La fe de las chinches
La prosa gélida y desapegada del informe nos aclara que Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) “es considerado por la crítica literaria el más importante poeta rumano de la generación de 1980”, según puede constatar quien se atreva a asomarse a internet, donde la obra literaria de tantos autores se mide con la vara de la carrera profesional. También en línea puede consultarse una larga lista de premios con los que se ha reconocido la obra de Cărtărescu; y para no ir tan lejos (o tan cerca), en la solapa de la edición que Impedimenta ha puesto a circular de su novela Solenoide (original de 2015), se puede leer que es “autor de varias obras de enorme prestigio”. Por supuesto, entrecomillar ayuda a dudar de algo, ¿y no conviene aquí precisar qué es lo que se ha puesto bajo sospecha? Sí, que lo entrecomillado es la manera tan natural con la que aceptamos ese lenguaje entre publicitario y celebratorio con el que a menudo se habla sobre escritores, literatura y arte en general. Pues, casi sobra decirlo, Cărtărescu sí es un autor significativo, pero si Solenoide pone algo bajo ataque es, precisamente, el mito del escritor profesional, quien no escribe de espalda sino de la mano del mundo y la vanidad de los hombres.
La estrategia que el escritor rumano despliega en esta novela es singular, especialmente en los tiempos que corren, de bancarrota imaginativa; está basada completamente en una capacidad inventiva: parece que Solenoide ha brotado (como la seda del gusano, para volver al símil marxista) de un escritor idéntico a él pero que ha recorrido una senda anónima, completamente distinta (no libre de sus propios mitos).
Como el joven Cărtărescu, el narrador-protagonista de esta novela es autor de un poema, La caída, así como profesor en una pequeña escuela de Bucarest y un lector obseso. Pero si en el caso de Cărtărescu esa obra inició una “carrera”, en el caso del narrador la clausuró. Este desdoblamiento no pasa inadvertido para la voz que dicta Solenoide, caracterizada por su hipersensibilidad:
… pienso con malicia en el otro, en el autor de novelas, de libros de versos, de ensayos, quién sabe de qué más, desgajado de mí aquel lejano otoño del Cenáculo de la Luna, separado de mí como un siamés, a través de una operación agresiva, traumatizante y mutiladora. Lo veo, lo conozco, lo siento en la otra cara de la moneda, lo oigo a través del metal frío, grabado con una cabeza por un lado y un águila por el otro. Intento transmitirle con unos martilleos rimados el plan de huida. Pero él es sordo, ciego y obtuso, arrastrado como está por la maldita necesidad de gloria. Con él sólo puedes hablar de festivales, giras, tiradas, autógrafos, entrevistas. Se conforma con las falsas huidas que promete a sus lectores, con sus falsas puertas pintadas ilusoriamente en las gruesas paredes del museo de la literatura. Es el profesional que domina sus recursos…
El anterior es sólo uno de los muchos pasajes en los que el narrador regresa, obsesivamente, a ese punto toral de su biografía: cuando fue rechazado por su comunidad literaria (y no celebrado, como le pasó al “auténtico” Cărtărescu). En ocasiones sí vuelve a este evento como si fuera traumático, pero también, ya lo vimos, como si fuera un momento divino que le permitió al narrador continuar por un camino negado a los artistas profesionales, es decir, un camino liberador, más en contacto con algunos enigmas de lo real. Aquí, insisto, se aprecia la capacidad imaginativa de Cărtărescu, que agota temas desde distintos frentes, con privilegio para un lenguaje robusto, incluso vigoréxico, que redondea ideas hasta aniquilarlas. El efecto es hipnótico, no sólo por atravesar el andamiaje de muchos de los tropos del relato fantástico (como el doble), sino por la cadencia incansable que se tensa a lo largo de la narración. Solenoide es una novela profundamente extraña, si bien su rasgo más