La bolsa de plástico está llena de cocodrilos, como me prometió. Los símbolos del “caimancito mordiendo la tetilla” —como escribió Pedro Lemebel en Loco afán— desgajados de las famosas playeras se desparraman por la mesa del salón como piedras de río seco. “Copia, original; original, copia”, me digo. Pero todas resultan copias, de las que hace montoncitos el dueño del botín.
En el siglo pasado no era extraño registrar como propias marcas internacionales de ropa. “Mi papá aprovechaba lagunas legales”, cuenta J.A. Al percatarse el empresario extranjero del tiempo transcurrido en México con los bolsillos agujerados, los beneficios de un imitador como el padre de J.A. bastaban para un órdago, prudente para la época: “Le conviene. Conozco el negocio y los problemas locales mejor que ustedes”.
Si, finalmente, caía la demanda judicial, al juego y la astucia de atrapar y retener derechos de propiedad se agregaba el comodín de un litigio que, en el cronopaisaje mexicano, podía engendrar procesos nuevos, inesperados, domesticados apenas, o remover los antiguos y pétreos. Este panorama evoca, para dueño y falsificador, el cuento de Niu Chiao:
Wang vio dos zorros parados en las patas traseras y apoyados contra un árbol. Uno de ellos tenía una hoja de papel en la mano y se reían como compartiendo una broma.1
Después, los zorros persiguen incansablemente, con todo tipo de artimañas y transformaciones, el documento que Wang les roba tras disparar a uno de ellos en el ojo— el zorro tuerto me recuerda el “sueño unihemisférico” de animales que duermen con un ojo abierto—.
Y así, el dueño de una famosa marca surfera demandó al padre de J.A. y el proceso duró veinte años. Mientras tanto, una hoja de papel ordenó el decomiso cautelar de su bodega en la capital. Papá zorro se vio obligado a sacar decenas de costales de copias, y el demandante pasó a resguardarlas. Cuando papá zorro ganó el proceso, recogió con su hijo las piezas de ropa, precintadas en cajas de cartón. Ya vintage, las vendieron como saldos. Volver a empezar: al terminar el cuento, sabemos que el asedio y la venganza privada no cesarán, y tocará a Wang perseguir a los zorros, que borrarán con sus colas el rastro de sus huellas.
El padre de J.A. supo de la venta por un chilango de origen judío, que vendía en el D.F. de los setenta unas “chemisees” —chemise es camisa en francés, a la que añadía una subjuntiva e—. Entre las playeras estaban las registradas con la marca del cocodrilo. El señor tenía un edificio en la calle Revillagigedo y rentaba al papá de J.A. un depa para que montase su maquila y produjera telas. Pero el papá se dio cuenta: lo que hacía su arrendador era industria y no milagro, y entre finales de los setenta y mediados de los ochenta comenzó él también a registrar marcas.
“A los nombres reales les añadía algo. Ninguna institución te aprobaba la comercialización de la marca si pedías exactamente la que todos conocían”. Aunque sí podían registrártela como “marca mixta” con una frase inventada que acompañase al nombre, a lo que agregabas, para diferenciarla aún más, un dibujo u otra cosa.
En los noventa, las marcas replicadas —incluso la del canal musical de televisión más conocido que se nos ocurra— brotaban y se estampaban en almohadas, chamarras, máscaras, piyamas. El método era fulgurante por el automatismo del talento y las continuas visitas prospectivas de papá zorro a las mejores exposiciones de ropa y tendencias en Las Vegas o Los Ángeles. Tuvo veinte trabajadores (cuatro por mesa de corte), almacenistas y a la mamá de J.A. como encargada de ventas, administración y pagos. “Tu papá se dedica a la ropa”, “quiero hacer merch”: los amigos se le acercaban para imitarle, la copia se generalizaba.
Al contarme todo esto, J.A. insiste: no había crimen. Acaso sea desproporcionada la palabra para esa familia tan típica de comerciantes y registradores de ropa. Aunque, por mi formación jurídica, diría que en la gradación —a veces difusa— entre crimen, delito y falta, hubo algo entre lo ilegal y lo informal previo al Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial (1993) y al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (1994); algo que suscita preguntas que ningún juez debería resolver solo. Según explica J.A., la copia suponía saber de la marca y estudiarla; conocer las leyes, sus trucos reglamentarios y su efectividad; y producir, comercializar —los ciclos de “temporada” se regían solamente por la viabilidad de réplica— o distribuir la ropa copiada (¿y si, aun siendo copias, eran de mejor calidad y más baratas? ¿Y si la “marca mixta” no engañaba ni a un ciego, o el logo era tan kitsch que la copia se convertía en otro original?). Además, se daba al autor copiado una propaganda perpetua (al copiador se le considera como un intermediario de la marca). Para él, esas circunstancias justificaban que su papá tuviera, al menos, la última oportunidad de “batirse” —como en un duelo, puesto que las partes, segundos antes del disparo, quedaban arbitrariamente igualadas— en un proceso judicial cuyo resultado nunca es matemático, aunque en México, a veces, roce lo cuántico.
