Fragmento
Una fría mañana de septiembre de 2002, un monje tibetano puso pie en el aeropuerto de Madison (Wisconsin). Ese viaje, que había comenzado a más de 11 mil kilómetros en un monasterio ubicado en lo alto de una colina en un extremo de Katmandú (Nepal), le mantuvo 18 horas en el aire, atravesando 10 husos horarios a lo largo de tres días. Richard J. Davidson [Richie] había conocido brevemente a ese monje en el encuentro del Mind and Life sobre “Emociones destructivas” celebrado en Dharamsala en 1995. Y, aunque había olvidado su aspecto, no resultó nada difícil descubrirlo en medio de la muchedumbre, porque era la única persona con un colorido atuendo rojo y amarillo y la cabeza rapada del aeropuerto regional del Condado de Dane. Su nombre era Mingyur Rinpoché y había realizado ese viaje para que los científicos estudiasen su cerebro mientras meditaba. Después del descanso nocturno, Richie llevó a Mingyur a la sala del laboratorio en la que estaba el EEG (electroencefalograma), donde las ondas cerebrales se miden con lo que parece una obra de arte surrealista: una especie de gorro de ducha del que cuelgan cables gruesos como espaguetis, un gorro especialmente diseñado para mantener en su sitio 236 cables, cada uno de los cuales va unido a un sensor colocado en una determinada ubicación del cuero cabelludo. La adecuada conexión entre el sensor y el cuero cabelludo marca la diferencia entre convertir el electrodo en cuestión en una antena para el ruido o en servirle para registrar datos útiles sobre la actividad eléctrica del cerebro.
Luego se le dijo que un técnico de laboratorio se encargaría de colocar los sensores en su lugar y conectarlos al cuero cabelludo, garantizando así una estrecha conexión, una operación que no requeriría más de quince minutos. Lo que no habían tenido en cuenta era que, al estar rasurado, el cuero cabelludo de Mingyur era más grueso de lo normal, con lo cual el logro de una conexión eficiente requirió mucho más tiempo del habitual. La mayoría de las personas que llegaban al laboratorio se impacientaba —hasta el punto, en ocasiones, de irritarse— con estas demoras, pero Mingyur no sólo no estaba molesto, sino que tranquilizó a los nerviosos técnicos del laboratorio —y a los observadores— asegurándoles que todo estaba bien. Ése fue el primer signo de la calma de Mingyur, que parecía aceptar relajadamente todo lo que la vida le deparaba. La impresión que transmitía Mingyur era la de una persona con una bondad contagiosa y una paciencia inagotable. Después de lo que pareció una eternidad para garantizar un buen contacto entre los sensores y el cuero cabelludo, el experimento estaba finalmente a punto de empezar. El análisis preciso de algo tan vago como la compasión, por ejemplo, requiere de un protocolo exacto que permita detectar, en medio de la cacofonía de la tormenta eléctrica que se desata de continuo en el cerebro, pautas de actividad cerebral muy concretas que denoten un determinado estado mental. El protocolo seguido por Mingyur alternaba un minuto de meditación sobre la compasión con medio minuto de reposo. Y ésa era una secuencia que, para garantizar la fiabilidad de los resultados y asegurarnos de que cualquier efecto detectado no era fruto del azar, debíamos repetir cuatro veces en rápida sucesión. Desde el comienzo mismo de la investigación, Richie albergaba serias dudas sobre su funcionamiento. Todos los meditadores que formaban parte del equipo de laboratorio —Richie entre ellos— sabían perfectamente que tranquilizar la mente requería tiempo, a menudo bastante más que unos pocos minutos. Resultaba inconcebible, en su opinión, que alguien como Mingyur no necesitara más tiempo para entrar en esos estados. Richie tuvo la suerte de contar con la participación del erudito budista de Wisconsin John Dunne —que compartía una curiosa combinación de interés científico, experiencia en humanidades y fluidez en tibetano—, que se ofreció voluntariamente para ejercer la función de intérprete.1 John fue la persona que se encargó de transmitir, en el momento adecuado, las instrucciones necesarias para que Mingyur emprendiese la meditación de la compasión y enviarle, al cabo de 60 segundos, otra señal indicándole el comienzo del periodo de 30 segundos de descanso, una secuencia que se repetiría tres veces más. Cuando, en el momento en que Mingyur empezó a meditar, los monitores evidenciaron un súbito aumento de la actividad cerebral, todo el mundo dio por sentado que se habría movido, lo que habría creado un artefacto que suele contaminar la investigación con el EEG (que registra las pautas de onda cerebral que tienen lugar en la parte superior del cerebro). Por eso, cualquier movimiento que desplace los sensores —como un cambio en la posición de una pierna o una inclinación de cabeza, por ejemplo— se ve amplificado y convertido en un pico que se asemeja a una onda cerebral y que, para facilitar el adecuado análisis, debe ser minuciosamente eliminado. Curiosamente, sin embargo, esa pauta de onda pareció mantenerse todo el tiempo dedicado a la meditación de la compasión sin que Mingyur se moviera un ápice. Y lo que es más, esos grandes picos se atenuaban —aunque no desaparecían— sin cambio postural alguno durante el periodo de reposo mental.
