Entre pedacería y tepalcates
Para mis sobrinos Antonio y Laura
Mi abuelo Alfonso Vargas Sánchez, apicultor y orfebre, fue un mentiroso interesado en la historia; pero uno muy distinto a aquellos otros, cínicos y salvajes, que se inclinaron por el coleccionismo.
Todo coleccionismo es una práctica de paciencia, que requiere de cierta terquedad y método para reunir un conjunto notable de artefactos y relatos. Con ellos, los coleccionistas decorarán sus vitrinas y anaqueles y luego, cuando sea el momento justo y las visitas se encuentren en la mesa, les contarán su historia. Una historia muy distinta a la que contarían quienes fabricaron o utilizaron esas cosas. De alguna forma, eso fue lo que hicieron los criollos del XIX cuando incorporaron el “pasado” prehispánico como soporte ideológico o como referencia privilegiada de la nación moderna.
Mi abuelo Alfonso nació el 31 de octubre de 1923 en Cuilapan de Guerrero, un pueblo que colinda con el cerro de Monte Albán y con la villa de Zaachila. Sí, mi abuelo fue un joyero zapoteco que durante algunos años se dedicó a la joyería francesa, entonces conocida como joyería fina, pero cuya producción cambió radicalmente a partir de 1964. Para él, ése fue un año-terremoto: en aquel momento conoció a Ignacio Bernal, entonces director del Museo Nacional de Antropología e Historia, recientemente inaugurado. Hasta aquí, la historia de mi abuelo parece bastante clara y coherente. Sin embargo, por motivos que son difíciles de explicar, el arqueólogo permitió que mi abuelo reprodujera algunas joyas provenientes de la tumba 7 de Monte Albán, supuestamente descubierta por Alfonso Caso. Ya en el museo, quizá gracias a su amistad con Amalia Hernández o quizá por su cercanía con Ernesto Uruchurtu, mi abuelo trabajó varios días con dos guardias que vigilaban sus manos, en una habitación que casi siempre imagino oscura y sin ventanas, pero de un color similar al de la arena. En casos como éste, siempre hay alguien que vigila nuestras manos. Un policía, con el tolete listo; un profesor enseñándonos a escribir, con la mano derecha; un detector de huellas digitales; un fotógrafo. Con el tiempo, la vigilancia se ha diversificado tanto como las uñas postizas. Pero también un Vertov; un cineasta sorprendido por la flexibilidad y potencia de las manos que trabajan. En 1964, con tanta curiosidad como soltura, las de mi abuelo reprodujeron algunas piezas que, desde que fueron descubiertas, se sabían importantes. Al final de siete días de trabajo obtuvo algunos de los objetos más interesantes, extraños y enigmáticos, casi alquímicos, que jamás había visto. Me refiero a un conjunto de moldes de distintas piezas provenientes del entierro mixteco, célebre por la cantidad de objetos que resguardaba. Desde entonces, y hasta el día de su muerte, ocurrida poco después de que yo cumpliera tres años, mi abuelo se dedicó a “difundir el tesoro de la Tumba 7” con dos distintos tipos de públicos. Por un lado, el público nacional, que se amontonaba frente a las vitrinas y a los blancos pedestales de los museos; y por otro, un número creciente de turistas. Sin saberlo, mi abuelo siguió el guion dramático escrito por los criollos del XIX.
