panóptico Risa OCT.2020

La pandemia deja una deuda con los trabajadores migrantes

Eileen Truax

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Dime cómo, cuándo, por dónde y para qué cruzaste una frontera, y te diré quién eres. Si las narrativas dominantes en torno a la migración en todo el mundo, en particular en los países de destino, estigmatizan, criminalizan y afectan las condiciones de movilidad de las personas, la pandemia de COVID-19 añadió una capa adicional de riesgo a una comunidad de por sí vulnerable. No me refiero, claro, a las personas que cruzan fronteras con visas y pasaportes, por motivos de trabajo, educativos o recreativos; la narrativa sobre movilidad coloca a estos individuos en una suerte de migración de cuello blanco que no suele ser cuestionada. Cuando hablamos de migrantes, en general solemos pensar en trabajadores —en muchos casos, indocumentados— que realizan labores “de segunda” en países “de primera”; con salarios apenas en o por debajo de la línea reglamentaria, pero aun así mejores que los que reciben en sus países de origen. ¿Un trabajador agrícola mexicano en los campos de California? Migrante. ¿Leo Messi en España? Estrella internacional. La movilidad de las personas guarda una relación con sus identidades. La exclusión y restricción de derechos, que de suyo afecta la percepción que la sociedad tiene del migrante que carece de documentos y/o educación formal —e incluso la que tiene el migrante de sí mismo, sobre todo los más jóvenes—, se magnifica en un contexto de crisis. Las narrativas que criminalizan o securitizan la migración se reavivan, como si les llegara oxígeno para encenderse y arrasar con los esfuerzos cotidianos de la parte de la sociedad civil que trabaja para subsanar el vacío de las políticas de Estado en relación con los trabajadores migrantes. Para muestra, el botón del COVID-19. La pandemia nos ha recordado que hay fenómenos globales que no pueden ser detenidos con fronteras, pasaportes ni cuentas bancarias; sin embargo, la realidad es que, aunque los casos aumentan y la gente se contagia en cualquier lugar, las condiciones para que esto ocurra no son iguales ni tampoco lo son las consecuencias. Mientras en las universidades de varios países (de manera sobresaliente en Estados Unidos) vemos que chicos de clase media reanudan su vida estudiantil y optan por recuperar sus espacios en bares y restaurantes —provocando con ello la escalada de casos que hemos visto al final del verano— en las empacadoras de carnes y frutas, en las fábricas, en los empleos de construcción, entre quienes se hacen cargo del manejo de desechos o del cuidado de las personas vulnerables, no hay posibilidad de optar por nada. Los trabajadores que enferman lo hacen mientras proveen bienes y servicios para toda la sociedad, donde están incluidos aquellos que tienen el privilegio de trabajar desde casa o pueden darse el lujo de elegir si van o no a un bar. No repetiré acá los argumentos que ya conocemos sobre la importancia de los trabajadores esenciales, ni las cifras que arrojaron a la cara del mundo intelectual la evidencia de que su estilo de vida depende del rol que desempeña el sector obrero en la maquinaria social al proveer comida y cuidados básicos al resto de la población. Lo que conviene notar es que la etiqueta de “trabajadores esenciales” y los homenajes simbólicos por parte de políticos y gobiernos no han representado una mejora en las condiciones de vida o de empleo de estas personas, muchas de ellas migrantes.