Podemos añadir otros argumentos: la puerta mercantil que el papá aprovechó, ¿no estaba ya abierta? (si una puerta permanece siempre abierta, ¿continúa siendo puerta?). La asimetría, por un lado, entre los dueños de marcas estadounidenses, canadienses o europeas y, por otro, de México, es una coartada para aducir, también, criterios políticos. Es más, las consecuencias económicas de los registros del papá se percibían lejanas —como quien halla una cosa que, si bien no está perdida, seguramente es más costosa quedársela que devolverla al dueño y, sin esconderla, nunca aclarar de quién es, sin tramitar esos registros corteses que aletargaban a las leyes—.
Ya sesentón, su papá abandonó el negocio, aunque en ocasiones aconseja a jóvenes aprendices sobre cómo lograr que la copia se trague el espejo original. Imagino que, hoy por hoy, otros han hecho las copias sistemáticas, masivas y automatizadas.
Aplanamos los montones de cocodrilos y los arrastramos, como gomitas, a la bolsa. Me quedo en prenda el caimancito verde, uno gris y otro azul. En el salón de este depa que J.A. renta en la colonia tapatía Ladrón de Guevara cuelga un cuadro suyo. Es un boleto de boxeo, hiperrealista, gigantesco, con la tipografía de la “Comisión Atlética de Nevada” (Nevada State Athletic Commission. Official Scorecard) y otros datos transcritos con exactitud austera, pero febril, sobre un combate (“Diego Corrales vs. José Luis Castillo”). Parece que J.A. hubiera extraído, como dentista, la imagen de dentro del espejo y, al sacarla, esta, para autoprotegerse, hubiera crecido grotescamente. Los caimancitos han regresado a su recámara, donde dormirán el sueño de la copia. Mientras, J.A. me recuerda otro cuadro que compuso cuando nos conocimos hace años; él vivía por el barrio de las Nueve Esquinas y quedábamos para ver fútbol español o mexicano. La pintura es de un partido —el fallo de un penal por el Atlas, nuestro equipo, contra el Toluca, en junio de 1999—, recreado —¡quién sabe!— para que el pasado vea doble, el balón se equivoque y el portero Cristante se arroje al lado contrario… Eso sí, tras la plática los Zorros han vuelto a ganar la liga, dos veces.
Por estas historias suyas y de su papá habrá de pensarse alguna continuidad entre ellos. No un espejo freudiano, rugoso, de “hijo imita, a su manera, al padre trabajador que le pagó su educación de artista”, aunque no dudo del agradecimiento filial, ni del orgullo paterno. Pero es evidente: al igual que su papá atrapaba y copiaba marcas de ropa, J.A. acota e imita imágenes u objetos deportivos. Le pregunto por esa continuidad. Si la acepta, ¿cómo es?
Responde con una parábola —así la veo— de videojuegos de fútbol:
“La FIFA monopoliza el fútbol mundial con las federaciones nacionales, que otorgan las licencias para poder usar en los videojuegos los nombres oficiales de clubes, estadios, jugadores. En los noventa, dio las licencias a una empresa gringa. Al no tener los derechos, otra empresa japonesa te permitía que, en la versión del juego comercializada en cada país, pudieses jugar con tu equipo con cambios que evadían los derechos de propiedad”.
Entonces, el Real Madrid fue el “Chamartín” por el barrio donde está su estadio; el F.C. Barcelona, su archirrival, pasó a llamarse “Catalunya” por la región del equipo; o los ingleses del Liverpool fueron el “Merseyside Red”, por el condado del club y en alusión a la playera roja. Así cambiaban los estandartes nostálgicos y de conveniencia que son los equipos de fútbol. Mientras, los absurdos nombres de los jugadores (Romualdo, Rivoldo, Redonda) eran sinécdoques, unas numulares, otras con el ojo tuerto, como avisos del dueño original, aunque todos sepamos quién es quién en esa variante de las invenciones del rostro —al fin y al cabo, los pintores, a partir de conocidos o consejas inventaron caras de personajes históricos, de Cristo a Hidalgo; y la inteligencia artificial crea ahora rostros nuevos con la edad deseada y la mirada en quien los mira—.
Supongo que J.A. asedia el realismo dibujándolo. Su conclusión es severa: “Te obligan a pagar o a deformar la realidad”.
Tal vez quepa pensar, además —y antes que en derechos subjetivos o corporativos—, en un hábitat ni solipsista ni aislado, donde padre e hijo son peladores y curtidores. Del animal, fetiche original, curten la piel, la copia, para futuros adornos.
Imagen de portada: Fotografía de Patrycja Chociej, 2021. Unsplash
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Niu Chiao, “Historia de zorros”, en Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (eds.), Antología de la literatura fantástica, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1980, p. 301. ↩