Algunas colecciones se parecen a una dramaturgia. El espacio para cada objeto está previamente designado. La colección se define por la distancia entre cada uno de los objetos, el escenario, y las personas que los miran Geometría pura. Los espectadores sabrán en qué momentos aplaudir y en qué otros guardar silencio. Cuando ordenaron los objetos que hasta entonces habían coleccionado —un águila, un nopal, una serpiente— los criollos construyeron un holograma: todos compartimos el mismo origen. (Mentira.) Todos compartimos el mismo origen, parafraseando a Jesús Machuca, “indio”, “mítico” y “grandioso”, en el que la tierra se mezcla con la sangre y los nopales. (Peor aún, cursilería y mentira, pero una mentira inteligente.) Sin pedir permiso, los criollos tomaron un conjunto de objetos que consideraron importantes y sobre todo útiles. Incorporar el “pasado” les permitió, asegura Sonia Lombardo de Ruiz, reivindicar al indio, y al reivindicarlo “apropiarse” del fragmento menos problemático de su cultura. Legitimarse frente a esa mayoría. Ese fragmento estuvo conformado por estructuras, arquitecturas, por joyería de excelente confección, piedras que siempre se califican como preciosas, piezas de distintos tipos de barro y, por supuesto, innumerables anécdotas. Luego, mucho después de ese proceso de incorporación, o de robo descarado, exaltaron las piezas en el centro de la narrativa histórica. La independencia marcó un antes y un después que podría describirse de la siguiente forma: nunca más aztecas o zapotecos, sólo mexicanos. A partir de ese proyecto de apropiación cultural, los criollos buscaron cierta uniformidad para inaugurar el proyecto que conocemos como México. Una mansión para ellos y sus amigos, y no una casa para todos. La apropiación y el mestizaje como primera piedra.
Pero como toda historia, la de mi abuelo también tiene una veta subterránea alejada de los reflectores y pasarelas. Paralelo al mercado de paisanos y turistas, existió un interesante y paradójico mercado negro alimentado por los joyeros mismos. La palabra “originalidad” se usa para traficar fácilmente: mientras unos realizaban réplicas que, entre otras cosas, se exponían en museos de sitio, otros las vendían como piezas genuinamente prehispánicas, desenterradas y descubiertas por ellos. Aunque la participación de mi abuelo en ese mercado es confusa, y muy borrosa, fue una práctica cotidiana entre artesanos. En fin, nada que no haya pasado antes, pues al fin y al cabo, como ya lo he dicho, la historia está escrita por mentirosos y ladrones. En el caso de la arqueología mexicana algunos no sólo son célebres, sino que también aparecen en el precario salón de la fama que ofrece la bibliografía académica. Jorge Constantine Rickards fue uno de ellos.
De acuerdo con Adam T. Sellen, uno de los arqueólogos que le han dedicado más artículos, Rickards era “un hombre extraordinario”. Y sin duda lo fue. Hijo de un prominente minero inglés establecido en Oaxaca, miembro del servicio diplomático de Inglaterra en México y graduado en leyes, casi siempre es descrito como un hombre elegante y muy culto, de sonrisa generosa; pero quizá su “característica más sobresaliente”, asegura Sellen, fue “su pasión” por las colecciones. Coleccionaba todo, desde las mariposas que aún se conservan en los anaqueles familiares hasta las piezas arqueológicas que lo hicieron célebre. Cuidadosamente, Rickards se dedicó a estudiar y a escribir sobre lo que iba ordenando en sus vitrinas. En 1910, (auto)publicó The Ruins of Mexico, una interesante monografía acompañada por sucintas descripciones y fotografías de distintos sitios. Y junto a ésta también sacó algunos artículos sueltos sobre iconografía zapoteca. Dato relevante porque los iconógrafos que conozco (pienso en el historiador del arte Erwin Panofsky) son personajes francamente raros que se inclinan por los detalles: una firma, un perrito, una gárgola en una posición extraña. Sin embargo, pareciera que esa atención por el detalle es fundamental para entender completamente la historia de ese hombre, “elegante” y “muy culto”, que “gustaba de los paseos dominicales”.
Cuando la revolución comenzó a notarse material y concretamente, la familia de Rickards perdió su fortuna y él cobró inusitada “fama” como coleccionista en declive. Pobre, pero con ideas. Aunque de la mina sólo le quedaban recuerdos y algunas pepitas para patear en el piso, en 1911 pensó que fácilmente podría cambiar su “destino”: “El objeto de vender mi colección ahora es ver si puedo publicar mi segundo tomo para completar la obra”. La carta estaba dirigida al licenciado Cecilio A. Robledo, director del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología.
