos abuelos, mis tías abuelas y mi abuelita con los movimientos territoriales del bisabuelo. Resalté en color amarillo la siguiente información: “1926-1930, Director del Diario de El Salvador”. Asumí que si anteriormente decía: “1922-1925, Director del Diario de Costa Rica”, fue justo ese el momento en el que dejó a su familia tica. También asumí que entonces no se devolvió a Nicaragua y empecé a elaborar cosas improbables, como que en El Salvador le ofrecieron un mejor trabajo y que era imposible llevarse a la bisabuela Lelia, a Leonardo de 17 años, a Carlos de 15, a “Tulita” (como le decían a Gertrudis) de 13, a Merceditas de 11, a “Nani” (como le decían a Dafne) de 8, y a Daysita, mi abuela, de 6. ¿O habría querido irse con toda la familia y fue la familia la que no se quiso ir? ¿Le habría avisado a Lelia que se iba, al menos? ¿Habrá quedado en algo con ella? ¿Un plan de reencuentro? ¿Se habrán escrito cartas? Tenía demasiadas preguntas y nadie que me las respondiera.
“También hice otra lista con los nombres de los libros que escribió, ordenados según el año en el que fueron publicados”, les dije a las Teres esa noche, pero me di cuenta de que hacía rato que dormían.
Al día siguiente el plan era llegar a Chichigalpa atravesando rápidamente la ciudad de León. Manejé 96 kilómetros más, casi dos horas, por una autopista plana y ancha que atravesaba un paisaje seco y caliente. Me gustaría recordar un poco más qué iba apareciendo conforme avanzábamos, pero mi mirada iba concentrada al frente, mis manos al volante, escuchando a las Teres hacer planes para el fin de año. Solo recuerdo muy bien el cielo azul, completamente despejado, y no dejar de ver frente a mí, durante el resto del día, una serie de espejismos, casi todos en forma de charcos, producto del sol encendido de esa época del año.
El bisabuelo había estudiado en el Instituto Nacional de Occidente del año 1898 a 1905, en León, pensé apenas atravesamos esta ciudad. De León a Chichigalpa eran solo 32 kilómetros, aproximadamente 45 minutos de viaje. El golpeteo de las llantas del carro con las callecitas adoquinadas fue lo que nos avisó que habíamos llegado.
Chichigalpa es un pueblo tan caliente que nadie lo anda a pie. Dejamos el carro estacionado debajo de un árbol y nos montamos en el transporte popular, una especie de carroza que tenía un asiento de madera con paredes y techo de algún material liviano, que además de llevar las ventanas abiertas para que circulara el aire, daba sombra. La carroza iba montada sobre dos ruedas y era jalada por una persona que pedaleaba la rueda frontal. Le pedimos al chofer que nos diera una vuelta por el pueblo. “Disculpe —me obligué a decirle—, ¿por casualidad alguna vez escuchó hablar de un tal Leonardo Montalbán?” Lo pensó y me dijo: “¡Sí, ya le muestro!”. Condujo por las callecitas angostas y adoquinadas a buen ritmo, dobló derecha, luego izquierda y de nuevo derecha y dijo: “¿Será ese?”. De repente, en una esquina apareció la Escuela Mixta Leonardo Montalbán, el nombre estaba escrito en unas letras rojas grandes y también en el arco superior de un escudo redondo, en el inferior decía “Chichigalpa”, y en el centro figuraba un libro abierto coronado por una antorcha que tenía escritas las siguientes palabras: “DIOS LUZ SABER GLORIA”.
Nos bajamos de la bici-carroza y las Teres me dejaron sola frente a la escuela. Buscando atenuar la sensación de ver espejismos frente a mí, me puse debajo de un almendro y pensé que esto era lo más cerca que podía estar, físicamente, del bisabuelo.
