Para comprender algo de la importancia del lenguaje en la obra de Jacques Lacan es preciso recordar que él era un psicoanalista con una práctica cotidiana en la que, a lo largo del día, escuchaba personas que sufrían por algo, a las que su existencia las interrogaba, pues se había salido de rumbo en algún punto, y no conseguían reencauzarla. Entonces acudían a él para hablar de eso… y tratar de cambiar. Él escuchaba. A veces intervenía con alguna pregunta o alguna frase que en primera instancia era enigmática. Pero también, en ocasiones, sin hablar, hacía algo significativo, como acompañar a una nueva analizante al funeral de su analista, recién fallecido. ¿En qué se distingue el diálogo entre un psicoanalista y su analizante de otras formas de relación humana? ¿Por qué no da lo mismo hablar con un amigo o un confesor, o incluso con un psicólogo o un psiquiatra? Es que, en todas las sesiones de análisis, lo que ocurre entre ambas partes se da siguiendo una forma de hablar totalmente específica del psicoanálisis, que Freud llamó regla fundamental o asociación libre. ¿En qué consiste? En que el analizante se compromete a decir todo lo que se le ocurra sin censurar nada, ni en el contenido ni en la forma. Debe evitar darle lógica a su discurso y nunca tratar de llevarlo a ningún destino predeterminado. El analizante abandona el timón de su hablar y deja de conducir lo que dice para permitir que las ocurrencias vengan, y las dice en el orden (o desorden) en que aparezcan; también comunica si tiene sensaciones corporales o algún sentimiento repentino hacia sí mismo, hacia alguien conocido o incluso hacia su analista. No omite nada. Ni los sueños, ni las fantasías que en otros lados resultan inconfesables. Incluso, y sobre todo, si lo que se le ocurre tiene que ver con su psicoanalista, que puede ser halagador u ofensivo. Da igual: de todas formas, lo debe decir. ¿Se comprende que esta manera de hablar es imposible en cualquier otra relación humana? Ningún matrimonio podría soportarla, ni siquiera la más íntima de las amistades podría continuar si Pedro cotidianamente le dijera a Juan, su gran amigo, todo, sin censura y en detalle, acerca de lo que realmente piensa en su fuero íntimo de cada cosa que se le ocurre, de Juan mismo o de la esposa de éste, e incluso de sus hijos. Cualquier relación humana sometida a esta forma de hablar simplemente… explotaría. Pero lo mismo ocurre en la relación de cada quien consigo. Hay cosas inconfesables, o bien que se pueden aceptar y reconocer, pero cuyas consecuencias no pueden ser admitidas. Por ejemplo, los deseos incestuosos hacia un hijo o una hija. O los deseos de muerte hacia ellos. Es decir, los seres humanos entramos en conflicto con nosotros mismos porque no podemos ser congruentes, albergamos deseos muy intensos que son contradictorios entre sí y con el amor. La regla de asociación libre, al buscar eliminar por principio la censura, abre las puertas hacia esa zona oscura de nuestro ser. Y lo hace a través del diálogo con el psicoanalista. Desde el inicio de su recorrido Jacques Lacan le dio la máxima importancia a esta forma de hablar, única del psicoanálisis. Y, a la vez, comprendió que para el analizante es muy difícil practicarla, por lo cual es preciso que el psicoanalista intervenga para que lo consiga.
