Se insiste mucho en que la rabia se combina mal con el poder, en que dejar que la furia ocupe el discurso y el ejercicio del gobierno es abrir espacio a la barbarie y entregarse al desenfreno y a la improvisación. El problema con esta postura es que quien cierra las puertas a la rabia se las cierra a quienes tienen motivos para rabiar, y eso, en México, es excluir a una enorme porción del país que acumula más agravios que venturas desde hace mucho tiempo. El elogio de la calma, de la impasibilidad, olvida que ambas son lujos que se disfrutan o vicios que se aprenden de la renuncia al mundo y de la aceptación de las desgracias como algo natural. Sólo quien no sufre afrentas, quien no padece dolores, consigue mantener la cabeza fría en todo momento. Una forma de lograrlo es anestesiarse ante el entorno. Otra más es resignarse frente a la realidad; aceptar, como Job ante la crueldad divina, que no hay otra opción. La más común entre los sosegados, sin embargo, es mucho más mundana: los calmados suelen encontrarse entre quienes disfrutan, por azar o por poder, de una situación en la que no sufren, en la que las desgracias son ajenas y distantes. La rabia, por el contrario, es una imposición que se padece. La ira, el enojo y la furia no los busca nadie. Son producto de la indignación, efecto de una injusticia que no se logra corregir, por la que no se ha obtenido retribución. No son mera tristeza —consecuencia de una pérdida o de un dolor absurdos en tanto no tienen sentido ni autor, o cuyo autor no es responsable de lo que hizo—; son algo más. El resultado de una afrenta, de un ataque dirigido por un responsable que salió impune de su acción. Negar la legitimidad de la rabia como pulsión política, como motor para la organización y la lucha es también, en gran medida, negar la legitimidad de sus causas. Amia Srinivasan señala una de las estrategias contra la rabia que se ha usado en diversos entornos políticos: “El misógino [sostiene en un artículo sobre lo apropiado de la rabia] descarta la rabia de una mujer tachándola de escandalosa o estridente”. El racista, por su parte, “descarta la rabia del negro [o del indio, agregaríamos en México] llamándolo matón o animal”. Éstos, afirma la filósofa, no son meros insultos: son estrategias retóricas para explicar el sentir del sujeto no por sus razones, sino por sus características. No es que la mujer, el negro o el indio tengan argumentos para rabiar: rabian porque así son. Esta operación permite a los calmados —a los privilegiados— ignorar los agravios padecidos por mujeres, negros, indios y tantos más. Permite también negar la legitimidad de sus padecimientos y, por tanto, negarles el espacio que les correspondería entre las prioridades de gobiernos y sociedades. Si sólo se aceptan como legítimos los padecimientos de quienes no sienten ira, sólo se atenderán los intereses de los satisfechos. No es casualidad, por ello, que la ira y la rabia se asocien tantas veces con la rebelión, con la lucha por transformar lo que hay. Por eso, por ejemplo, Ángel González encontraba la esperanza “en el sitio y la hora de la ira”. Por eso también Pablo Neruda les reclamaba a los “soñadores de aquella paz falsa y falso sueño”:
qué hacer con sólo cólera en las cejas? con sólo puños, poesía, pájaros, razón, dolor, qué hacer con las palomas? qué hacer con la pureza y con la ira si delante de ti se te desgrana el racimo del mundo
Sólo quien no sufre puede estar callado, y la ira legítima es siempre de los dolientes, de quienes padecen ese mundo que favorece la mudez de los privilegiados.