Los cuatro experimentadores del equipo que estaban en la sala de control se quedaron estupefactos mientras se anunciaba el siguiente periodo de meditación. Y, cuando John Dunne tradujo al tibetano la siguiente instrucción para meditar, el equipo se quedó observando en silencio los monitores, alternando la mirada entre el monitor de onda cerebral y el video que les transmitía la imagen directa de Mingyur. En ese momento se disparó de nuevo el mismo estallido de actividad eléctrica. Mingyur seguía muy tranquilo, sin cambio visible alguno en la postura de su cuerpo durante el breve lapso que separó el periodo de descanso del periodo de meditación mientras el monitor desplegaba la misma pauta de onda cerebral. Y cuando, cada vez que se le instruyó a meditar en la compasión, se repitió la misma pauta, los miembros del equipo daban un respingo que evidenciaba su creciente excitación y se quedaban boquiabiertos. El equipo era muy consciente de estar presenciando algo inédito, algo que nunca antes habían visto en el laboratorio. Y, aunque nadie sabía entonces muy bien a dónde conduciría eso, todo el mundo era consciente de que acababan de presenciar un punto de inflexión en la historia de la neurociencia. Las noticias de esta sesión han levantado un gran revuelo. En el momento en que estamos escribiendo esto, el artículo que informa de estos descubrimientos ha sido citado más de mil 100 veces en la literatura científica de todo el mundo. Éste es un clamor ante el que la ciencia ya no puede seguir haciendo oídos sordos.
La siguiente sorpresa llegó cuando Mingyur se vio sometido a otra batería de pruebas, esta vez con la RMf (resonancia magnética funcional). A diferencia del registro del EEG, que rastrea simplemente la actividad eléctrica del cerebro, la RMf nos proporciona una imagen tridimensional de la actividad cerebral. Y, si bien las lecturas de aquél son temporalmente más precisas, ésta nos proporciona una imagen más exacta de su ubicación neuronal. El EEG no nos revela lo que ocurre en las profundidades del cerebro y mucho menos el lugar del cerebro en el que se producen los cambios, esta precisión espacial nos la proporciona la RMf, que muestra con gran detalle las regiones que se activan. Por su parte, la RMf, aunque espacialmente más exacta, sólo nos muestra los cambios al cabo de uno o dos segundos, mucho más tarde que el EEG. Cuando, siguiendo las indicaciones que se le daban, Mingyur emprendió la práctica de la compasión, los observadores que se hallaban en la sala de control sintieron como si el tiempo se hubiese detenido. Los circuitos cerebrales asociados a la empatía (que suelen activarse un poco durante este ejercicio mental) experimentaron, en ese mismo instante, un aumento extraordinario de entre el 700 y el 800 por ciento por encima del nivel basal propio del estado de reposo inmediatamente anterior. Tal incremento de actividad en las regiones asociadas a la compasión del cerebro de Mingyur resultó desconcertante, porque excedía cualquier cosa que hubiésemos visto en los estudios realizados con personas “normales”. El único parecido lo encontramos en los ataques epilépticos, episodios que duran unos pocos segundos y no un minuto entero. Además, a diferencia de lo que ocurre con las personas que experimentan un ataque epiléptico, que se ven desbordados por las convulsiones, Mingyur mostraba un control deliberado de su actividad cerebral.
Aunque los resultados del paso de Mingyur por Madison nos habían dejado boquiabiertos, él no fue el único. A lo largo de los años, 21 yoguis fueron desfilando formalmente por el laboratorio de Richie. Eran la élite de ese arte interno cuyas horas de práctica de meditación iban desde las 12 mil hasta las 62 mil de Mingyur. Cada uno de esos yoguis había realizado, al menos, un retiro de tres años, durante el cual meditaron en la práctica formal un mínimo de ocho horas al día tres años seguidos (actualmente tres años, tres meses y tres días), lo que es equiparable, en una estimación conservadora, a unas 9 mil 500 horas por cada retiro.
