No soy muy dado a explicar la vida con etimologías, pero no deja de sorprenderme la serenidad con la que vamos por ella hablando de “trabajar” como si la palabra no hubiera mutado de tripaliare, a su vez nacida de tripalio, un instrumento de tortura. A veces, como en hipopótamo, ese “caballo de río”, la etimología es un poema; otras es un vínculo invisible entre un oficinista y un antiguo latino colgado hasta morir de un cepo de tres puntas. Pero la coincidencia no es en modo alguno sólo etimológica; los sesentaitantos libros de la biblia cristiana los “inaugura” Dios castigando a Adán con trabajo. El trabajo es el antónimo de la reflexión —dice Félix de Azúa en El aprendizaje de la decepción—, del conocimiento del bien y el mal, pues fue ese conocimiento, el fruto prohibido, la causa del enojo divino. “La maldición, en ese punto, es bien clara —dice Azúa— tan condenados estamos a vivir como a trabajar, y el fin de lo uno sería el fin de lo otro”. Me pregunto si Dios, de por sí tan ocupado en su omnipresencia que tuvo que dejar a un querubín a cargo del Edén, se habrá imaginado que el castigo de Adán iba a derivar a la postre en botargas despintadas del Chavo del Ocho en Chapultepec y en instructores de surf para perros. Hay trabajos insólitos, algunos tan poco trabajosos que parecen desafiar la lógica del tormento divino. No a propósito, quizá; supongo que alguien tiene que hacerlos. Como especie sumamos ya algunos milenios de existencia, hemos tenido tiempo de sobra para diversificar la gama de nuestras actividades hasta la hiperespecificidad, así como para multiplicarnos en un número suficiente para realizarlas todas, y dejar espacios en blanco en la historia de las cosas por hacer hablaría mal de nosotros. Yo, por ejemplo, estudié un par de carreras universitarias y publiqué algunos libros antes de darme cuenta de que mi verdadera vocación era la de beber té, así que tomé un curso para certificarme como sommelier, es decir, como experto en la infusión de Camellia sinensis, una de las casi dos millones de especies vegetales que hay en el mundo, y que, al margen de sus aplicaciones rituales, se bebe esencialmente por placer. Me gusta pensar en mí mismo como en una variante del protagonista de la película japonesa Okuribito (que en Hispanoamérica se llamó Violines en el cielo aunque en toda la película no sale un solo violín). En ella, Daigo, un chelista de moderado éxito, debe buscar empleo tras la repentina disolución de la orquesta en la que trabaja, y lo encuentra preparando cadáveres para el rito funerario. Al inicio, el personaje realiza las faenas a su pesar y sobre todo por la premura económica, pero conforme avanza la trama su nuevo oficio se va colando por los intersticios de su identidad para moldearlo en una nueva persona. Como suele pasar en las películas, el protagonista no encuentra lo que busca pero sí lo que necesita: Daigo quiere un empleo y se descubre a sí mismo. A otros empleos, y contra la voluntad del creador, se llega esperando el tormento y se descubre el placer. Tal vez Dios no leyó las letras chiquitas de su propia sentencia. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, dijo, obviando que hoy por hoy se puede ganar el pan calentando camas, no en el sentido picaresco sino en el estrictamente literal, como hace la persona que emplea el Holiday Inn Kensington Forum. Ubicado en Londres —ciudad nada tropical—, el hotel tiene el problema de que a sus huéspedes los reciben camas gélidas; por ello, hay ahí una persona cuyo sustento consiste en enfundarse en un traje térmico y permanecer en posición horizontal sobre la colcha, de forma tal que cuando el huésped llegue por la noche la encuentre cálida y maternal, lista para guarecer su sueño. Ganarse la vida descansando tiene sus aristas, pero podemos acordar que como castigo divino es bastante defectuoso.
