Una tragedia suele generar emociones de todo tipo: indignación, consternación, miedo y tristeza infinita. Suele obligarnos a reaccionar y voltear a ver lo que ha pasado, aunque algo similar haya ocurrido antes y tal vez no llegara a ser la nota principal de todos los diarios y portales noticiosos. Así, aunque una tragedia nos reviente de angustia y nos deje sumidos en un laberinto emocional, la realidad es que la reacción social e individual suele ser efímera. Los múltiples casos de travesías humanas que enfrentan diversos desafíos nos resultan tan dolorosos que a estas alturas es común que provoquen indignación en todo el planeta, pero nos consta que difícilmente generan un cambio estructural en las sociedades y mucho menos en las autoridades del país que sea, porque todos los gobiernos gestionan los procesos migratorios desde la lógica de mantener el orden y el control para preservar el marco jurídico por encima de la condición humana.
Varios episodios trágicos han quedado en la memoria de los tiempos: desde el caso emblemático del niño sirio Aylan Kurdi (cuyo cadáver, hallado en una playa turca, conmovió al mundo entero en 2015), hasta otros más recientes, como la estampida de migrantes en Melilla (España) o el camión con decenas de personas asfixiadas en San Antonio (Texas), ambas ocurridas en 2022. Estas tragedias, como gritos de auxilio, nos obligan a recrear la odisea del viaje migratorio que siguieron las víctimas. La migración también ha definido nuestra geografía mental al convertir en referencias obligadas los lugares donde ha ocurrido alguna situación extrema, como Roraima (Brasil), Tarapacá (Chile), el Tapón del Darién (entre Colombia y Panamá) y el limbo de espera en Tapachula (México) donde, con el paso de los días, la indignación se normalizó y las miles de personas varadas, en su intento de llegar a un lugar mejor, se volvieron parte del paisaje. Simplemente, la tragedia dejó de ser la nota principal, a la espera de otra crisis que nuevamente consterne a todos como si ocurriera por primera vez.
La migración es, además, la expresión más clara de la desigualdad, el racismo y la xenofobia, ingredientes que marcan diferencias sustanciales en el trato que reciben grupos de distintas nacionalidades necesitados de refugio. Por ejemplo, la respuesta urgente y expedita a las personas desplazadas por la guerra en Ucrania difiere mucho de la solidaridad que solo en cierta medida despertaron quienes escaparon de Afganistán ante el regreso de los talibanes al poder y del trato que recibe la diáspora haitiana que atraviesa el continente, o los cubanos y venezolanos que han sido utilizados reiteradamente como instrumentos de presión política entre gobiernos. Estos ejemplos, a su vez, ocultan la experiencia cotidiana de las personas migrantes, que se enfrentan a abusos e injusticias muchas veces avaladas por un marco legal que distingue entre migrantes “aceptables” y los que el propio sistema considera “desechables”, frente a quienes no hay empatía que alcance. Por eso, las respuestas solidarias no deben limitarse a apelar a la hospitalidad colectiva, sino también a crear condiciones que permitan el apoyo sostenido a los migrantes aun cuando disminuya la visibilidad provocada por una crisis humanitaria específica. Después de la tormenta, ¿quiénes se quedan ayudando?
No somos tontos útiles
Mi amigo Alfredo Limas, profesor de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), me llevó a varios espacios donde se concentran los más recientes campamentos de migrantes atrapados en la frontera entre México y Estados Unidos. Los venezolanos en este momento superan en número a los haitianos, cubanos, colombianos y de otras nacionalidades. Esto ha sorprendido a Ciudad Juárez. Aunque siempre ha recibido migrantes, la mayoría eran mexicanos. Pocas veces, y menos en grandes grupos, se ha visto aquí a personas de tantos países, algunas de lugares que los juarenses tal vez ni habían imaginado en el mapa que se construyen del mundo. Lo más foráneo que hubo por décadas fue una comunidad de veracruzanos con gran capacidad y disposición para integrarse, que emigraron cuando la ciudad era uno de los polos de mayor atracción económica del país y antes de la guerra contra el narco que inició el expresidente Felipe Calderón, que los obligó a emprender el regreso a su tierra natal.
