La muerte era igual de inexorable para las familias [de campesinos franceses] que se quedaban en sus villas y se mantenían sobre la línea de la pobreza. Como Pierre Goubert, Louis Henry, Jacques Dupâquier y otros demógrafos lo han mostrado, la vida era una despiadada lucha contra la muerte por doquier en los albores de la Francia moderna. En Crulai, Normandía, 263 de cada mil bebés morían antes de cumplir un año, durante el siglo XVII; en contraste con los veinte que mueren hoy día. 45% de los franceses nacidos en el siglo XVIII murió antes de cumplir los diez años. Pocos sobrevivientes llegaban a la edad adulta antes de que por lo menos muriera uno de sus padres. Y muy pocos padres lograban vivir hasta el fin de sus años fértiles, porque la muerte se los impedía. Los matrimonios, que terminaban por muerte y no por divorcio, duraban quince años en promedio, la mitad de lo que duran actualmente en Francia.1 En Crulai, un marido de cada cinco perdía a su esposa y después se casaba de nuevo. Las madrastras proliferaban en todas partes, más que los padrastros, ya que la tasa de segundas nupcias entre las viudas era de una de cada diez. Quizás a los hijastros no los trataban como a Cenicienta, pero probablemente las relaciones entre los medios hermanos eran difíciles. Un nuevo hijo a menudo significaba la diferencia entre ser pobre o indigente. Aunque no fuera una carga excesiva para la alimentación de la familia, podría ser causa de penuria en la próxima generación, al aumentar el número de los herederos cuando la tierra de los padres se dividiera entre los hijos.2
Cada vez que crecía la población, la tenencia de la tierra se fragmentaba y aumentaba la pauperización. La primogenitura aminoraba este proceso en algunas zonas, pero la mejor defensa era retardar el matrimonio, tendencia que debe haber tenido graves consecuencias en la vida emocional de la familia. Los campesinos del Antiguo Régimen, a diferencia de los de la India contemporánea, generalmente no se casaban hasta que podían disponer de una cabaña, y rara vez tenían hijos fuera del matrimonio o después de los 40 años. Por ejemplo, en Port-en-Bessin, las mujeres se casaban en promedio a los 27 años y dejaban de tener hijos a los 40. Los demógrafos no han encontrado pruebas de control de la natalidad ni de una ilegitimidad extendida antes de finales del siglo XVIII. Los primeros hombres modernos no comprendían la vida tanto como para poder controlarla. Las primeras mujeres modernas no podían concebir el dominio de la naturaleza, por ello la interpretaban como la voluntad de Dios, así lo hace la mamá de Pulgarcito en “Le Petit Poucet”. Pero el matrimonio tardío, un breve periodo de fertilidad y largos periodos de alimentación materna, que reducían la probabilidad de la concepción, limitaban el tamaño de la familia. El límite más eficaz y doloroso lo imponía la muerte, la de la madre y la de sus bebés durante el parto y la infancia. A los hijos que nacían muertos, los llamados chrissons, en ocasiones los enterraban fortuitamente, en tumbas colectivas anónimas. Los bebés eran a veces asfixiados por sus padres en la cama, accidente común a juzgar por los edictos episcopales que prohibían que los padres durmieran con sus hijos antes de cumplir un año de edad. Toda la familia se amontonaba en una o dos camas y se rodeaba de ganado para mantenerse caliente. Por esto los hijos se volvían observadores participativos de las actividades sexuales paternas. Nadie los consideraba criaturas inocentes, ni la infancia se consideraba una etapa distinta de la vida, claramente distinguible de la adolescencia, la juventud y la edad adulta por el estilo especial de vestir y la conducta. Los hijos trabajaban junto con sus padres casi tan pronto como podían caminar, y se unían a la fuerza de trabajo adulta como peones, sirvientes y aprendices apenas llegaban a la pubertad. Los campesinos de los albores de la Francia moderna habitaban un mundo de madrastras y huérfanos, de trabajo cruel e interminable, y de emociones brutales, crudas y reprimidas. La condición humana ha cambiado tanto desde entonces que difícilmente podemos imaginar la manera como ésta era considerada por la gente cuya vida realmente era sórdida, brutal y breve. Por ello necesitamos leer de nuevo Mamá Oca. Considérense cuatro cuentos de los mejor conocidos de Mamá Oca de [Charles] Perrault (“El gato con botas”, “Pulgarcito”, “Cenicienta”, y “Los deseos ridículos”) en comparación con algunos cuentos campesinos que tratan los mismos temas.