El de experto en té está muy lejos de ser el trabajo más insólito o antiguo entre los catadores (que llevan mucho tiempo catando especias y perfumes, a cambio de una alta remuneración), una de las subcategorías que identifico entre los burladores de la sentencia divina. Los hay de alimentos, como los probadores de papas fritas: guardianes de la longitud, la cantidad exacta de sal y el grado de sonoridad en el crujido; o como el inspector de helados al que la marca Ben & Jerry’s no sólo le paga la nómina sino que también le patrocina una cuchara de oro —puesto que este metal no tiene sabor— para catar sus nuevos sabores antes de lanzarlos al mercado; también los hay, aunque más solemnes, de objetos que no son comestibles, o al menos no convencionalmente, como los expertos en dados, que pagan la deuda de Adán paseándose por los casinos, revisando que a los instrumentos de juego no se les escape un sospechoso coqueteo con la gravedad o una discreta anomalía en el diseño, para evitar que se defraude a sus patrones; o los oledores de papel, que trabajan para la industria de la higiene. Pienso en un par de ejemplos más en cada rubro: hay interpretaciones de la Biblia que asocian el “pecado original” —que, recordemos, dio origen a la maldición del trabajo— con el descubrimiento sexual, una metáfora del Libro Sagrado que justo en ese capítulo decidió ser clasificación A; de ser así, quizá no haya quienes subviertan el castigo con más desvergüenza que los probadores de juguetes sexuales, cuya labor de cata y reseña no requiere, creo, mayor explicación. Y, si mi novia se refiere al té, tan preciado para mí, como “pura agua caliente”, quizá le sorprendería saber que, como no hay nada maś barroco que los alcances del minimalismo, existen también sommeliers de agua simple, por ejemplo las dos expertas empleadas por el hotel suizo Bad Ragaz que acompañan a los huéspedes en la elección entre los más de veinticinco tipos “diferentes” de agua que ofrece su water bar.
Otra subcategoría notable es la de los buscadores. Entre ellos se cuentan algunos quizá no tan felices, a los que sin embargo les queda la dudosa satisfacción de la excepcionalidad, como quienes alejados del mundanal ruido limpian los drenajes profundos, héroes anónimos en cuyos hombros descansa la civilización. Más modestos son los buzos rebeldes que le dieron la espalda al mar y despliegan sus talentos en los campos de golf, buscando las pelotas que los señores blancos, ricos y heterosexuales de mediana edad lanzan a los lagos, lejos del hoyo y del orgullo. Por último están los infiltrados, donde hay un amplio campo laboral para el estudiantado de arte dramático: están, por ejemplo, las damas de honor profesionales, cuyo trabajo es pasársela bien en una fiesta —algo que a mí, en lo personal, me supone un gran esfuerzo, pero soy la excepción—; herederas edulcoradas de Günter Wallraff, aquel periodista alemán que pasó meses fingiendo ser un inmigrante turco para vivir y reportar en carne propia la experiencia —trabajando en un McDonald’s sin papeles, limpiando reactores nucleares a mano limpia y ofreciéndose como conejillo de indias para la industria farmacéutica—; van por el jardín bebiendo y degustando, mimetizándose con la alegría del matrimonio de dos personas que en el fondo les son indiferentes (algo que, para ser justos, también le ocurre a algunos invitados legítimos). Su contraparte, quizá no tan animada, es la de los actores de funeral, una profesión que también tiene raíces en tiempos bíblicos, y para la que, eso sí, hay que prepararse no sólo en métodos stanislavskianos sino también de documentación, conociendo la vida del difunto en caso de que alguien haga una pregunta casual, de esas que se hacen en los velorios para evadir el tema principal. Reza un adagio muy antipático que basta encontrar un trabajo que nos guste para no trabajar el resto de nuestras vidas. En realidad, el placer es un gen recesivo; las más de las veces, la obligatoriedad termina por comérselo, digerirlo y excretarlo en forma de resignación. Y, no obstante, hay empleos rebeldes que no están a gusto en la dicotomía, empleos en los que el ocio y el hedonismo no son la recompensa sino la “utilidad” misma susceptible de remuneración. En el manifiesto La utilidad de lo inútil, Nuccio Ordine afirma que
sólo es realmente hermoso lo que no sirve para nada. Todo lo que es útil es feo, porque es la expresión de alguna necesidad y las necesidades del hombre [sic] son ruines y desagradables, igual que su pobre y enfermiza naturaleza. El rincón más útil de una casa son las letrinas.
