—Lo que quiera por diez dólares, papaíto. La muchacha llevaba un tapabocas con besitos estampados. La creatividad del Centro de San Salvador supera a tantos escritores. Era pequeñita. Ser pequeñita en El Salvador es debajo de 1.60. Llevaba una falda corta que por puro formalismo se podría llamar así. Era un andrajo más bien. Las rodillas se le doblaban para adentro, como queriendo —esas sí— darse besitos. Renegridas. Calzaba sandalias café, tipo romanas, de ésas que sólo por tener más material se enrollan en las piernas. Las serpientes de eso que pretende ser cuero en sus pantorrillas la hacían ver aún más chiquitita. Vestía una camiseta rala que parecía cortada con tijera mientras pensaba —imagino yo—: ¿Cómo enseño las tetitas? 17, 18 años, pensé. 22, como mucho. —¿Perdón? —pregunté. —Lo que quiera por diez dólares, papaíto —dijo pasándome al lado en la sepia, sucia, deotrotiempo 4ª avenida Sur. Entonces escuché bien clarito.
*
El Centro de San Salvador es un colado de salvadoreñidad, un zumo de guanacos, el resultado de nosotros exprimidos por una prensa francesa. Son 250 cuadras a las que llamamos, cuando los periodistas nos ponemos cursis o se nos acaban los recursos, o sea: casi siempre, “el corazón del país”. Al menos no decimos “el alma”. ¿O sí decimos? Es, pues, un lugar miserable, porque nos resume. 22,000 vendedores informales venden allí lo que pueden. Si venden, cenan; si venden, proveen; si venden, duermen bajo techo. Si no venden, todo lo opuesto. Era 29 de marzo. Habían pasado ocho días desde que el presidente del país decretó cuarentena obligatoria. Cuarentena salvadoreña: Si usted no va a comprar víveres, si no va a la farmacia por una urgencia, si no es médico o enfermero o empleado de gobierno o de un establecimiento con permiso, los soldados lo pueden detener y encerrarlo 30 días en centros de cuarentena. El soldado como juez. Los salvadoreños, como diría Dalton, siempre sospechosos de todo. O sea, si usted no tiene nada que hacer en la calle, no salga. Pero la gente del Centro, la raza del barriobajo, siempre tiene algo que hacer en la calle: sobrevivir. Sobrevivir es un “algo” diario, sin horario. Sobrevivir es un parabrisas empañado en una terracería en la que se viaja a toda velocidad. Las pandemias son urgentes: convierten el fin del mundo en un estornudo. Pero hay vidas que también son —eran— un estornudo: ¡Achís! Y todo se acabó.
*
—No, gracias —dije desde mi impoluta mascarilla blanca sin besitos. (“No, gracias”. ¿Dije eso? Sí, eso dije. Vaya desubicación. Es como responder merci si un coyote generoso se digna a compartirte un trago corrosivo de guaro Cuatro Ases o Trenzuda o Caña Rica. Y eso que uno vive de contar aquello a lo que no pertenece. Vaya chasco que somos a veces cuando hablamos los que escribimos). La chiquitita ladeó la cabeza como diciendo “ni modo” y siguió caminando.
*
Dejémonos de formalismos. “Lo que quiera”, dijo la mujer. Lo que quiera puede ser una mamada, una eyaculación en la boca, sexo anal. “Por diez dólares”, dijo la muchacha. Diez dólares cuesta una entrada al cine y unas palomitas, el combo más económico de la Pizza Hut, casi un mes de plan básico de Netflix, un taxi de Polanco a la Condesa, nada en París. “Papaíto”, dijo la niña. Papaíto era el que pasara por ahí.
*
Ese mismo día, juntando otras escenas, escribí un texto en mi periódico. Lo titulé: “Brotes de desesperación en el Centro capitalino”. (Déjenme decir otra escena rapidito: un hombre se quitó la camisa y me la ofreció por un dólar. El hombre no lo hizo suplicante, sino discretamente rabioso. La mirada, la tensión en la mandíbula, las palabras escuetas, la súplica como una orden: “Viejo, bróder, comprame la camisa a un dólar”. No como alguien que sabe pedir limosna; sino como alguien que tuvo que pedirla).
*
La cuarentena. Tiempos de coronavirus. COVID-19. La pandemia. La emergencia. Tiempos de crisis. Tiempos de… Todo parece excepcional si le ponemos a estos días una de las etiquetas anteriores. Esas etiquetas son licencias anodinas desde que ese bicho verdoso se hizo planetario. Todo parece requerir ojos grandes. Todo parece nuevito y flotando. Toda miseria parece un descubrimiento. Todo infortunio parece un hecho y no un agravante. Y, sin embargo, desde que la muchacha me dijo lo que me dijo en la calle donde me lo dijo, a mí me zumba un siseo en la oreja: Pst… Eso ya estaba allí. Como tantas otras cosas.
Lee otros textos del Diario de la Pandemia, número especial en línea.
Imagen de portada: Venta de ropa en San Salvador. Fotografía de Robert Easton, 2014. CC