En “El gato con botas”, un molinero pobre muere, le deja el molino a su hijo mayor, un burro al segundo hijo, y sólo un gato al menor. “No llamaron al notario ni a un abogado [observa Perrault], habrían devorado su pobre patrimonio”. Nos encontramos evidentemente en Francia, aunque existen otras versiones de este tema en Asia, África y América del Sur. Las costumbres de la herencia de los campesinos franceses, y también de los nobles, a menudo impedían la fragmentación del patrimonio y favorecían al hijo mayor. Sin embargo, el hijo menor del molinero hereda un gato que tiene talento para la intriga doméstica. En todos lados a su alrededor este gato cartesiano ve vanidad, estupidez y apetitos insatisfechos; explota esto con una serie de trucos, que hacen que su amo se enriquezca mediante el matrimonio con una rica y también logra una buena posición para él; aunque en algunas versiones anteriores a Perrault el amo finalmente engaña al gato, que es una zorra y no usa botas. Un cuento de la tradición oral, “La Renarde”, empieza de manera similar: “Había una vez dos hermanos que recibieron la herencia que les dejó su padre. El mayor, Joseph, recibió la granja. El menor, Baptiste, sólo recibió unas cuantas monedas; y como tenía cinco hijos y muy poco dinero para alimentarlos, cayó en la pobreza”.3 En su desesperación, Baptiste le pidió a su hermano que le diera granos. Joseph le dijo que se despejara de sus harapos, que permaneciera desnudo en la lluvia, y que se acostara y rodara en el granero. Podía quedarse con todo el grano que se adhiriera a su cuerpo. Baptiste aceptó porque sentía un gran afecto por su hermano, pero no pudo recoger suficiente grano para mantener a su familia, por ello se dedicó a vagar por los caminos. Finalmente se encontró con un hada buena, la Renarde, que le ayudó a resolver una serie de acertijos, lo que le permitió encontrar una olla enterrada con monedas de oro y realizar su sueño de campesino: tener casa, tierras, pastos y bosques, “y cada uno de sus hijos tuvo un pastel todos los días”.4
“Pulgarcito” es una versión francesa de “Hansel y Gretel” […]. Éste ofrece una versión del mundo malthusiana, aun en la versión diluida de Perrault:
Había una vez un leñador y su esposa, que tenían siete hijos, todos varones… Eran muy pobres, y sus siete hijos se convirtieron en una gran carga, porque ninguno era bastante grande para mantenerse… Hubo un año muy malo, y el hambre fue tan grande que esta pobre gente resolvió deshacerse de sus hijos.
