No hay rasgo externo que los caracterice. Tampoco son proclives a portar insignias; las marcas de las innumerables batallas y de las que han sido testigos no se notan a simple vista. Los adeptos se confunden entre los viandantes, apresurados o morosos; con portafolios o sin la necesidad de fardos; adultos o jóvenes, taciturnos o elocuentes, permanecen indiferenciables, pero una parte de su mente se mantiene confinada en un universo de 64 casillas. Los hay de todas las profesiones y oficios; han logrado infiltrarse en cualquier institución, donde consiguen adormecer su ímpetu por confeccionar letales laberintos lógicos, al grado de que los más sensatos de entre ellos logran pasar largas temporadas en su vida social sin recaer en la tentación de un solo enfrentamiento. Entre ellos no se reconocerían porque incluso los más jóvenes y orgullosos sospechan que el suyo puede llegar a ser el destino de cualquier ser humano.
En Ciudad Universitaria me encontré con una carpa bajo la cual se preparaban varias mesas de ajedrez formadas en un rectángulo. Me sumé al grupo de curiosos, quizá porque Las Islas templadas por una tarde amena eran suficiente fascinación para un preparatoriano con ansias de mundo, quizá porque los tableros que se me cruzaban imprevisiblemente tendían a convocar aventuras pasajeras. Los jugadores se sentaron alrededor del rectángulo y se anunció que pronto iba a dar inicio la exhibición de partidas simultáneas del Gran Maestro (GM) González Zamora contra la selección juvenil de la Universidad. Ningún integrante del equipo era mayor que yo y, además de la organizadora, sólo había una mujer, risueña y desenvuelta.
Hacía pocas semanas había conocido, en la plaza de La Ciudadela, a una chica que buscaba con quien platicar mientras su madre se entretenía bailando. Al ritmo de un danzón que apenas alcancé a tropezar, propuse que echáramos una partida en el otro lado de la plaza, donde rentaban tableros para el aficionado. Éramos rivales complementarios: ella no sabía jugar ni yo bailar, pero sentados frente a frente ambos resultamos grandes conversadores. A medida que nos íbamos desenrollando mutuamente, descubríamos lo remotas que eran nuestras vidas. Ella era de Azcapotzalco, trabajaba desde niña y tenía una inteligencia despierta; yo no salía de Coyoacán, ignoraba cualquier oficio y me refugiaba en mi mutismo. De inmediato supimos que nuestro encuentro fugaz era un error por imposible. Al constatar nuestra distancia infranqueable, sin nada más que decirnos, nos besamos. Cuando intercambiamos teléfonos supe que el suyo era falso. El encuentro que había empezado en la pista de baile terminó en una danza de manos sobre el tablero. Quizá sólo en estos escenarios las líneas paralelas logran juntarse.
La cautela en que se desenvuelve este segundo género de vida está favorecida por la sencillez con que habitualmente ocurre el rito. Diseñado para la convivencia serena, sus más devotos prosélitos buscan lugares de calma. En pequeños grupos, aunque generalmente en parejas o en soledad, se reúnen en parques, habitaciones cómodas, bibliotecas o casas de cultura donde tienden el tablero y forman, una a una, las dieciséis piezas de sus ejércitos. A pesar de la desarticulación provocada por distintas heterodoxias, es fama que comulgan en silencio, y sólo después de horas de reconcentrada atención, alguno de los contrincantes estalla en un gritito extático de ¡jaque!
Sus más fieles practicantes han hecho de su ejercicio su primer género de vida. Gozan del privilegio de ser estimados y reconocidos social y económicamente por sus logros en un juego de mesa diseñado hace más de siete siglos para afilar las capacidades estratégicas de las clases gobernantes. Como todo culto, éste no carece de jerarquías. En la cúpula, los Grandes Maestros se saben entronizados en un escalafón que reniega de la holgura del pasatiempo, y con ello, de su desenfreno natural; imperturbables, la contención de sus pasiones homenajea quizá los retruécanos amorosos con que los cortesanos de los Reyes Católicos —de donde descienden la Dama y las características modernas del juego— entretenían su ocio en un onanismo mental.