Observando los actuales campamentos de venezolanos a lo largo de la frontera con Estados Unidos no queda claro si estos migrantes algún día podrán cruzar a la ciudad contigua de El Paso (Texas) o se verán obligados a permanecer en territorio mexicano por un tiempo prolongado. Si cruzan, ¿lograrán conseguir el estatus de asilados ante la autoridad estadounidense? Si se quedan en México, ¿serán reconocidos como refugiados por la autoridad mexicana? El simple hecho de que sus vidas dependan más de leyes y reglamentos que de la decisión de cada uno de radicar donde lo decida, cuando supuestamente —y de acuerdo al derecho internacional— la migración es un derecho humano, debería llevarnos a repensar hasta qué punto hemos aceptado acríticamente, y como si fuera natural, que el marco legal sea el escenario desde el que se analiza la experiencia de migrar y no al revés. Es decir, se acepta que las leyes sometan a los sujetos a una especie de lotería que decide sus destinos según el tipo de visa a la que pueden aspirar y ciertos requisitos arbitrarios que muchos no logran cumplir. Para la autoridad migratoria el miedo personal o el deseo de habitar en otro país no suele ser motivo suficiente para otorgar un pase de entrada, más bien se vuelve una barrera infranqueable. Si lo vemos en términos humanos, este sinsentido provoca que millones de personas en el mundo sean catalogadas de acuerdo a un tipo de visa o, en extremo, que nunca logren obtener un documento legal y se les califique de indocumentados.
Aceptar la existencia de estos marcos jurídicos como una realidad inamovible únicamente ha provocado que los migrantes enfrenten una violencia aún mayor que aquella por la que salieron de sus países. El laberinto burocrático migratorio es un muro muy cruel que doblega la voluntad de cualquiera.
El marco migratorio internacional también ha alimentado la profunda desigualdad planetaria porque mientras unos quedan excluidos de la posibilidad de transitar entre países, quienes tienen recursos económicos acceden de manera casi automática al tipo de visado que mejor les convenga. Hay ejemplos escandalosos de ciudadanos mexicanos bien conocidos que residen en el país del mundo que les da la gana, cuyos trámites migratorios fueron tan fáciles como lo es comprar un departamento de lujo en Madrid para quien cuenta con el capital necesario, “haya sido como haya sido”. De ahí la desigualdad que revela la migración: puertas cerradas para unos, puertas giratorias para otros. ¿No será que legitimar las categorías que la jurisprudencia internacional sobre migración maneja con una intención legal —distinta a las intenciones que puedan tener quienes narran, acompañan o simplemente exponen la movilidad humana planetaria— nos acaba volviendo “tontos útiles” al servicio de una narrativa que valida el derecho de unos a migrar y acepta que otros sean deportables o sigan esperando en la frontera?
No me quedan los zapatos de otros
Cuando hablamos de empatía y de entender, acompañar y hasta arropar al que sufre, frecuentemente repetimos aquello de “ponerse en los zapatos de otro”. Nada más falso. Nadie en su sano juicio puede —ni debe— hacer suyo el dolor ajeno, pues la empatía, en verdad, es un proceso donde aprendemos y nos comprometemos a poner cierta distancia emocional al apoyar a otro que intenta, en la medida de lo posible, salir de su propio duelo. Entonces, necesitamos romper con la narrativa generalizada de la reacción ante las crisis migratorias solo cuando estas son visibles, y entender que la movilidad contemporánea es un proceso constante, complejo y global. Solo desde esta perspectiva la empatía deja de ser una respuesta de salvavidas para pensarse como un aprendizaje permanente.
Este cambio de noción, sin embargo, representa un gran desafío para el statu quo, pues entra en contradicción con los marcos legales que en materia migratoria ponen más trabas de las que resuelven y limitan más de lo que liberan. Por supuesto, esto no significa que dichos marcos regulatorios no sean útiles, claro que lo son para los Estados que, a través de complejos entramados legales, mantienen el control y la vigilancia sobre sus territorios y refrendan distinciones y privilegios.
Catalogar a las personas migrantes desde criterios legales es útil para sostener la desigualdad, no la empatía. Tal vez es tiempo de sobreponer a la etiqueta jurídica la condición humana y romper con las clasificaciones con las que se entiende la migración contemporánea.
Imagen de portada: ©Rini Templeton, de la serie Border, s/f. Rini Templeton Memorial Fund