Todos ellos pasaron por el mismo protocolo, cuatro ciclos de un minuto de tres tipos de meditación diferente que han proporcionado una auténtica montaña de datos. El equipo del laboratorio dedicó meses y meses a analizar los espectaculares cambios que advirtieron, durante esos pocos minutos, en esos practicantes avanzados. Todos ellos, como Mingyur, entraron a voluntad en los estados meditativos especificados, cada uno de los cuales estaba asociado a una signatura neuronal característica. Y, como había sucedido en el caso del yogui, esos expertos exhibieron una considerable habilidad mental, movilizando instantáneamente y con gran facilidad esos estados (generando sentimientos de compasión, la ecuanimidad espaciosa de una apertura completa a todo lo que ocurre y una concentración semejante al láser). Esos yoguis entraban y salían a voluntad en cuestión de segundos de estos difíciles niveles de conciencia, cambios que iban acompañados de un correlato mensurable en la actividad cerebral, una hazaña de gimnasia mental colectiva jamás vista antes en el ámbito de la ciencia.
El tratamiento de los datos brutos proporcionados por los yoguis es una empresa muy minuciosa y que requiere el empleo de sofisticados programas estadísticos. El simple hecho de discernir la diferencia que existe entre la actividad cerebral en estado de reposo y durante la meditación constituye un colosal trabajo de computación. No les resultó fácil [a Richie y a su colega Antoine Lutz, del Centro de Investigación en Neurociencias en Lyon] descubrir una pauta oculta en el océano de datos, una prueba empírica que se perdía ante la excitación despertada por la evidente capacidad de los yoguis de alterar a voluntad su actividad cerebral durante los estados meditativos. Esa pauta, de hecho, sólo quedó patente después de meses de trabajo, en un momento más calmado, cuando el equipo dedicado al análisis cribó de nuevo los datos. Durante todo ese tiempo, el equipo estadístico se había centrado en los efectos de estado provisionales partiendo de la diferencia entre la actividad cerebral basal del yogui y la acompañada de los periodos de meditación de un minuto. Richie revisó los números con Antoine buscando una rutina de control que le ayudase a garantizar que las lecturas basales del EEG —es decir, las tomadas durante los periodos de descanso previos al experimento— eran iguales a las de un grupo de control formado por voluntarios que trataban de llevar a cabo las mismas meditaciones de los yoguis. Entonces pidió ver los datos basales por sí mismo. Cuando Richie y Antoine se sentaron a revisar los datos procesados por los ordenadores, les bastó con echar un vistazo a los números para mirarse boquiabiertos e intercambiar una sola palabra: “¡Sorprendente!” Todos los yoguis presentaban ondas gamma, no sólo durante los periodos de práctica de la meditación de la presencia abierta y de la compasión, sino también durante el estado basal, es decir, antes de empezar a meditar. Esta pauta evidenciaba que se hallaban en la frecuencia del EEG conocida como gamma de alta amplitud, la modalidad más fuerte e intensa que se mantenía incluso durante todo el estado basal previo a la meditación. Así fue como el equipo de Richie descubrió que todos los yoguis estudiados mostraban, durante su actividad neuronal cotidiana, la sorprendente pauta EEG que Mingyur había mostrado durante las meditaciones de la presencia abierta y de la compasión. Dicho en otras palabras, Richie y Antoine habían tropezado con el Santo Grial, un rasgo neuronal que ponía de relieve la presencia de una transformación duradera. Hay cuatro grandes tipos de ondas EEG, ordenadas en función de su frecuencia (que técnicamente se mide en hercios). Las más lentas son las ondas delta (que se mueven entre uno y dos ciclos por segundo), fundamentalmente asociadas al sueño profundo; luego están las ondas theta (algo menos lentas), características del estado de somnolencia; después están las ondas alfa, que se dan cuando estamos relajados, y, por último, las ondas beta (las más rápidas), que acompañan al pensamiento, la alerta y la concentración.