El GM llegó exultante y pulcro, con la formalidad simpática de la auténtica pasión. Dio unas palabras de bienvenida y aseguró que, tras estudiar el puntaje y los juegos de sus contrincantes, esperaba de menos perder dos o tres partidas. Sereno, iba de tablero en tablero, hacía su primera jugada y daba la mano a su adversario con una sonrisa y unas palabras de aliento. Casi siempre tiraba al primer golpe de vista. A lo mucho se demoraba un par de minutos, concentrado, sin perder su compostura. La chica del equipo juvenil y los dos compañeros a su lado parecían empezar a darle problemas. Sólo después de una hora, aproximadamente, empezaría la desmesura.
Quien aspira a la profesionalización del juego sabe que pondrá a curtir su talento al sol de la disciplina y el esmero. Para llegar a ser Maestro Internacional y posteriormente gm, se debe escalar por la estructura del juego competitivo: comprender los principios teóricos de la táctica y la estrategia; estudiar cerca de un siglo de partidas; principalmente, resistir la fatiga física y emocional de horas en los abismos del análisis mental. El aficionado pocas veces llega a asomarse al umbral de este limbo, donde el rigor lógico, la imaginación espacial y la creatividad para resolver problemas aíslan al individuo de la realidad circundante y lo sumergen en una fosa de abstracciones, el lugar privilegiado de lo subjuntivo, de la conjetura, habitado por fantasmas, por promesas de cualquier escenario posible.
En ese paraje de brumas se disuelven las formas, el lenguaje y el pensamiento lineal; sus exploradores hurgan a base de consonancias, armonías y esquemas móviles que se despliegan como si respiraran.
Años después recordaría la escena, pocos minutos antes del día de mi cumpleaños. Jugaba con un amigo en la plaza Solidaridad, junto a la Alameda Central, mientras distraíamos la noche a sorbos de una botella de mezcal. Para entonces ya había deambulado por los intempestivos clubes que se improvisaban a las afueras de la Facultad de Filosofía y Letras, de Medicina, Economía o Contaduría, centros que habían nacido bajo el noble ideal de promover el deporte-ciencia como estímulo de las capacidades intelectuales de los jóvenes, y que tarde o temprano degeneraban en puntos de reunión de “coyotes”: jugadores empedernidos, ludópatas a la caza de tableros que satisficieran sus ansias de adrenalina, evasión o euforia. Casi siempre éramos los mismos, un grupo de adictos sin grupo, hermanados por la misma complicidad. Allí había conocido a el Baby, quien ahora me proponía un cambio de damas. Sonó mi teléfono y escuché la voz de mi novia cantándome las mañanitas. Guardábamos la superstición de ser los primeros en felicitarnos. Cuando colgué, el Baby me tendió la botella. “No sabía que era tu cumpleaños, canijo. ¿Qué hacemos aquí? Conozco un lugar mejor, yo invito.” Caminamos dos cuadras hasta una pequeña puerta ensombrecida sin cartel ni marquesina alguna. Tocamos y el Baby dijo un nombre al encargado, quien nos dejó pasar a una estrecha escalera que desembocaba en un salón de techo bajo ocupado por un puñado de trasnochadores enfebrecidos. Yo no había visto a ninguno de ellos antes, pero reconocí en todos la descompostura de una mente extraviada en su propio desenfreno.
Alrededor de la decimoquinta jugada el ajedrez pierde el suelo del manual de aperturas y se hunde en un mar de posibilidades. La creatividad y las emociones, agresivas o pasivas, se vuelven el timón con que el jugador va encontrando sus líneas estratégicas. Como todo hallazgo, éstas no están exentas de la euforia. Habían abandonado la mayoría de los rivales en simultáneas del GM. Sin saco, con el cuello desarreglado, los gestos de su cara navegaban entre la alegría, la furia y el desconcierto. Ante el próximo tablero llegaba entre exclamaciones. “¡Conque sí! ¿Ésa?, pues ¡un piquetito!” Y se lanzaba rápidamente al siguiente, con gesticulaciones y exabruptos, como si quisiera apagar el infierno que llevaba en la cabeza. El favorito del equipo de la Universidad no quiso aceptar un empate y perdió pocas jugadas después. Según recuerdo, la chica jovial fue la única a la que no pudo vencer, con un empate que iluminó su sonrisa.