El tono práctico sugiere hasta qué punto la muerte de los hijos se había convertido en un lugar común al inicio de la Francia moderna. Perrault escribió su cuento a mediados de la década de 1690, en el clímax de la peor crisis demográfica del siglo XVII, una época en que las epidemias y el hambre diezmaron la población del norte de Francia, cuando los pobres comían los desperdicios que tiraban a la calle los curtidores; se encontraban cadáveres con hierba entre los dientes, y las madres “exponían” a sus bebés que no podían alimentar para que enfermaran y murieran. Al abandonar a sus hijos en el bosque, los padres de Pulgarcito trataban de resolver el problema que muchas veces abrumaba a los campesinos en los siglos XVII y XVIII: la sobrevivencia en una época de desastre demográfico. El mismo tema se presenta en las versiones campesinas de éste y otros cuentos, junto con otras formas de infanticidio y maltrato a los hijos. A veces los padres los enviaban a los caminos para que pidieran limosna o robaran. En ocasiones, ellos mismos los abandonaban dejándolos en la casa para que pidieran limosna. Y a veces vendían a sus hijos al diablo. En la versión francesa del “Aprendiz de brujo” (“La Pomme d’orange”), un padre se ve abrumado porque tiene “tantos hijos como hoyos un cedazo”,5 expresión que aparece en varios cuentos y que debe considerarse una hipérbole de la presión malthusiana y no una prueba del tamaño de las familias. Cuando llega otro hijo, el padre se lo vende al diablo (un brujo en algunas versiones) a cambio de recibir alimentación completa durante doce años. Al término de ese tiempo, recupera a su hijo, gracias a un truco que el muchacho inventa; pues el pequeño pícaro ha aprendido muchas mañas durante su pensión, incluso la facultad de transformarse en diversos animales. Poco tiempo después, la alacena se encuentra de nuevo vacía y la familia se enfrenta al hambre. El muchacho entonces se convierte en un perro de caza, para que su padre pueda venderlo de nuevo al diablo, quien se presenta en forma de cazador. Después de que el padre ha cobrado el dinero, el perro huye y regresa a la casa convertido en muchacho. Más tarde intentan el mismo truco, pero con el chico transformado en caballo. Esa vez el diablo tiene un collar mágico, que impide que el caballo se transforme en muchacho. Pero un peón lleva al caballo a beber a un estanque, y esto le da oportunidad de escapar en forma de rana. El diablo entonces se convierte en pez, y está a punto de devorarlo cuando la rana se transforma en pájaro. El diablo se vuelve halcón y persigue al pájaro que vuela y se refugia en la recámara de un rey moribundo y allí adopta la forma de una naranja. Entonces el diablo aparece transformado en médico y pide la naranja a cambio de curar al rey. La naranja cae al suelo, transformándose en granos de mijo. El diablo se convierte en gallina y comienza a tragarse los granos. Pero el último grano se transforma en zorra, que finalmente gana el torneo de transformaciones al devorar a la gallina. Este cuento no sólo es divertido, sino que dramatiza la lucha por los escasos recursos que entablan los pobres contra los ricos; la “gente menuda” (menu peuple, petites gens) contra “los grandes” (le gros, les grands). En algunas versiones se hace un comentario social explícito al otorgarle al diablo el papel de “señor” y concluyendo al final: “Y así el sirviente se comió al amo”.6 Comer o no comer era la cuestión que enfrentaban los campesinos en su folclor y también en su vida diaria. Esto aparece en muchos cuentos, a menudo relacionado con el tema de la madrastra malvada, que debe haber tenido una resonancia especial en los corazones del Antiguo Régimen, porque la demografía de éste volvía a las madrastras figuras muy importantes en la sociedad de las villas. Perrault aprovechó este tema en “Cenicienta”, pero descuidó el elemento relacionado de la mala alimentación, que se destaca en las versiones campesinas de este cuento. En una versión común (“La Petite Annette”), la malvada madrastra sólo le da a la pobre Annette un pedazo de pan al día y la obliga a cuidar las ovejas, mientras que sus hermanastras gordas e indolentes haraganean por la casa, comen carne de oveja y dejan a Annette los platos sucios para que los lave cuando regrese del campo. Annette está a punto de morir de hambre cuando la virgen María se le aparece y le da una vara mágica, que hace aparecer un banquete magnífico cada vez que Annette toca con ésta una oveja negra. Antes de que pase mucho tiempo la muchacha se pone más regordeta que sus hermanastras. Pero su nueva belleza (la gordura se consideraba belleza durante el Antiguo Régimen como en muchas sociedades primitivas) despierta las sospechas de la madrastra. Mediante una treta, ésta descubre a la oveja mágica, la mata y le sirve el hígado a Annette. Annette se las ingenia para enterrar en secreto el hígado, que se convierte en un árbol, tan alto que nadie puede cortar su fruta, excepto Annette, porque inclina sus ramas cuando ella se acerca. Un príncipe que pasa (tan glotón como todo mundo en el país) desea la fruta con tanta vehemencia que promete casarse con la doncella que pueda cortar fruta para él. Con la esperanza de casarlo con una de sus hijas, la madrastra construye una larga escalera. Pero cuando intenta bajar la fruta, se cae y se rompe el cuello. Annette recoge la fruta, se casa con el príncipe y vive feliz para siempre.