Las gamma, las más rápidas de todas las ondas cerebrales, se producen en aquellos momentos en los que distintas regiones cerebrales operan armónicamente, como sucede en los momentos de discernimiento en los que los distintos elementos que componen un puzzle mental se “activan” simultáneamente. Estas ondas gamma de corta duración también se presentan cuando, por ejemplo, nos imaginamos degustando un jugoso melocotón y nuestro cerebro extrae recuerdos almacenados en distintas regiones de las cortezas occipital, temporal, somatosensorial, insular y olfatoria para combinar, en una sola experiencia, la imagen, el olor, el sabor y el sonido. Durante un breve instante, las ondas gamma procedentes de todas esas regiones corticales oscilan en perfecta sincronía. Lo más curioso, sin embargo, es que, a diferencia de lo que sucede en el caso de los yoguis —cuyas ondas gamma duran más de un minuto—, las que acompañan a un discernimiento creativo no duran más que un quinto de segundo. El EEG de una persona normal y corriente presenta ocasionalmente ondas gamma de corta duración. Durante el estado de vigilia exhibimos una combinación de ondas cerebrales diferentes que oscilan a diferentes frecuencias. Estas ondas reflejan actividades mentales complejas, como el procesamiento de la información, y sus distintas frecuencias se corresponden, hablando en un sentido amplio, con funciones diferentes. La ubicación de estas ondas varía entre distintas regiones cerebrales y podemos desplegar ondas alfa en una determinada ubicación cortical y ondas gamma en otra. Las ondas gamma son un rasgo mucho más destacado de la actividad cerebral de los yoguis que del resto de las personas. La diferencia que existía entre la intensidad de las ondas gamma de yoguis como Mingyur y la de los integrantes del grupo de control era inmensa. La amplitud de las ondas gamma de los yoguis durante el estado basal era, hablando en términos generales, 25 veces superior a las de los sujetos que formaban parte del grupo de control. Sólo podemos conjeturar a qué estado de conciencia puede referirse esto. Parece que los yoguis como Mingyur experimentan durante su vida vigílica —es decir, no sólo cuando meditan— un estado continuo de conciencia rico y abierto. Esto es algo que los yoguis mismos han descrito como una amplitud y espaciosidad, como si todos sus sentidos estuvieran abiertos al paisaje rico y pleno de la experiencia. O, como dice un texto tibetano del siglo XIV:
…un estado de conciencia desnudo y transparente; sin esfuerzo y resplandecientemente vívido. Un estado de sabiduría relajada y sin raíz; libre de toda fijación y transparente como el cristal. Un estado que carece de punto de referencia; la claridad vacía y espaciosa. Un estado abierto y sin límites y sin encadenamiento alguno a los sentidos…2
El estado cerebral gamma descubierto por Richie y Antoine era completamente inusual, algo que carecía de todo precedente, algo —cómo decirlo— extraordinario. Ningún laboratorio cerebral había registrado ondas gamma tan intensas, ondas que mostraran tal sincronización entre distintas regiones cerebrales y no se limitaran a unos pocos segundos, sino que durasen minutos. Resulta asombroso que esa pauta gamma del entrenamiento cerebral sostenido se hallara también presente mientras esos meditadores avanzados estaban dormidos, algo que el grupo de Davidson descubrió en otra investigación con meditadores que tenían un promedio de 10 mil horas de práctica. Esas ondas gamma continuaban durante el sueño profundo y parecían reflejar, de nuevo, una cualidad de la conciencia jamás vista anteriormente, que perdura noche y día. La pauta de ondas gamma presente en los yoguis contrasta con la brevedad y localización neuronal puntual con la que esas ondas suelen presentarse. Porque lo cierto es que los meditadores expertos muestran, independientemente de la actividad concreta en que estén implicados, una tasa muy elevada de ondas gamma oscilando en sincronía por todo el cerebro. Algo realmente inaudito. Richie y Antoine estaban presenciando por vez primera el eco neuronal de las transformaciones provocadas en el cerebro por la práctica sostenida de la meditación. Esos datos, pues, ocultaban un verdadero tesoro, un auténtico rasgo alterado de conciencia.
Lion Publication, Ithaca, Nueva York, 2008, p. 181.
Daniel Goleman y Richard J. Davidson, selección de capítulos 11 y 12, Los beneficios de la meditación, David González Raga (trad.), Kairós, Barcelona, 2017, pp. 245-265. Se reproduce con autorización de la editorial.
Imagen de portada: Mandala de Vajrapāṇi, acuarela de un artista del Tíbet. Wellcome Collection CC
En ese tiempo, John Dunne era profesor adjunto del departamento de Lenguas y Culturas Orientales de la Universidad de Wisconsin. Hoy en día es profesor asociado de humanidades contemplativas en el programa de investigación de Richie. ↩
Tercer Dzogchen Rinpoche, Cortland Dahl (trad.), Great Perfection, volume two: Separation and Breakthrough, Snow ↩