Algunos testimonios aseguran que se corre el riesgo de seguir bifurcaciones donde acecha la locura. El primer campeón del mundo y padre de la teoría posicional, Wilhelm Steinitz, jugó sus últimas partidas con la coronilla cubierta por un cono de aluminio, excentricidad que le permitía comunicarse con su oponente: Dios, a quien le concedía un peón de ventaja. El prodigio de Carlos Torre, yucateco que en los años veinte figuró entre los mejores del mundo, hizo de su retiro repentino, con veintiún años, un legendario ataque de nervios: en la celebración inmediata a su triunfo en el Campeonato Nacional, después de los primeros tragos echó un aullido, se subió a la mesa del bar, tiró vasos y botellas en una danza frenética y se internó en la noche citadina remedando el andar de un simio. Aunque la lista es larga, no se puede considerar este juego como un boleto para la demencia. Taxónomos anteriores, como Luis Ignacio Helguera, han propuesto que el juego es únicamente el abrevadero ideal para una especie de solitarios, introspectivos y esquizoides.
La plaza Solidaridad es ese rectángulo de puestos salpicados de árboles que se extiende frente al Museo Mural Diego Rivera, donde se atesora la instantánea de una época ya dorada bajo el nombre de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Al centro se levanta una escultura de tres manos empuñando un asta, con la inscripción en bronce “19 de septiembre de 1985”. Antes de ese día, ésta era la zona más glamurosa de una ciudad que gustaba de ostentar su modernidad. El Hotel Regis ofrecía aquí mismo sus habitaciones a Frank Sinatra y sus foros a Agustín Lara y Chavela Vargas. Hoy, la plaza y su monumento buscan homenajear el heroísmo de víctimas y brigadistas que se enfrentaron al desarrollo hueco de una urbe sostenida en la improvisación y la corrupción; sin embargo, estas buenas intenciones se esfuman en la invisibilización de los sujetos marginales, en el olvido que decenas de indigentes aspiran a diario bajo lujosos comercios para el turista extranjero. —Mira, ahí va al que le quemaron ayer la boca. Les quiso quitar el activo y ellos mismos se lo vaciaron y le prendieron fuego. Pero se ve que ya son amigos otra vez —dice el Chiwis, un señor de más de sesenta años que ha hecho por la difusión del ajedrez, involuntariamente acaso, más que la misma Federación. Desde que se fundó la plaza, vecinos aficionados al juego colonizaron sus jardineras con piezas y tableros. Por más de veinte años, el Chiwis ha llegado con sus mochilas gastadas y bolsas de plástico a rentar tableros a aprendices y veteranos, “coyotes” y ajedrecistas competitivos por igual. A pocos metros, en el Centro Cultural José Martí, por las mañanas se abre un club de ajedrez, y cruzando Reforma se encuentra el Club Cuauhtémoc, que cierra hasta en la noche. Así, según lo permitan las responsabilidades diarias, el ajedrecista ocasional visitará alguna de estas tres opciones. Sin embargo, el grueso de la población se mueve en este triángulo con el flujo de las horas. Reconozco a algunos que solían jugar en Ciudad Universitaria y que supongo viven becados por el comercio informal. No me atrevo a preguntarles. La amistad entre compañeros de tablero acaba en la vida personal. Rodeados del humo del cigarro, comentamos alguna posición interesante, bromeamos de la jactancia con que El Campeón defiende su título, nos reímos del atolladero en que se ha metido. Me preguntan qué tanto juego últimamente. “Bajé mucho, ya casi no juego.” Lo compruebo cuando es mi turno de enfrentar a El Campeón. Nos reímos juntos. Pero al primer asomo de indagar por el pasado o por esa vida que sabemos se extiende fuera de la plaza, los jugadores cambian de tema. Reservados, celosos de su intimidad, han decidido guarecerse en el umbral del abismo mental. Para ello han construido esta comunidad, como un paréntesis a los embates del tiempo. De piel ajada por la intemperie, parecen congelados en su edad: hacía más de cinco años que no veía a uno de ellos y estaba idéntico. Incluso llevaba la misma ropa. Aventuro dos hipótesis para comprender la cautela con que se resguardan los adictos al tablero. La primera, el tahúr sabe que existe en la sombra, al margen de una sociedad que lo niega. A la vez, cifra su estima en sus habilidades lúdicas, no por ociosas menos excepcionales. Pronto el juego delimita su mundo y él alcanza la certeza que no ha logrado nadie: se sabe el titiritero de su universo. Así, todo extraño representa una amenaza a su poderío, en tanto que lo cuestiona. Paradójicamente, la segunda explicación es el aburrimiento: el único estímulo para que un jugador salga de su inercia es una rival que lo ponga a prueba, pues no hay nada que odiemos más que una insípida victoria.
Imagen de portada: Anónimo, Mefistófeles y Fausto jugando ajedrez, siglo XIX