Vicente Rojo (Barcelona, 1932-Ciudad de México, 2021) —genio de las artes plásticas y del diseño— y Arnoldo Kraus (Ciudad de México, 1951) —extraordinario médico escritor— crearon un libro esencial que concluye un proyecto de una década: Apología de la morada (colaboración de Nora Sacristán, Sexto Piso/Museo Kaluz, Ciudad de México, 2021). Se trata de un diálogo literario-visual que constata dos maneras de percibir el lugar destinado a la intimidad. En una ocasión le pregunté a Vicente Rojo sobre el formidable proyecto realizado con Kraus, Apologías (2011-2021): serie literaria-artística compuesta por los libros Apología del lápiz (2011), Apología del libro (2012), Apología de las cosas (2016), Apología del polvo (2017), Apología del papel (2019) y Apología de la morada (2021). Me contestó: “Trabajamos bajo una premisa: las cosas, como las ideas y las palabras, tienen bagaje y memoria, acumulan historias. Cambiamos la palabra diálogo por la palabra danza. Una danza entre palabras e imágenes”. En el último libro el artista plástico reveló su morada particular, una manera de habitar el mundo. El médico escritor elaboró un sistema de cuatro partes para explorar la morada. El resultado es la despedida de dos creadores excepcionales, el kaddish laico de un hombre por su amigo, mentor, paciente y coautor.
El papel es una suerte de loa. Con él se nace, con él se fenece. Los diseños de Rojo abrazan, acompañan. Detener la lectura y pasear por ellos alegra. Algunas ideas se entienden mejor cuando el papel habla e invita. Arnoldo Kraus
Arnoldo Kraus y yo conversamos sobre las formas de habitar el mundo, el arte y la ausencia. Afirma, categórico: “Habitar conlleva abrigar y cuidar, mirar y mirarse, experiencias típicas de los individuos preocupados por humanizar su morada y ser parte de ella”. Uno de los individuos referidos fue Vicente Rojo. “En el lenguaje nórdico antiguo habitar significa persistir o permanecer; permanecer y persistir es reto y camino inmenso. Quien lo logra, construye y cambia, forja y crea”, infiere. Como un personaje de una saga nórdica, Rojo asumió el reto y recorrió el camino inmenso. “Las palabras son únicas. Son vida y muerte”, dice Kraus. Yo agrego: también las artes plásticas.
“En el silencio de la morada, el ser humano se pone en contacto con él y su mundo. Sus techos y paredes propician encuentros”, continúa. Agradezco a Rojo los múltiples días resplandecientes que compartimos en su morada de Coyoacán para dialogar sobre arte y literatura: cuando me recibía en su estudio para conversar, mi vida se modificaba radicalmente. Es cierto: las moradas propician encuentros.
Suscribo tu In Memoriam: “Vicente Rojo fue un ser humano único e irrepetible. Su legado y generosidad pervivirán por siempre. Imposible agradecer todo lo que nos dio”.
Es lo que siento y sentiré de manera perenne. Vicente Rojo nos regaló a ti y a mí, querido Alejandro, su amistad. Ambos fuimos testigos de las andanzas de uno de los hombres más grandes, de un artista que revolucionó la plástica constantemente, de un ser absolutamente bondadoso. Su legado es irrepetible, deslumbrante.
El don de su amistad fue un privilegio para mí. Escribiste: “ninguna herida es igual a otra herida. Los puntos suspensivos siempre ayudan: imposible poner punto final.” Así fue el proceso creativo de Vicente Rojo. Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato es el título de uno de sus libros de artista paradigmáticos, editado por El Colegio Nacional y Ediciones Era en 2010. Se rehusaba a poner el punto final.
Nunca quiso poner el punto final porque Rojo amaba la vida. La tragedia de los refugiados marca. Se ven obligados a dejar su hogar a la fuerza, como mis padres. Tengo derecho a hablar de ello porque mis padres, polacos, sufrieron el embate del nazismo y perdieron a la inmensa mayoría de sus familiares. A Rojo le ocurrió algo similar. Cuando vives ciertos latrocinios te conviertes en otro, necesariamente. Rojo hizo de ello algo magnífico: demostrar su amor por la vida. Fue un resiliente. Lo fue porque perdió a su primera esposa, víctima de cáncer. Perdió a su hija, también víctima de cáncer. Le preocupaban los problemas de salud de su hijo. Aunque estuvo inmerso en múltiples dolores siempre hizo algo bello. Por esa razón se resistía a poner el punto final.
¿Cómo fue tu perenne conversación con Rojo?