La mala alimentación y el descuido de los padres aparecen juntos en varios cuentos, en especial en “La Sirène et l’épervier” y en “Brigitte, la Maman qui m’a pas fait, mais m’a nourri”. La búsqueda de alimento puede encontrarse en todos éstos, aun en Perrault, donde aparece en forma de parodia en “Los deseos ridículos”. A un pobre leñador le prometen cumplirle tres deseos en recompensa de una buena acción. Mientras piensa, se le despierta el apetito y desea un salchichón. Después de que éste aparece en su plato, su esposa, una enojona insoportable, lo regaña tan violentamente por desperdiciar su deseo que el leñador pide que le crezca un salchichón en la nariz. Después, al ver a su esposa deformada, desea que regrese a su estado normal y vuelven así a su antigua existencia miserable.
[…] En la mayoría de los cuentos, la realización de los deseos se convierte en programa de sobrevivencia, y no en fantasía para escapar de la realidad.
A pesar de las ocasionales pinceladas de fantasía, los cuentos están enraizados en el mundo real. Casi todos se desarrollan en dos marcos de referencia básicos, que corresponden al escenario dual de la vida campesina durante el Antiguo Régimen: por una parte, la casa y la villa; por la otra, los caminos abiertos. La oposición entre las villas y los caminos abarca todos los cuentos, igual que las vidas de los campesinos en todas partes en el siglo XVIII en Francia.7
Las familias campesinas no podían sobrevivir durante el Antiguo Régimen a menos de que todos sus miembros trabajaran, y lo hicieron juntos como una unidad económica. Los cuentos populares constantemente muestran que los padres trabajan en los campos mientras los hijos recogen leña, cuidan ovejas, traen agua, hilan lana o piden limosna. Lejos de condenar la explotación del trabajo de los niños, parecían indignarse cuando esto no ocurría. En “Les Trois Fileuses”, un padre decide deshacerse de su hija, porque “come pero no trabaja”.8 Convence al rey de que la joven puede hilar siete fusées (92,000 metros) de lino en una noche, cuando en realidad se come siete crêpes (nos encontramos en Angoumois). El rey le ordena que realice hazañas prodigiosas de hilado, y le promete casarse con ella si lo logra. Tres hilanderas mágicas, que compiten en deformidad entre sí, completan las tareas para ella, y a cambio sólo le piden que las invite a su boda. Cuando las mujeres aparecen, el rey les pregunta la causa de su deformidad. Responden que se debe al exceso de trabajo; y le advierten que su esposa se verá aún más horrible si le permite que continúe hilando. Así la muchacha se libra de la esclavitud, el padre se deshace de una muchacha glotona y los pobres triunfan sobre los ricos (en algunas versiones el señor local toma el lugar del rey).
Las versiones francesas de “Rumpelstilzchen” presentan la misma escena. Una madre le pega a su hija porque no trabaja. Cuando pasa el rey, o el señor local, le pregunta qué sucede, la madre inventa un truco para deshacerse del miembro improductivo de la familia. Jura que la muchacha trabaja demasiado, tan obsesivamente que sería capaz de hilar la misma paja de su colchón. Advirtiendo algo bueno, el rey se lleva a la muchacha y le ordena que realice tareas sobrehumanas. Debe hilar montones de heno y llenar con el lienzo varias habitaciones, cargar y descargar 50 carretas de estiércol diarias, separar la paja del grano de enormes montones de trigo. Aunque las tareas se completan finalmente, gracias a la intervención sobrenatural, expresan en forma hiperbólica un hecho básico de la vida campesina. Todo el mundo se enfrenta a un trabajo interminable, sin límite, desde la primera infancia hasta el día de la muerte.