En el camino, formuló la famosa frase de que “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, y otra, menos famosa, pero no menos importante: “el inconsciente es el discurso del Otro”. Esta última quiere decir que el núcleo de nuestro ser no nos resulta directamente accesible, pero se revela a través de los sueños, los actos fallidos, los olvidos, los pequeños o grandes síntomas que nos hacen padecer, pero también en esas repeticiones que atormentan nuestras existencias. Y ese núcleo de nuestro ser, oscuro para nosotros mismos, que es el inconsciente, está construido por el conjunto de palabras pronunciadas por los demás (el campo del Otro) a lo largo de nuestra existencia. En su juventud, Freud conoció la hipnosis y la practicó. Se dio cuenta de un fenómeno muy interesante. Cuando alguien estaba hipnotizado y recibía una orden, al despertar de la hipnosis la ejecutaba y no sabía por qué, ni recordaba nada de la orden recibida. Un día, en una demostración pública en un auditorio cerrado, el hipnotista ordenó al hipnotizado que, al despertar, fuera por su paraguas y lo abriera sobre su cabeza adentro del auditorio. Al despertar y volver a su lugar, el hombre, antes de sentarse, abrió su paraguas y lo puso sobre sí como si lloviera. Entonces el hipnotista le preguntó: “Pero, ¿qué hace? ¿Está loco?” Y la persona, totalmente desconcertada, después de dudar un momento, dijo: “Estoy viendo que mi paraguas funcione bien”, tras lo cual el público rio mucho. Esta experiencia le confirmó a Freud la existencia del inconsciente. Es decir, los seres humanos actuamos sin conocer las verdaderas razones de lo que hacemos. Pero no sólo eso, al ser tan inteligentes, podemos encontrar de inmediato una explicación “razonable” a esas acciones, es decir, las racionalizamos desconociendo por completo que estamos respondiendo a otra cosa, como pueden ser las palabras que alguien más ha dicho. Así, alguien puede escuchar de pasada, en una conversación familiar, que el abuelo, el patriarca familiar, siempre despreció a las personas morenas. Esas palabras, oídas en la infancia, pueden marcar toda una existencia. Pueden pesar, en un sentido u otro, sin que la persona recuerde de dónde viene esa carga que siente respecto de su propia apariencia. El inconsciente es el discurso del Otro. La regla de asociación libre permite explorar territorios que hace mucho han sido abandonados por la memoria. Así, el diálogo analítico, mediado por la asociación libre, es la puerta de acceso al inconsciente. Pero, ¿qué quiere decir que el inconsciente está estructurado como un lenguaje? Cuando nacemos, cada uno de nosotros tiene un lugar asignado por el lenguaje. En efecto, no sólo se trata de la elección del nombre del niño o de la niña, sino de que en las familias a veces tiene un peso importante precisamente si será varón o nena quien llega a ese lugar. Y en función de eso se le asignará un nombre propio que puede, que incluso suele estar muy cargado de significaciones o de historia familiar. Ése es un peso que cada uno porta consigo toda su vida. Por ejemplo, cuando una familia tiene la pésima idea de poner a un hijo recién nacido el mismo nombre del otro hijo que ha muerto antes de él. Devastador. Pero todavía más: al nacer, nos preexiste una cadena generacional en la cual nos vamos a insertar en un lugar muy preciso. Ese lugar en la cadena generacional sólo se puede situar gracias al lenguaje, y en esas cadenas los apellidos, o los nombres familiares o del clan, son una parte esencial. Regulan los parentescos y por lo tanto los matrimonios que son legítimos y los que no lo son. Es decir, regulan la prohibición del incesto, que es la matriz de cualquier sociedad humana. En efecto, Claude Lévi-Strauss señaló que si bien las leyes que regulan las relaciones sexuales en las diferentes sociedades humanas pueden variar, siempre existen. La prohibición del incesto es universal y constituyente de las sociedades humanas. De nuevo, un acto de habla. El lenguaje, a través de los apellidos o nombres de familia, indica con quiénes está prohibido sostener relaciones eróticas, lo cual, ya se ve, es el fundamento del complejo de Edipo y de todas sus ramificaciones. Ahora bien, el que algo esté prohibido no impide que se lo desee, más bien ocurre lo contrario. De esta manera, la existencia del lenguaje instituye a la vez tanto el mundo humano como el de los deseos prohibidos, que son inconfesables incluso ante uno mismo. Así, existe una íntima relación entre el lenguaje y los deseos inconscientes. Freud