inquietante no proviene de su forma: dividida en cuatro partes, exige a fuerza de insistir, pero su resistencia no se encuentra en un lenguaje intrincado o dado a la fricción (al menos no en la traducción de Marian Ochoa de Eribe). Al contrario, se lee con claridad, pero también (y aquí está su apuesta) con el tono inmersivo de la repetición. En efecto, Solenoide apuesta por crear una trama sobre una atribulada y rica vida interior, así que la anécdota podría reducirse pronto: un escritor fracasado tiene visiones de otro mundo u otra realidad. Cuando irrumpen en el relato los efectos desestabilizadores de los sueños (lo cual pasa a menudo), son mediados por reportes interpretativos, como los de quien lee y estudia un nocturnario privado; o bien, por el marco de un cuento fantástico. Así, conviven en esta novela fragmentos de diarios, pequeñas pero herméticas parábolas (en la estela de Kafka) y, sobre todo, un realismo feroz que retrata la Bucarest comunista (piojos, liendres, lodo, soledad, frío, hambre, miseria…). Pero ese realismo, que planea sobre lo infraordinario, contrasta, en ocasiones de una línea a otra, con una Bucarest extraña, a ratos luminosa, donde los piojos y las liendres pueden encerrar mensajes místicos; donde en el fango se pueden encontrar huellas que, súbita y milagrosamente, desaparecen (como si su dueño se desvaneciera en el aire); donde el dolor y el sufrimiento tienen un propósito. ¿Pero qué propósito? ¿Cuál es la naturaleza de los enigmas de Solenoide? Debe advertirse: a pesar del impulso utópico o imaginativo que Cărtărescu le dio a esta novela, en la que pueden encontrarse elementos de la ciencia ficción, nos engañaríamos si en ella viéramos un relato que plantea visiones optimistas del mañana. Tomemos como ejemplo de esto un pasaje que se encuentra hacia el final de la obra, cuando el narrador descubre que un bibliotecario ha logrado descifrar el proceso para transmutar la conciencia humana en el cuerpo de un sarcopto de sarna. ¿Se trata del tópico del “científico loco”? No precisamente. El bibliotecario convence al narrador de ocupar, como si fuera un líquido vertido, el cuerpo de sarcopto para llevarle a una colonia de microinsectos un mensaje de amor (se ve a sí mismo como su dios creador). Lentamente se devela un relato conocido:
En el lapso de tiempo que se me permitió permanecer en medio de ese pueblo minúsculo les comuniqué la buena nueva de que no están solos en el mundo, enterrados en su patria efímera y sin destino, de que un poder elevado e invisible vela por ellos, porque ninguno de los pelos sensoriales de su carcasa grasienta se agita sin que él lo sepa, de que cada uno de ellos es precioso y no va a morir. Para mi desconsuelo, sin embargo, vi cómo todo era tergiversado, es decir, retraducido…
Antes de volver a su forma humana, el sarcopto narrador es crucificado. La escuela de Kafka es innegable. No sólo por la metamorfosis que opera sino por la capacidad de desarrollar parábolas de una mística siniestra, cuando no plenamente herméticas, sin referentes concretos, que sólo existen para desenrollar un relato, como si se tratara de chistes que toman demasiado tiempo en ser contados (la primera línea de Solenoide: “He cogido piojos otra vez”). También, al margen del humor kafkiano, están los entornos enrarecidos, con sus puertas vigiladas y enigmáticas, o esas raras criaturas provenientes de una hipotética cuarta dimensión que se alimentan del dolor; también deben mencionarse los recuerdos de infancia en un hospital para tuberculosos, probablemente regido por autómatas… Es en la creación de estos espacios enrarecidos de donde se alimenta la profundidad de Solenoide, novela que invita a ver lo real como si escondiera una teología inaccesible, oscura, tal vez perversa, pero que se opone (aunque sea por default) a la dureza del mundo material, carente de misterios.
Imagen de portada: Nicolae Tonitza, La cola del pan, 1920.