El matrimonio no constituía una salida, sino un peso adicional, porque sometía a las mujeres al trabajo dentro del sistema de “producción” (industria casera), así como a trabajar para la familia y la granja. Los cuentos invariablemente sitúan a las esposas campesinas en la rueca después de un día de cuidar ganado, cargar leña o cortar heno. Algunos cuentos ofrecen descripciones hiperbólicas de su trabajo, que las muestra tirando del arado o sacando agua del pozo usando su pelo como cuerda, o limpiando el horno con su pecho desnudo.9 Y aunque el matrimonio significaba una nueva carga de trabajo y el peligro de tener hijos, una muchacha pobre necesitaba una dote para casarse, a menos que se conformara con una rana, un cuervo u otra bestia horrible. Los animales no siempre se convertían en príncipes, aunque ésta era una forma común para olvidar la realidad. En una grotesca versión de la estrategia matrimonial campesina (“Les Filles mariées à des animaux”), los padres casan a sus hijas con un lobo, un zorro, una liebre y un puerco. Según las versiones irlandesas y del norte de Europa de este cuento, las parejas tienen una serie de aventuras, necesarias para metamorfosear a los animales en hombres. La versión francesa sencillamente narra cómo las jóvenes parejas actúan cuando la madre llega de visita: el lobo consigue carne de oveja, el zorro atrapa un pavo, la liebre hurta una col, y el puerco trae suciedad. Después de encontrar buenos proveedores, cada una a su modo, las hijas deben resignarse a su suerte; y todas salen adelante en el asunto básico de conseguir forraje para vivir.
Los hijos tienen más libertad de acción en los cuentos. Exploran la segunda dimensión de la experiencia campesina: la vida en los caminos. Los muchachos parten en busca de fortuna, y a menudo la encuentran, gracias a la ayuda de una vieja arrugada, que pide de limosna un pedazo de pan, y resulta ser un hada buena disfrazada. A pesar de la intervención de lo sobrenatural, los héroes actúan en un mundo real, generalmente para escapar de la pobreza de su casa y encontrar empleo en mejores lugares. No siempre consiguen una princesa. En “Le Langage des bêtes”, un muchacho pobre que ha encontrado trabajo como pastor acude en ayuda de una serpiente mágica. En recompensa encuentra un tesoro enterrado; “Se llenó los bolsillos con monedas de oro; a la mañana siguiente llevó el rebaño de regreso a la granja y le pidió a la hija de su amo que se casara con él. Era la muchacha más bonita de la villa, y él la amaba desde mucho tiempo antes. Viendo que el pastor era rico, el padre le concedió la mano de la joven. Ocho días después se casaron; como el granjero y su esposa eran viejos, hicieron a su yerno el dueño único de la granja”.10 Éste era el material de que estaban hechos los sueños de los cuentos campesinos.
Fragmento de Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, Carlos Valdés (trad.), Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pp. 35-44. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Ilustración de Gustave Doré, “Le Petit Poucet” [Pulgarcito], en Les Contes de Perrault, Hetzel, París, 1862
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El autor se refiere a la década de los ochenta del siglo XX. [N. del E.] ↩
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Para ejemplos de investigaciones de la historia demográfica, véanse Dupâquier, “Révolution Française et révolution démographique”, Pierre Guillaume y Jean-Pierre Poussou, Démographie Historique, París, 1970, y Pierre Goubert, “Le poids du monde rural”, en Ernest Labrousse y Fernand Braudel (comps.), Histoire Économique et sociale de la France, París, 1970, pp. 3-158. ↩
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Delarue y Tenèze, Le Conte populaire français, II, 143. ↩
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Ibid, II, 145. ↩
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Ibid, I, 279. ↩
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Ibid, I, 289. ↩
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Podría objetarse que estos dos marcos agotan las posibilidades. Pero los cuentos pueden organizarse mediante otras dualidades: ciudad-campo, norte-sur, tierra-mar, presente-pasado. La oposición de las villas y los caminos parece especialmente apropiada para los cuentos que contaban los campesinos durante el Antiguo Régimen. ↩
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Delarue y Tenéze, Le Conte populaire français, II, 216. ↩
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“Jean de Bordeaux”, “L’amour des trois oranges”, “Courbasset”. ↩
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Delarue y Tenèze, Le Conte populaire français, II, 569. ↩