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La cotidiana falta de garantías a los derechos de los trabajadores migrantes —entre ellos el de libre tránsito y el de solicitar asilo y refugio— se ha extrapolado con la pandemia a los derechos más básicos: salud, educación, alimentación, un sitio donde vivir. Un contexto de pandemia, de emergencia, de crisis humanitaria, desdibuja la obligación que tienen los gobiernos de proteger a las personas —a todas las personas, sin importar su identidad en papel— y perfila a quienes defienden el territorio y guardan la frontera como buenos gobernantes. Pero en este caso los criterios de legalidad y seguridad con los que se reconoce el derecho a la movilidad no han servido en absoluto para determinar si una persona porta el virus o no. En el caso de los países americanos el virus llegó vía aérea desde Asia o Europa en vuelos comerciales, cuyos pasajeros suelen tener documentación en orden y parámetros de seguridad aceptables. Ha sido interesante observar cómo, tan pronto se empezaron a establecer protocolos para controlar la pandemia en los países europeos, al menos dos gobiernos (los de Italia y Portugal) anunciaron la regularización temporal de sus trabajadores inmigrantes, con el fin de darles acceso a los servicios de salud y con ello reducir la magnitud de la pandemia. La celeridad con que se tomaron estas decisiones y se implementaron medidas extraordinarias es una prueba de que es posible romper barreras burocráticas y políticas para reconocer y proteger a los migrantes, cuando hay voluntad. Lo lamentable es que las condiciones en las que se dieron estas medidas dejaron claro que fueron tomadas no como una manera de protegerlos a “ellos”, sino a “nosotros”. Parecería que en la medida en que el trabajador sea más útil al aparato productivo, mayor protección de derechos encontrará: garantizaremos tus derechos como trabajador, no como persona. Una omisión particular desde los gobiernos y los organismos internacionales ha sido la situación de los migrantes que se encontraban en proceso de tránsito cuando golpeó la pandemia. Quienes no lograron llegar al punto de destino no son parte de un entorno laboral que les dé identidad o que les permita existir administrativamente. Sus hijos no han tenido la oportunidad de ser inscritos en ninguna escuela, carecen de un domicilio permanente y su nivel de vulnerabilidad es extremo en un entorno en el que sus derechos serán respetados sólo en función de su importancia para proveer los servicios indispensables en el momento de la crisis.

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Un concepto interesante que emplea la doctora Ariadna Estévez, investigadora del Centro de Investigaciones sobre América del Norte de la UNAM, es el de los trabajadores desechables: los gobiernos de los países del primer mundo abren espacios de desechabilidad, en los cuales un cuerpo puede ser fácilmente sustituido por otro. La ilegalización de la movilidad y la aplicación de las normas de asilo y refugio a conveniencia determinan no sólo una forma de vivir —tu cuerpo, el mero hecho de que existas en un lugar determinado, es ilegal—, sino el tiempo de vida de las personas. En países como Estados Unidos, la clase, el grupo étnico o racial, el estatus migratorio, las enfermedades preexistentes o la falta de acceso a servicios de salud preventiva determinan lo que ocurrirá con esta población si sobreviene un fenómeno como el COVID-19. Nombrar “trabajadores esenciales” a los trabajadores migrantes —los agrícolas, jornaleros, personas de servicio médico, quienes trabajan en la producción y distribución de alimentos o en el sector de servicios— ha sido, en algunos casos, sólo un reconocimiento simbólico y cursi; en otros, una visibilización antes negada. Pero en la práctica, y en términos del reconocimiento y la reivindicación de derechos, hasta ahora no ha significado gran cosa. He utilizado en este texto ejemplos de la situación de los trabajadores en Estados Unidos, pero es necesario que también en México, cuando se habla del rol de los trabajadores esenciales, se incluya entre ellos a los migrantes que se desplazan dentro del territorio nacional: los trabajadores que, utilizando sus propios guantes, cubetas, cubrebocas, migran por temporada de un estado a otro para laborar en sitios agrícolas donde se usan pesticidas y donde no hay centros de salud. Es cierto que uno de los aspectos positivos de la pandemia fue la evidencia de que los trabajadores migrantes son importantes. Ahora necesitamos que su relevancia permanezca visible y que los gobiernos actúen en consecuencia. Si en verdad somos las sociedades democráticas que pretendemos ser, esa asignatura pendiente no puede quedar de lado cuando pase la emergencia.

Imagen de portada: Sam Kirk, 2020. Cortesía de la artista