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Hace cuatro años me rompí la rodilla en un partido de fútbol con mis amigos. No nos juntábamos exactamente para jugar, sino para tener la excusa de ir a cenar después. Todos rondando los 40 y sin condición física alguna. En una jugada sin riesgo ni roce, la rodilla hizo crack y todo se derrumbó. Cuatro años de rehabilitación, dos de pandemia y una hija me pasaron por encima. Cuatro años después de mi último partido estoy en condiciones de volver a la cancha. Creo.
Un amigo me invita a un partido. Estoy muy ilusionado. Nada me hace tan feliz como jugar a la pelota, pero me falta ropa deportiva. La que tenía ya no sirve. No quepo en ella, quiero decir. Me pruebo la única playera de fútbol que tengo y la realidad arremete veloz e insoportable. No soy el mismo de antes. La panza es la evidencia. Sin embargo, el problema no es la playera sino el calzado. No puedo jugar a la pelota con los mismos tenis que uso para el resto de mi vida. Los únicos que tengo, por cierto. Debo comprar unos.
El solo hecho de tener que acercarme a la tienda de artículos deportivos me mata del asco. Me da grima, repelús, escalofríos. Esos santuarios del consumo, siempre dentro de los centros comerciales, donde el deporte se ha convertido en sinónimo de moda deportiva. Sucursales de Estados Unidos esparcidas a lo largo del planeta. Elijo ir a Oasis, el único centro comercial relativamente abierto, suponiendo que la corriente de aire me oxigenará el cerebro y evitará el soponcio. Tomo aire, me tapo la nariz y entro a la tienda. Es todo mucho más feo de lo que imaginaba. Mucho más que hace cinco años, cuando había vivido el suplicio de mi última experiencia deportivo-comercial. Todo es más exagerado, más colorido, más confuso. Más que una tienda parece un museo de instalaciones, un muestrario de experiencias exitosas. Los maniquís ya no parecen maniquís, sino deportistas de alto rendimiento. Solo les falta cara, pero claro, ahí las únicas caras son las de Messi, Cristiano y las estrellas de otros deportes que ya no sé ni cuáles son. El resto somos extras.
El lugar es triste, pero más lo es su público. La gran mayoría de los clientes están vestidos con ropa deportiva. Todos lucen inmensas marcas en sus pechos, en sus nalgas y en todas sus partes. Se desplazan con la certeza de su belleza. Pero no es así. Distan bastante de los maniquís. Supongo que creen que los logos de Nike y Adidas en sus cuerpos les confieren inmediatamente la belleza del hombre y la mujer modernos. Pero no. A mí, sin embargo, lo que más me llama la atención es que se vistan así. ¿Salen de su casa en la mañana y se suben al camión disfrazados de Usain Bolt? No lo entiendo. ¿No trabajan o son todos profesores de educación física? ¿Se van trotando de su casa al centro comercial? ¿No les da miedo que se les caiga la billetera de los bolsillos de sus pants?
Le pregunto al chico que atiende dónde están los tenis de fútbol. Él, vestido de referí de fútbol americano, me señala el camino como si marcara una de las incomprensibles reglas de ese deporte que no debería existir. Sigo su dedo y entro en una especie de limbo luminoso donde se expone una inmensa variedad de naves espaciales. Todo es exactamente igual de feo que en la televisión. Las naves espaciales son tenis de fútbol que brillan sin cesar. Se me baja la presión. Mareo. Náuseas. Salgo corriendo del negocio buscando un poco de oxígeno. El capitalismo no solo es criminal sino espantoso.
Tomo aire nuevamente, entro a buscar al referí con la esperanza de que en la bodega tenga olvidado algún par de zapatillas negras normales, como para mí. Le pregunto si tiene algún modelo normal. Negro. Con las agujetas al medio. Sin aire ni rayos ni propulsión. Sin rosa ni verde ni naranja. Siento la tentación de decirle que no quiero ir al espacio. Que tampoco me quiero parecer a los maniquís. Que solo deseo seguir siendo yo. También siento la necesidad de explicar que no soy deportista, no creo en la sociedad de consumo y no me gusta comprar, que mi padre es judío y solo me enseñó a ahorrar, que soy un poco hippie y un poco intelectual, que cuando era joven usaba morral, que me gusta Silvio Rodríguez y estoy ahí por un simple error de la matrix. Quiero explicarle que soy capitalista porque vivo en el capitalismo pero que no me gusta serlo, intento huir de él pero no puedo. Que al parecer no hay salida. También quiero pedirle que me responda rápido porque me estoy quedando sin aire, pero no digo nada. Solo le pido tenis negros y eso basta para que el referí de la sociedad del espectáculo me mire con desprecio. No me dice que no porque en México no se usa la palabra no, pero la respuesta es “no”. Me lleva a la pared del espanto para que veamos si algo se ajusta a mis necesidades. Todo es terrible y carísimo. Mientras más horrible, más caro. La fealdad no viene gratis. Respiro, asumo la derrota y decido comprar los más baratos y huir de ahí.
