La comunidad judía en Buenos Aires es la más numerosa de América Latina. Dentro de ella hay un grupo de observantes —a los que suele llamarse ortodoxos— que viven su vida, en todos los aspectos, como la vivían sus padres, y antes los abuelos de sus abuelos.
Su Dios tiene nombre, pero ellos no lo escriben (porque escribirlo convierte cualquier papel en sagrado, y hay que evitar que una publicación sagrada tenga destino funesto) ni lo mientan: lo llaman Ashem, “el Nombre”. Es el Dios de Abraham, el que dio a Moisés en el Sinaí las Tablas de la Ley y ofreció transformar al pueblo judío en un pueblo de sacerdotes.
Se rigen por 613 preceptos, llamados mitzvot, de los cuales 365 se refieren a lo que está prohibido hacer y 248 a lo que se debe hacer obligatoriamente. Es tan importante no mencionar Su nombre en vano, como no vestir al mismo tiempo lino y lana, como no cobrar intereses en préstamos entre judíos. Desde el trabajo hasta el sexo, desde el parto hasta la muerte, desde el alimento hasta los accidentes, todo está reglado.
Su libro sagrado es la Torá, formada por el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia. Para escribir un solo renglón de la Torá, un sofer (escriba) tiene que atender treinta reglas distintas, y tomar precauciones extras a la hora de escribir alguno de los nombres de Dios, que no se pueden borrar ni corregir. Las letras deben ser dibujadas con pluma de ganso y tinta sobre papiros de cuero de animal kosher, cosidos con tendón de vaca. Como Dios creó con la palabra —en la palabra tierra está la Tierra; en la palabra cielo, todo el Cielo— el sofer debe escribir con enorme concentración: si comete un error, destruye mundos.
Rezan tres veces al día —cuatro los sábados— y es obligación estudiar la Torá hasta que llegue la muerte. Esperan la llegada del Mesías y la reconstrucción del Tercer Templo (el Muro de los Lamentos es el resto del Segundo Templo, destruido por los romanos; el Primer Templo fue destruido por los babilonios). El séptimo día de la semana es el sabbat, que empieza al caer la noche del viernes y no termina hasta el anochecer del día siguiente. Ese día es territorio de Dios, del hombre y su familia. No se puede trabajar ni encender las luces o el fuego, ni regar las plantas, ni trasladar dinero, llaves o cualquier objeto en los bolsillos, ni viajar, ni usar aparatos eléctricos, ni cocinar, comprar, vender o limpiar, ni ir al cine o hablar por teléfono.
El concepto de kosher y no kosher —apto y no apto— está en la base de la vida cotidiana. Se usa para la vajilla, los medicamentos, las relaciones humanas. Sólo pueden comerse aves, pescados, animales rumiantes y de pezuñas hendidas (la luz que puede brillar a través de la hendidura en la pezuña del animal es una metáfora de cómo el hombre no debe estar tan inmerso en su existencia mundana como para que la divinidad no pueda ingresar en él). Todo animal debe ser faenado por un shojet, una persona entrenada en el faenamiento ritual. Jamás hay que mezclar carne con leche y cada alimento debe ser bendecido. La bendición depende del momento del día, de la cantidad y del tipo de comida.
Los hombres llevan el cabello largo sobre las sienes —peots— porque según la Torá no hay que rasurar los extremos de la cara, y se dejan la barba porque es la expresión de la piedad Divina. Usan kipá para recordar que sobre ellos siempre hay algo superior. Debajo de la ropa llevan una prenda de lana, el talit, una metáfora del manto sagrado. Según la Torá, toda prenda de cuatro puntas debe ser usada con tzitzit, ocho hilos terminados en cinco nudos. Eso, sumado al valor numérico de la palabra tzitzit, da 613, el número de los preceptos. El sentido del atuendo es recordar que los preceptos deben ser cumplidos.
Las mujeres, después de casarse, se cubren el pelo con peluca. Desde los tres años ocultan los hombros, los codos, las piernas, y no pueden tener contacto con hombres que no sean su padre, su abuelo, su marido, sus hijos o sus nietos. La misma regla rige para los varones, en relación a las mujeres, a partir de los nueve.
El bris —la circuncisión— es la señal del pacto que realizó Dios con Abraham y su descendencia. El primero en hacérselo a sí mismo fue Abraham a los 99 años. Después, se lo hizo a 248 personas más. Si se quita un sólo milímetro de piel de más o de menos, el precepto queda invalidado. Si no se derrama sangre, o si la persona que hace la circuncisión no es circuncisa, queda invalidado.
El fotógrafo argentino Diego Sampere recorre desde hace más de veinte años el mundo en el que viven —y celebran, y nacen, y cumplen años, y se casan, y rezan, y se hacen hombres— los judíos observantes de Buenos Aires. Desde un privilegiado pero discreto primer plano, ha seguido con el ojo de su cámara las celebraciones más íntimas de dos o tres generaciones: ha fotografiado el nacimiento de los hijos de los jóvenes varones a los que, años antes, fotografió en sus bar mitzvot; el casamiento de las hijas de los hombres cuyo casamiento, a su vez, fotografió. Así, en este trabajo el tiempo es una dimensión más, como lo es la luz ambarina que ilumina las sinagogas, la ferocidad inusitada que exudan los brazos de los hombres enredados en el cuero de los tefilín, los conmovedores mechones de pelo recién cortados de los niños que dejan atrás la primera infancia. Allí, bajo su lente cercana y a la vez distante, están los diez hombres judíos que forman el minián, el grupo de al menos diez varones que se necesita para iniciar el rezo de la mañana, porque Dios jamás desoye el bramar de diez de los suyos. Allí está el bar mitzvá, el momento en que un varón cumple 13 años, se coloca tefilín por primera vez, camina hacia el sitio del templo donde se guarda el rollo de la Torá, y con cada paso se hace hombre. Allí están los jóvenes que estudian para ser rabinos en la yeshivá. Allí están los niños de ocho días en la ceremonia ancestral de la circuncisión y los de tres en su upsherin, el primer corte de pelo que inaugura el fin de su infancia temprana. Allí están las mujeres intocadas casándose con el velo que les cubre los rostros. Allí están, capturados en momentos en los que sus vidas se enlazan a esos 613 preceptos que —con entrega absoluta, con fe ciega— cumplen sin cuestionar, porque la ley de su Dios no se cuestiona: se obedece.
NOTA: Todas las fotografías son de Diego Sampere
Imagen de portada: Desde un primer piso de una sinagoga, familiares presencian un brit milá o bris: la circuncisión