demostró, a través de los sueños, esa relación. Ningún libro ha generado tanto interés en practicar el psicoanálisis como La interpretación de los sueños. Ahí Freud demostró que es posible descifrar los sueños y encontrar los deseos inconscientes que los generan. Pero, ¿por qué son tan extraños los sueños? Porque para entregar su mensaje y cumplir los deseos que los animan, deben pasar por una censura que disfrace su tarea. Lo que soñamos (el contenido manifiesto del sueño) es el resultado de la pugna entre los deseos inconscientes y la censura; el deseo siempre triunfa y consigue su objetivo, pero a través de un disfraz. La interpretación de un sueño lo revela, con lo cual suele producirse un efecto muy gracioso. Cuando el mejor amigo de Freud en aquella época, su confidente y colaborador Wilhelm Fliess leyó La interpretación de los sueños, le preguntó a Freud: “¿por qué todas las interpretaciones de los sueños parecen chistes?”. Lo cual fue una especie de revelación para Freud que, acto seguido, escribió otro gran libro, El chiste y su relación con lo inconsciente. Ahí muestra, a través del análisis del funcionamiento de los chistes y de la risa, que el inconsciente funciona en las palabras y con las palabras. Sin embargo, no todo lo que da risa es un chiste, pues no es lo mismo lo cómico que un chiste. Lo cómico es básicamente gestual y puede suceder sólo entre dos personas. En cambio, el chiste es una construcción verbal y requiere de al menos tres personas (incluso si una no está presente, aquélla sobre la cual se hace el chiste). Pero no sólo eso, el chiste revela que lo importante está no sólo en lo que se dice, sino en lo que no se dice, en su negatividad. En efecto, el chiste vive gracias a aquello que no se dice, que sólo se implica o se alude. Si eso no-dicho se explica, el chiste deja de serlo. Por eso el inconsciente está estructurado así, como un lenguaje, en una lengua y con todos los matices retóricos, sintácticos y creativos de los que los seres humanos somos capaces, incluso sin haber ido a la escuela. El albur es un ejemplo clarísimo de eso, muestra lo que sabe hacer la lengua, que Lacan escribía lalengua para significar ese lado lúdico, creativo, húmedo del hablar y… de ser hablados, por ejemplo, con un lapsus (decir una cosa por otra) que a veces se puede volver un chiste.
Le dice la analizante al psicoanalista: “¡ya sé que usted está esperando que yo haga un lapsus!… Pero sepa que yo no le voy a dar el busto”. Es que la capacidad que los seres humanos tenemos de operar con lalengua no depende de nuestros logros académicos. Somos hablados. Lalengua nos es inherente y nos constituye. Lacan se percató de eso y tomó nota de que en un psicoanálisis todo sucede en palabras, en lo que ellas dicen y también lo que no dicen, pero aluden. Y que incluso los actos significativos lo son porque hay cosas que se dicen haciendo. Lacan, durante casi cincuenta años, exploró cada uno de los aspectos de esa característica específicamente humana de habitar el lenguaje polisémico. Así, quiso dar cuenta de qué es el psicoanálisis como experiencia de habla y cómo opera en ella ese registro simbólico, que también incluye al silencio. Lacan distinguió tres registros de la realidad humana y de la práctica analítica: el imaginario, el simbólico y el real. El lenguaje pertenece al orden simbólico y es el que permite los intercambios humanos, como el pacto, la traición, la política, la vida familiar, la academia, el trabajo remunerado, etcétera. No es aquí el lugar para siquiera esbozar el vastísimo recorrido que Lacan hizo por los múltiples ángulos de la experiencia de hablar y del lenguaje (desde Pichon y Damourette, al De Magister de San Agustín, la lingüística de Saussure, de Benveniste y de Jakobson, la lógica de los estoicos, la lógica formal, la gramática generativa de Noam Chomsky, el barroco de Góngora y de Baltasar Gracián o la poesía china). Baste decir que Lacan siempre tuvo presente la experiencia germinal de Freud y de su propio psicoanálisis, ése que él mismo hizo, gracias al cual entendió en carne propia el rol crucial y la potencia de ese régimen enunciativo único del psicoanálisis que consiste en decir, sin censura, todo lo que a alguien se le ocurre y le ocurre en cada sesión de análisis. Un hablar sin dirección preestablecida y sin omisiones. Un decir que, a la vez que es dramático, tiene mucho de poesía.
Imagen de portada: Santiago Borja, Divan / Free Floating Attention Piece, Freud Museum London, 2016. Cortesía del MUAC/UNAM