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La pregunta obligada es: ¿fue todo siempre igual de feo? Yo creo que no. Hay algunas teorías no comprobadas que establecen que todo comenzó a irse a pique en 1990 y que el acabose fue en 1994. Dicha teoría mantiene la premisa de que Italia 90 fue el último Mundial. Que a partir de ahí el fútbol empezó a morir. El contexto histórico lo explica todo. Cae el Telón de Acero y se acaba la pugna entre dos visiones opuestas del mundo. El fin de la Guerra Fría no fue un empate a cero, sino una goleada de Estados Unidos, que instaló de una vez y para siempre la ilusión de la libertad a través del consumo.
La expansión de la sociedad de consumo a lo largo de la faz de la tierra permitió que la cultura estadounidense permeara nuestras vidas y los seres humanos dejásemos de ser tales para convertirnos en nuestro envoltorio. Comenzábamos a ser packaging. Éramos libres de ser lo que quisiéramos, siempre y cuando tuviésemos el dinero necesario para comprar nuestra ropita. La imagen lo era todo. Mientras en los noventa todos los equipos del mundo tenían ropa sobria, los gringos ya estrenaban playeras repletas de barras y estrellas. El problema era de fondo, pero la forma lo expresaba de manera cabal. El fútbol dejaba de ser un deporte para volverse un bien de consumo y los jugadores dejaban de ser jugadores para ser estrellas. De a poco, esos seres se convertían en referentes y las tiendas deportivas en iglesias del éxito.
El Mundial de Italia 90 fue de seres humanos. La tecnología en la vida cotidiana no entraba aún en su apogeo y los jugadores no se convertían todavía en atletas. El fútbol se jugaba a una velocidad razonable. Los tiempos eran todavía para mortales. El gordito podía triunfar si su inteligencia lograba superar la fuerza del oponente. La velocidad se contrarrestaba con rebeldía, no con más velocidad. Los jugadores no tenían aún estos brasieres que miden la frecuencia cardiaca y la cantidad de pasos. Los jugadores todavía no eran esclavos con su grillete a cuestas.
En el 90 existía la figura del 10, el encargado de jugar con la cabeza y no con los pies, de marcar los tiempos de los demás. La tecnología no dictaba los comportamientos, ni eran los dirigentes y los canales de televisión quienes imponían el ritmo del juego, o quizás sí, pero quedaban ciertos resquicios. Existía la posibilidad de rebelarse contra lo que sucedía afuera, de arruinar los designios establecidos, esos que los poderes de facto digitaban con sus billeteras. Los jugadores eran seres humanos, sin el pelo rapado a los costados, ni la playerita ajustada, ni un abdomen de ensueño. No se miraban en la pantalla del estadio para acomodarse el mechoncito díscolo. No eran millonarios prematuros. No estaban hechos en serie, con los mismos tatuajes en los mismos lugares. Eran humanos que salían de noche, se tomaban su cervecita y fumaban después de entrenar. Maradona, Valderrama, Hagi, Baggio, Gullit, Francescoli, Laudrup, Scifo. Seres brillantes con personalidad propia. Normales en cuanto a sus características físicas. Eran personas parecidas a las personas. Eran referentes posibles. Y eran, de alguna manera, bellos. Bellos por lo que hacían, no por cómo se veían.
Cuando comenzó el Mundial de Estados Unidos quedaba todavía esperanza. Quedaba viva la estela de Italia. Y quedaba, sobre todo, Maradona. Sin afán de sacar el argentino que llevo dentro y ponerme exagerado, peronista y grandilocuente, puedo decir que Maradona era el símbolo de la resistencia. No lo estoy poniendo en el lugar del luchador social ni del revolucionario, como se suele hacer, pero es difícil negar su carácter disruptivo, de ser pensante e imaginativo, tanto fuera como dentro de la cancha. Su sola presencia era la posibilidad de que pasara algo más allá de lo establecido. Un pase de gol donde nadie veía nada, un paso de baile, un toque de magia, un pecho afuera tipo flamenco, una pirueta, una sonrisa, un garabato, un lo que fuese. También podía ser un despiste, un exabrupto, una noche de fiesta, una raya de coca o un gesto ególatra. También una puteada a Havelange o a Blatter. Una pedrada a la FIFA. Todo eso podía pasar. Por eso un día de 1994 entró a la cancha esa enfermera rosadita y sonriente a llevárselo del brazo. Se lo llevó disimuladamente, como si no pasara nada, y no volvió nunca más. La FIFA aprovechó brillantemente la única posibilidad que tuvo. Unos gramos de efedrina eran suficientes para castigar al jugador que les incomodaba. El proceso de muerte que empezaba con la caída del Muro de Berlín terminaba con la salida de Maradona de esa cancha. Quedaba extinta la posibilidad de la rebeldía.