Ilustre Sr. Montalbán —imaginé que le decía y continué—: llama la atención que se haya dedicado a escribir una “Historia de la literatura de la América Central”, ¡felicitaciones por la publicación de sus tres tomos entre 1929 y 1931! —Imagino que me mira seriamente y sigo—: Llama aún más la atención, a la luz del año 2023, es decir, 92 años después de que su magna obra se haya publicado, que no incluyera nada de Belice ni de Panamá, ¿nos podría hablar al respecto? ¿Sabía de la existencia de Belice y Panamá?
Las Teres pronto me llamaron para ir en busca de almuerzo y ese día el viaje culminó en Jiquilillo, a 56 kilómetros hacia la costa pacífica desde Chichigalpa. Era una playa casi desierta donde Tina, una gringa de San Francisco, dueña de “Rancho Tranquilo”, se había asentado décadas atrás llena de ideas sobre cómo debía ser esta parte del “paraíso tropical”.
A la espera del fin del año 2014, vi a las Teres en el rancho-bar amistarse con unos italianos. Me llamaron insistentemente para que me les uniera en la fiesta y las apoyara en las clases de baile tropical para foráneos, pero no les hice caso. Desde una hamaca colorida, amarrada a dos palmeras al lado de nuestra cabina, intenté refrescarme y sacarme la sensación de tener espejismos frente a mí. Pero de pronto, estaba de nuevo frente al bisabuelo-viejo-cabrón.
Disculpe, Ilustre Sr. Montalbán, en otro orden de cosas, espero no parecer imprudente, pero dígame, ¿le suena el nombre Daysi Montalbán Zeledón? —le pregunté. Hice una pausa, tosí, me llevé la mano a la garganta en gesto de aclararme la voz para terminar diciéndole—: ¡porque tal parece que, aparte de Belice y Panamá, también a Daysi y a otros cinco hijos los está dejando por fuera de la historia!
Me despertó el sonido de las bombetas. Cuando abrí los ojos, allá en el rancho-bar, las Teres se abrazaban con los italianos, tomaban cerveza y bailaban a José Feliciano, que cantaba “Feliz Navidad, próspero año y felicidad…”. Me uní a la fiesta por inercia, con el mismo sentimiento de resignación con el que manejé de regreso a San José el 3 de enero de 2015.
Desde ese viaje todas mis preguntas siguen sin respuesta. El secreto que mi abuelita nunca pudo compartir conmigo me recuerda la vez que, acomodando los estantes del Bazar Variedades, quebré uno de los floreros a la venta y avergonzada lo fui a enterrar al patio para que nunca nadie, mucho menos ella, pudiera encontrar la evidencia.
Daysita murió el 9 de diciembre de 2008. Me toca hacer el ejercicio fantasioso de que me llama por teléfono y me pregunta: ¿Qué estás escribiendo, Paula? Yo jamás le diría que me puse a indagar sobre su papá después de escuchar que le dijeron “viejo cabrón” en una reunión familiar. Pero tal vez le diría: estoy escribiendo sobre la vez que fui a buscar el pueblo en el que nació tu papá. Ella resoplaría y se le levantaría la pava larga sobre la frente, como lo hizo tantas veces. Después vendría un largo silencio, hasta que en su voz quebrada y bajita replicaría: ¿Queeeé? ¡Hablame más duro, acordate que casi no oigo! De inmediato yo sabría que esto sigue siendo algo de lo que ella no puede hablar. Entonces, alzando un poco la voz, le diría: ¡Que es-toy tra-tan-do de in-ven-tar una his-to-ria so-bre un tal vie-jo ca-brón! Dubitativa, la escucharía contestarme: ¿Que estás escribiendo sobre una vieja cabra? Con una mano me sostendría la frente, cerraría los ojos y pacientemente me escucharía decirle: Sí, abuelita, sobre una vieja cabra…
Imagen de portada: Cora Easton, Coyote on the Road, ca. 1936-1939. ©Smithsonian American Art Museum