Recuerdo que en otra charla te dije que con Rojo tuve muchos niveles de conversación y el primero fue entre dos seres humanos. Nos movían y conmovían muchos sucesos de la vida. Mi primer encuentro con él fue médico. Visité a su primera esposa, que estaba enferma en casa, y así fue como conocí a Rojo. Luego hubo juntas en su taller en las que intentábamos apoyar al movimiento zapatista. De ahí surgió un nexo sumamente fuerte. Después los vínculos se agrandaron. Yo fui su médico de cabecera: es lo más bonito que puedo decir. Al ser médico de una persona tú te conviertes en su escucha, en su amigo, en su confesor, y viceversa. Tuve la suerte de saltar de la relación humana entre dos personas a la relación médico-paciente y a un vínculo en el que unimos diseño, pintura y escritura.
Tras la muerte de Vicente Rojo el gesto creativo permanece, resulta símbolo de la eternidad. ¿Qué significa para ti la inmortalidad como atributo del arte y de la literatura en función de tu trabajo con Rojo en las seis Apologías?
La inmortalidad reside en el legado. Las Apologías fueron un inmenso regalo de la vida para mí porque trabajé con Rojo. Cada vez que concluíamos una, yo sentía que era una mejor persona porque el nexo se estrechaba. Hablábamos mucho por teléfono y él me corregía y me sugería cambios para hacer el libro más bello. Fue un honor. El legado de Rojo, en su totalidad, es magnífico, eterno.
En 2019 publicaste La morada infinita. Entender la vida, pensar la muerte. ¿Cómo fue el proceso creativo en Apología de la morada? Los títulos comparten esa palabra única.
La idea nació de la palabra morada, que posee múltiples connotaciones. El libro abre con un juguete que conservó Rojo: el Constructor Moderno. Es una casa de madera y cartón. La edificó, la pintó, agregó cuartos. Rojo era muy celoso en cuanto a la percepción de su trabajo. Él me hacía modificar palabras e ideas para que el resultado fuese totalmente simétrico y bello. Su ojo de editor estuvo presente. Se trata de la construcción de un espacio habitable para mantener viva la memoria.
“Tras las puertas cerradas el mundo se vive con instrumentos ad hoc: plumas, lápices, pinceles, lienzos, periódicos. El tiempo no cambia, quien lo hace es uno”, escribiste. ¿Cómo percibes las virtudes de Rojo?
Vicente Rojo tocó todo lo que puede tocar un artista. Cuando murió tenía adelantadas varias series gráficas, entre otros proyectos. Siempre trabajó. Cuando pienso en sus virtudes recuerdo los versos de T. S. Eliot de Cuatro cuartetos: “La única sabiduría que podemos esperar adquirir / Es la sabiduría de la humildad: / La humildad es infinita”.
Me alegra que cites la versión de José Emilio Pacheco, gran amigo de Vicente Rojo. Crearon el inigualable Jardín de niños. Suscribo: fue un hombre humilde.
Otra gran virtud de Vicente Rojo fue su pasión. La contagiaba. Nos invitaba. Nos estimulaba constantemente. Fue un hombre sabio. Su entusiasmo fue infinito. El sumo interés en diversas disciplinas lo llevó a desempeñarse con denuedo, audacia e intrepidez. Y fue un hombre ético: se preocupaba por el ser humano y por la Tierra.
Afirmas que en la morada la persona se transforma en ser humano.
Escribí que entre sus paredes se entrelazan historias “para estar con uno mismo y con otros mismos o ajenos. Las cosas se convierten en palabras y el cuerpo en lenguaje”. Eso nos constituye.
Los libros también son moradas. Apología del libro constata que los “libros son compañeros: palian el peso de los días y atenúan el dolor de la vida”. Rojo y tú compartieron esa idea desde el comienzo de su relación amistosa y creativa.
Suscribo tu planteamiento: los libros también son moradas. Edificar una morada implica construirse. Lo mismo implican la lectura y la escritura. Habitar un libro es vivirlo. En ellos aguardan otros mundos y otras vidas. Para los antiguos griegos la morada representaba las relaciones entre la Tierra como hogar y los seres humanos como moradores de ese espacio. De manera similar los lectores encontramos moradas en los libros, espacios íntimos.
Aseveras: “lenguaje, persona, morada forman un constructo real e inagotable, un ir y venir sin fin”. ¿Cómo percibes la orfandad intelectual y artística tras la muerte de Vicente Rojo?
Siento la orfandad. Fue una amistad entrañable de décadas. Nos comunicábamos vía telefónica tres veces a la semana. Comentábamos el día a día nacional, conversábamos sobre las relaciones humanas, charlábamos sobre el ascenso de los fascismos. Hablábamos de la vida. Extraño ese espacio grande. De repente me veo marcándole y recapacito: Vicente Rojo ya no está. Expresábamos muchas situaciones. Compartíamos una visión del mundo.
Imagen de portada: Vicente Rojo, Autorretrato (detalle), Técnica mixta sobre madera, 140 x 140 cm, 2016. Archivo Vicente Rojo ©