Marie Kondo es una influencer japonesa que ha publicado un par de libros en los que pondera las virtudes del orden doméstico y personal. No lo hace de un modo filosófico, a menos que entendamos como filosofía esa rama de la industria editorial dedicada a impartir consejos simplones a gente a la que el pensamiento complejo se le resiste y que solemos llamar “autosuperación”. No. Lo que hace Marie es postular ideas como ésta: una casa ordenada es una casa feliz y la manera de lograr la felicidad es deshacerse de todas esas cosas que acumulamos y no nos dan alegría. Es decir, que los cachivaches y los tiliches nos estorban para ser mejores y más plenos. Esta idea no tiene nada de radical ni rupturista pero puede ser cierta. Eso es lo de menos. Aquí debo confesar algo que podría darle la razón a Marie: la gente que acumula demasiados objetos en su casa suele parecerme excéntrica y medio orate. Recuerdo a una amiga de mi madre que reunió periódicos durante cincuenta años en su departamento, sin causa ni beneficio aparente, hasta que un incendio se lo llevó todo: su colección de papel y el resto de sus posesiones terrenales. La mujer casi no la cuenta. Sin embargo, apenas recobrada la salud y reparado su hogar, se puso a juntar periódicos de nuevo. Su manía acumulatoria ya lleva unos años como si nada, otra vez. “¿Para qué quieres los periódicos?”, le pregunté un día. “Pues me gustan”, se limitó a responder. Su historia, me temo, no tiene moraleja. Pero bueno, a los que voy es a esto: en los últimos días, doña Kondo ha estado en el centro de la atención pública, apenas detrás del desabasto de gasolina, por un curioso consejo ofrecido en el programa de televisión que Netflix le produce. No conservar más de treinta libros en casa. Eso fue lo que Kondo recomendó a su público. Es decir, que los libros se compren, sí, se lean y ya luego se regalen, se donen, se rifen o se conviertan en abono (esto último, lo aclaro, no lo dice la japonesa textualmente pero tampoco choca con sus ideas). Sólo habrán de retenerse un puñado de textos iluminadores, imprescindibles, capitales. Los demás, a rodar. Muchos se han quejado o burlado del postulado de la influencer. La han llamado ignorante, oscurantista, instrumento neoliberal, etcétera. Yo, sinceramente, no tengo ganas de meterme a defenderla y soy el primero en guardar lealtad a la necesidad de una biblioteca personal, como herramienta de trabajo y como jardín intelectual en el que uno puede recrearse de tanto en tanto. Y en el que, desde luego, conviene que abunden las flores más o menos inesperadas que son esos títulos que no hemos leído pero nos interesaron lo suficiente para tenerlos allí y con los que a veces, como por azar, nos enredamos venturosamente. Y, sin embargo, mi mudanza temporal de país me ha obligado a vivir lejos de mi propia biblioteca (que, acá entre nos, sacaría de sus casillas a nuestra amiga Marie, porque contiene miles de volúmenes), al menos por un rato, y me ha demostrado que uno se las arregla de cualquier forma si quiere leer: con archivos digitales, libros prestados y nuevos autores. Y que la vida no se termina, claro, y que incluso los treinta libros dichosos pueden ser considerados un tesoro enorme en algunos contextos. Porque muchos siglos antes que Marie, el gran Quevedo habló de las delicias del retiro “con pocos pero doctos libros”. Y tenía razón.
Imagen de portada: Seven plants, including two orchids and a lily: flowering stems, ca. 1837, Wellcome Collection.