Metódico, o quizá francamente desesperado, Rickards desarrolló una estrategia. En la lista de piezas ofrecidas incluyó una muy valiosa, “encontrada” en un pueblo cercano a Huajuapan: “es un códice mixteco y éste está incluido en la colección que propongo”. La oferta era atractiva. Sin embargo, Sellen asegura que la correspondencia interna, las innumerables cartas que intercambiaron entre los miembros del museo, de la universidad y de la federación misma, ya no existen. Sólo existe una carta vaga y problemática que carece de contexto: las autoridades universitarias sí estaban interesadas en la colección, pero, al fin y al cabo, rechazaron la oferta. Sin embargo, Rickards, quien sabía de diplomacia, escribió al Museo Real de Ontario, en Canadá, respetuosamente. Quizás eso sucedió en 1914. Los 25 mil pesos que pidió en México se convirtieron en 30 mil o en su equivalente en dólares: 15 mil aproximadamente. Cinco años más tarde, Charles Trick, quien era director del museo canadiense e ignoraba todo de la sabiduría popular, aceptó la oferta. Nombre es destino.
En pocas ocasiones un libro, o la producción de un libro, tiene consecuencias tan materiales y concretas como en la historia de Constantine Rickards. En la carta que dirigió a Cecilio Robledo, el viajero “inglés” justificó la venta de sus piezas con un libro: necesitaba el dinero para publicar el segundo tomo de su The Ruins of Mexico. Y de una forma parecida, pero en la década de los setenta, la historiadora del arte Philippa D. Shaplin intervino en la historia. Ella trabajaba en una tesis de doctorado que probablemente se convertiría en libro, cuando descubrió que la vasta y muy compleja colección de Rickards, compuesta por poco más de mil piezas, muchas de ellas robadas a varios pueblos indígenas, era falsa. De un conjunto de 36 piezas analizadas, sólo cuatro eran originales.
A diferencia de mi abuelo, nadie vigiló las manos de Constantine Rickards. Es más fácil evadir la supervisión cuando se utilizan guantes. Rickards lo hacía. Si se le busca en internet, se encontrarán sobre todo enlaces a su vasta obra bibliográfica y algunas anécdotas con su amigo D.H. Lawrence, con quien solía desayunar en el mercado. Sin embargo, si nos detenemos un poco, Rickards fue un hábil y muy inteligente negociante y coleccionista, que utilizó la apropiación como parte de su método. Por un lado, robó varias piezas arqueológicas gracias a “coincidencias” y “accidentes”: “Parte de un montículo y templo han sido arrastrados por el río en una inundación, y cientos de ídolos fueron desenterrados, la mayoría de ellos llevados por el agua”. De acuerdo con este fragmento que cita Sellen, Rickards no robaba, encontraba piezas. Por otro lado, éste creó una colección completamente nueva, gracias al trabajo de artesanos originarios de Santa María Atzompa. Con ellos decidió diversificar el universo de piezas mixtecas y zapotecas a partir de una serie de cambios y alteraciones: las faldas se convirtieron en penachos; y éstos, en sombreros napoleónicos. Pero como el inglés mismo, Shaplin también estaba interesada en los detalles: ella se dio cuenta de que la Colección Rickards, como otras en el presente, estaba compuesta por robos y, sobre todo, por pastiches. Sin duda alguna, Rickards fue un hombre extraordinario.