“¿No tienen pan? ¡Que coman pasteles!”, dicen que dijo María Antonieta antes de ser decapitada. Más allá de la falsa atribución, la frase resume bien la distancia entre los reyes franceses y la realidad de su país, el desfase entre la vida dentro de Versalles y la vida fuera de ahí. Algo parecido ocurre con la tecnocracia mexicana. Durante el Salinato, pero sobre todo en los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, se desmanteló el aparato de gestión y control del país que el priismo había construido en las décadas anteriores. El cual le permitía al Estado saber qué pasaba en el territorio y controlarlo o, por lo menos, contenerlo. En el siglo XXI, el Estado (en tanto mecanismo coherente, más o menos dominado por una autoridad legal) parece haberse retirado del territorio nacional para todo lo que no sea reprimir o repartir dinero. A esto hay que sumar que el aumento en la desigualdad y la concentración del ingreso y del poder han hecho que gran parte de quienes han ocupado los puestos más altos del gobierno federal en los últimos años vengan de círculos sociales cada vez más estrechos. Los altos funcionarios del Estado, como una gran porción de la clase política, están —o estaban, esperemos— cada vez más aislados de lo que le ocurre a la inmensa mayoría de los mexicanos. Debido al aislamiento de los más ricos y a la pérdida de la capacidad del Estado para saber lo que ocurre, los poderosos vivían hasta ahora dentro de lo que Slavoj Žižek ha descrito como una burbuja de cristal, una barrera transparente, que permite ver qué pasa afuera, pero no sentirlo. Se ven los muertos, pero no se llora en los velorios. Se sabe de las desapariciones, pero no se busca con las madres. Quienes han ocupado el poder ven cifras, pero no entienden ni la rabia ni sus razones. Es urgente romper esa burbuja de cristal. Es urgente que el Estado recupere su contacto con el pueblo y que reconstruya su capacidad para gobernarlo, pero ahora dentro de un marco de derechos humanos, verdaderamente democrático e incluyente. Abrir el gobierno, el Congreso y el aparato judicial a nuevos actores; facilitar la participación política; construir un verdadero servicio civil de carrera; mejorar el acceso a la educación, todo será crucial. Sólo así tendremos un gobierno que entienda los motivos que tanta gente en México tiene para rabiar, y sólo así sabrá el Estado ponerlos al centro de las políticas públicas y del aparato de justicia.
Al desdén por la rabia y por quienes la padecen los acompaña siempre el desprecio por sus formas de lucha. Las razones son sencillas: sólo quien tiene acceso al Congreso y a los despachos de gobierno puede prescindir de la lucha en las calles y en las plazas; sólo quien puede hablarle de cerca al poder puede darse el lujo de no gritar. Por otra parte, la lucha política, partidaria, puede ser muy útil, pero no es la única acción legítima. No sólo eso: quien padece los designios del poder, quien no se ajusta a los tiempos, formas y prioridades de la clase política, difícilmente puede acceder a ella. Basta ver la experiencia de la candidatura independiente presentada en las elecciones de 2018 por el Congreso Nacional Indígena, como comprobación de que el sistema está hecho para preservar el monopolio de las boletas electorales en manos de las élites. Esto implica que cuando se busca “pasar por los canales adecuados”, como suelen repetir las autoridades y la clase política, quien tiene motivos para la rabia queda siempre en desventaja, en un juego que no tiene por qué entender y en el que tiene todas las de perder. Lo que toca, entonces, es llevar el juego a una cancha distinta. Como afirma la escritora india Arundhati Roy:
las batallas se libran desde posiciones de fuerza, no de debilidad, [y la fuerza de quienes padecen el poder] no está bajo el techo de los edificios de oficinas y de las cortes. Está afuera, en los campos, las montañas, las cuencas de los ríos, las calles de las ciudades y los campus universitarios.
Los zapatistas, por ejemplo, lograron por un tiempo mantener la batalla lejos de los pasillos palaciegos. Para lograr los enormes —aunque todavía incompletos— avances en materia de derechos indígenas que se han registrado en el país, sacaron a los políticos de su elemento. Como dijo el subcomandante Marcos [hoy Galeano] en 2001, cuando los políticos los invitaron a jugar ajedrez, el movimiento indígena “puso en medio del tablero una bota vieja y llena de lodo” y preguntó malicioso “¿Jaque?” Ahora que hay un supuesto avance hacia un México más democrático, más incluyente y más libre, será crucial que quienes tienen motivos para rabiar sepan sacar el juego de los palacios y encontrar aliados en el interior de ellos. Por su lado, si quienes llegaron a los palacios el 1 de diciembre verdaderamente quieren transformar el país, entonces deberán escuchar esa rabia que por tanto tiempo se ha acumulado. Deberán sentirla, entenderla y hacer que se resuelva. Sólo así tendremos un cambio verdadero.
Imagen de portada: Mujeres de Yalchipic Altamirano, integrantes del EZLN. © Pedro Valtierra / Agencia Cuartoscuro, Ciudad de México.