Yo más bien creo que la belleza es un sándwich: en el centro habita todo lo horrendamente útil, cercado de un lado por la hermosura de lo que no sirve para nada y del otro por la de aquello que sirve pero de una forma tan específica, tan desobediente, que se confunde con la inutilidad. Es ahí donde germinan los trabajos insurrectos, en un bug en la programación del mundo, el mismo limbo en el que el coronel Aureliano Buendía pasa las tardes haciendo pescaditos de oro que luego vende para obtener monedas y fundirlas para hacer más pescaditos de oro. Quizá el secreto para no trabajar el resto de nuestras vidas no sea encontrar un trabajo que amemos, sino buscar uno que sea tan insólito, tan desvergonzado, tan poco temeroso de Dios, que si no fuera remunerado difuminaría efectivamente los límites entre la faena y el trance, entre la cotidianidad y la sorpresa: un trabajo que desconcierte a tal punto que todo mundo olvide su pedestre y pesada naturaleza de empleo; un trabajo que se parezca al ocio y a la improductividad, si no en los réditos que trae a la clase dominante que los promueve aunque no los realice, cuando menos sí en su ejecución cotidiana. En el fondo, muchos trabajos atípicos se consideran así porque se les ha extirpado el esqueleto de la productividad. Lo que tienen en común los buzos de los campos de golf, los dormidores profesionales, las falsas damas de honor y los sommeliers de agua simple es que no la pasan peor que quienes harían esos trabajos gratuitamente y que, aunque se inscriban en la inescapable cadena de valor mercantil, retienen un poco del placer del consumidor para sí mismos, violando la ley divina que se manifiesta en la etimología del trabajo. Quizá el epíteto, la calidad de “atípico” o “insólito”, no es sólo una conclusión estadística, sino también un comentario innecesariamente punzante, aunque amable, como los que mis tías esgrimen con destreza en las comidas familiares.
Es hora de reconocer que estoy romantizando un poco la cuestión, pero es un mecanismo de defensa, legítimo como cualquiera, que adopté a raíz de que el mundo es muy hostil, sobre todo en lo que respecta al rubro laboral. No ignoro, como he mencionado ya, que muchos de estos trabajos son exquisiteces que sólo pueden disfrutar las clases altas, que paradójicamente son las menos ocupadas. Estoy convencido de que no encontraré catas de agua simple en la Bodega Aurrera a la vuelta de mi casa, y hay que ser muy ingenuo para creer que incluso los empleos más nobles —ya no digamos los aparentemente inútiles— no participan o han sido orillados a participar de una u otra forma de la lógica del beneficio que, insisten en tratar de convencernos, rige nuestras vidas. También el té, tan felizmente inútil (en comparación con el café y su sumisa alianza con la religión de la productividad), es el centro de una industria millonaria; incluso algunos empleos insólitos, como los ahuyentadores de palomas, sólo tienen sentido en la cúspide del lujo comercial. Pero esto no es culpa de los trabajos disidentes en la humildad de su cumplimiento. Pensándolo mejor, se me ocurre que quizá el Dios del Génesis fuera ya desde entonces un capitalista salvaje, y Adán, que después de todo era un recién nacido, entendió mal la sentencia: el tormento no era el trabajo, sino su contexto —de la misma forma en que el castigo de Eva no era la menstruación como tal sino el aparato ideológico, perfeccionado con los siglos, que convertiría su sangre en tótem de la desigualdad—. En ese caso, hemos sido derrotados: el castigo goza de cabal salud. Y, sin embargo, en esas actividades inauditas que por ahora son reservadas a unos pocos, late una voluntad de rebelarse, de volver a comer del árbol de conocimiento del bien y el mal, del conocimiento del trabajo y el placer, la necedad de tomarse un té en medio de la vorágine, de elegir los rincones más frescos del Infierno, de crecer como hierba mala de ésas malvibrosas en el centro del Edén de la productividad, de reivindicar su calidad de pecado, si no original —que la marca ya estaba registrada—, al menos sí un tanto más pintoresco.
Imagen de portada: Adriana Mosquera, de la serie Anulaciones, 2014. Cortesía de la artista