Hace algunos meses, Damien Hirst, el conocido artista británico, inauguró Treasures from the Wreck of the Unbelievable, en la Bienal de Venecia. Conocido por sus “controvertidas” piezas de los noventa, y por su descarada especulación artística, Hirst expuso una serie de objetos “inspirados” en “civilizaciones antiguas”. Con el tiempo, la palabra “inspiración” se convirtió en un dispositivo que encubre la apropiación y el robo. Eso fue posible gracias a que la palabra se sedimentó en el sentido común y, por lo tanto, casi como consecuencia lógica, en la respuesta fácil: así son los artistas. Una de las piezas expuestas proviene del reino de Ike, en Nigeria; sin demora, el artista visual Victor Ehikhamenor advirtió, clara y contundentemente: “Los británicos están de regreso”. A la pieza de Ike le sigue una reproducción del calendario azteca que, como escribe J.J. en The Guardian, “francamente luce como prop para película de Indiana Jones” Verde, completamente enmohecido, y habitado por corales, plantas y otros organismos marinos, el calendario es enteramente reconocible, pero carece del contexto aurático del museo en México. La colección de Hirst acentúa un cambio importante: de las vitrinas nacionales a las salas de las familias ricas. De la estadolatría a la mercadocracia.
En uno de los ensayos que conforman su Contra la originalidad, Jonathan Lethem utiliza el concepto de plagio imperial para nombrar el “acto”, “peculiar y específico”, de “cercamiento de la cultura libre en beneficio de un solo dueño”. Lethem asegura que esa forma de apropiación se refiere al uso de trabajos artesanales o artísticos provenientes del “tercer mundo” (aún nos llaman tercer mundo), o de autorías no reconocidas ni de tradiciones no-hegemónicas. Siempre se apropia lo del “otro”. Aunque el concepto me parece útil para denunciar al dueño solitario que obtendrá ganancias y dividendos, incluidas gloria y palmaditas en la espalda, me parece que es insuficiente. O no insuficiente pero sí confuso. O no confuso, pero no habla de la especificidad del problema.
Cuando Ehikhamenor dijo, como si sus palabras fueran un yunque, que “los británicos están de regreso”, también dijo que la apropiación no es un problema vinculado a las identidades sino al funcionamiento o la restauración de una lógica colonial, que ha diversificado sus medios y herramientas. El reclamo no es por la restitución de una identidad mancillada, sino por el freno a la violencia con que se han dado la apropiación y el despojo y, en ese sentido, un freno a la apropiación de recursos que se creían lejos, o a salvo, de los títulos de propiedad privada. Y es que no debemos olvidar que esa aparente lejanía, la retórica de la edición limitada, garantiza la singularidad y las ganancias. Si tuviera que utilizar un concepto mucho más específico hablaría de una especie de acumulación espectral que se instauró en la Colonia, pero que sigue operando a partir del trauma y de la violencia directa, cada vez más punzante, puntillosa, filosa, sobre los cuerpos y sobre los otros cuerpos, los cuerpos de agua, arborescentes o rocallosos, que conforman el territorio. David Harvey asegura que esa acumulación por desposesión incluye “la conversión de formas diversas de derechos de propiedad (comunal, colectiva, estatal, etc.) en derechos exclusivos de propiedad privada”; o a la mercantilización de las formas culturales, de la historia y de la creatividad intelectual de los pueblos. Todos estos procesos “suponen una transferencia de activos de las esferas pública y popular a los dominios de lo privado y los privilegios de clase”. Si nos concentramos en la apropiación y no en la acumulación, nos detendremos en las identidades ofendidas y no en el sistema que produce las ofensas.
Desde mi punto de vista: la pieza de Damien Hirst, como las de las diseñadoras Antik e Isabel Marant (que se apropian de diseños textiles de la comunidad mixe de Tlahuitoltepec), son una advertencia de los cambios o de las mutaciones del proyecto capitalista. No es casualidad que los pueblos indígenas, desde la Colonia hasta el giro neoliberal, se encuentren en la mira de los saqueadores. Lo que atestiguamos es la restauración o el fortalecimiento de la lógica criolla que, por un lado, cuida y exalta algunos objetos, como los objetos que replicó mi abuelo, y por el otro, tumba, pisotea y destruye. Destruye tanto para utilizar la pedacería y los tepalcates como para cimentar su nueva residencia. Como ya dije: una mansión para ellos y sus amigos, y no una casa para todos.
Imagen de portada: Frederick Catherwood, Palacio de Tulúm, 1844.