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Italia 90 fue la despedida definitiva de la belleza y de la humanidad, probablemente. Los mundiales son el mejor medidor del paso del tiempo y las transformaciones culturales. O, para ser más exactos, las aberraciones culturales. Después de Italia, todo fue Marvel. Los deportistas se convirtieron en superhéroes. Toda la ropa se tornó en colores chillones y materiales radioactivos. Las canciones de los mundiales en idénticas versiones de Shakiras de cualquier parte del mundo. Shakiras latinas, Shakiras árabes, Shakiras orientales. Shakiras, en suma. Waka Waka por aquí, Waka Waka por allá. Todas pop. Triste pop de fórmula elemental. Bien pegajosas. Canciones de plástico igual que los nuevos balones. Pasábamos del cuero blanco y negro de Tangos, Etruscos, Questras, a esferas multicolores parecidas a un chicle, hechas de materiales aerodinámicos, con capacidad de aumentar la adherencia, el rebote y demás cuestiones sin importancia. La más moderna produjo centenares de quejas por parte de los jugadores porque no servía para nada.
El público en los estadios es otro ejemplo elocuente de la aberración. Del 94 para acá, dejaron de ser personas que iban a ver fútbol para ser turistas de clase alta que iban a verse a sí mismos en las pantallas del estadio. Caras de gente saludándose unos a otros con un grado de emoción que evidenciaba cómo el fútbol había cambiado de destinatario. Ahora formaba parte del mundo del espectáculo.
Las mascotas de los mundiales son la prueba perfecta. Nunca me he dado a la tarea de averiguar quién inventó a Ciao, la mascota de Italia 90, pero estoy seguro de su genialidad. Poco querido por el público en general y menospreciado en sus capacidades simbólicas, Ciao fue una mascota conceptual que nadie entendió, pensada por un genio que nadie conoce. Ciao lo vio todo. Ese cubo de Rubik erguido y con cabeza de balón era, aparentemente, un simple conjunto de cubos. Sin embargo, y muy por el contrario, era el último logo analógico de la historia. Una oda a la materialidad llamada Ciao porque despedía la modernidad y daba paso a la posmodernidad. Ciao fue el punto de inflexión.
En adelante el resto de las mascotas fueron simplemente horrendas. Japón y Corea fue la primera burla a la humanidad. Salíamos de la mentira para entrar en el cinismo. Tres gomitas de azúcar posaban ante la incredulidad de los espectadores. A los alemanes en 2006 se les fue la mano con la fealdad del oso de peluche que expusieron al mundo. De 2010 a 2018 fueron dibujos inocuos sin afán alguno de significar algo. Ni trasmiten ni identifican. Y 2022, bueno, 2022 es el símbolo de lo peor que nos ha podido pasar, porque el Mundial de Catar es lo peor que nos ha podido pasar. Un fantasmita blanco no demasiado feo, pero sí demasiado peligroso. Un fantasmita con turbante que no muestra de su rostro más que aquello que los agujeros de la tela permiten mostrar. Un fantasmita que puede ser un jeque verdaderamente criminal o una mujer velada sin derecho alguno a existir.
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Puedo convivir perfectamente con la fealdad. Lo que estoy diciendo no tiene que ver con el gusto sino con la sensatez, con la incapacidad de ser nosotros mismos. El problema de la fealdad en el mundo del fútbol radica en que el consumo se sitúa en el epicentro de la vida y se erige como el referente único. Un epicentro digitado por el país creador de la cultura del espectáculo. El fútbol profesional ya no tiene fisuras. Es homogéneo. Es un negocio donde ya no se permite la diferencia. En el fútbol actual no se puede disentir. No hay lugar para la expresión. Nos han colado desde los medios que el deporte no se debe politizar, que es un espacio de salud y convivencia, pero sin opinión. En “cuerpo sano, mente sana”, pero si es sin mente, mejor. El fútbol es un espacio vacío. Caldo de cultivo para la estupidez total.
El fútbol de hoy se parece cada vez más a un videojuego. Si se mira de reojo no hay diferencia. Velocidad y uniformidad. Paradigma de perfección. Como dice Galeano: “Para elogiar una flor, se dice: ‘parece de plástico’”.
Por eso, la fealdad en el fútbol no tiene tanto que ver con la estética sino con la ética. No se trata de lo espantoso que pueda ser un corte de pelo, sino del peligro de que todos tengan el mismo. Pasamos de ciudadanos a consumidores y de consumidores a consumidos. Cada vez menos nosotros y más nuestros perfiles. No se trata tampoco de la fealdad absoluta de las zapatillas violetas con propulsión 6.0 y aire en la lengüeta, se trata de la imposibilidad de ser diferentes a los jugadores que aparecen en televisión. Se trata de que nadie nos va a vender las zapatillas negras normales para ser normales, porque lo normal, ahora, es lo que sale en la tele. Y si te quieres vestir a lo antiguo y parecerte a tu papá, entonces eres vintage. El único problema de ser vintage es que es mucho más caro.
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Volví al fútbol. Volví vestido horrible y jugué espantoso. Corrí como un demente y me deshidraté. Me falta tomar agua, creo. Ahora me duele un tobillo. No me llamaron más y yo estoy escribiendo esto mientras dos naves espaciales de una fealdad descomunal reposan olvidadas en el fondo del armario.
Imagen de portada: Juanito, mascota del Mundial México 70