¡En mí existías… y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo! Edgar Allan Poe
Para hablar del doble desde el psicoanálisis hay que hablar de lo ominoso. En su texto de 1919, Das Unheimliche, traducido al castellano como Lo ominoso o Lo siniestro, Freud se pregunta por este sentimiento en un recorrido inaugurado por definiciones, etimologías y traducciones para terminar, con algunas respuestas y más preguntas, en las experiencias convocadas por esta inquietante sensación, no sin abordar su sitio en las obras de ficción. Y bien, ¿qué es lo ominoso? Es aquello extraño, ajeno, desconocido y, simultáneamente, familiar. En alemán, unheimlich es heimlich (hogareño, doméstico, familiar) precedido por un- (prefijo de negación). Lo heimlich no es simplemente lo contrario a un-heimlich, sino que es su causa. A través de una serie de ejemplos que desfilan por su artículo, Freud localiza ciertos caminos que este sentimiento suele transitar y todos ellos tienen en común algún tipo de repetición o de retorno, eso que pese a ser extraño contiene algo “de antiguo consabido”.1 Si hay algo que a menudo resulta ominoso son los objetos inanimados con forma más o menos humana. Autómatas, muñecos y maniquíes protagonizan ficciones, fantasías y fobias tan variadas como vastas. Son objetos extraños pero conocidos: también tienen un cuerpo con brazos y piernas; un rostro con ojos, nariz y boca, pero sus miembros y rasgos son de proporciones diferentes a las humanas y su materia no es orgánica: pueden ser de trapo, por ejemplo, y completa o parcialmente rígidos o, por el contrario, demasiado guangos. Reconocemos en ellos algo próximo al tiempo que nos estremecen; se parecen a nosotros a la vez que son indiscutiblemente distintos y distantes. Si a estos objetos humanoides se les suma la animación, lo ominoso aumenta de manera exponencial, pues se parecen un poco más cuando se esperaría que se parecieran un poco menos. El maniquí o el muñeco quieto puede ser suficientemente aterrador, en especial si hay faltas visibles en su cuerpo (si no tiene un ojo, ni boca, ni mano) o si algún rasgo está exaltado desproporcionadamente (una sonrisa gigante). Si además se mueve, no hace falta temer a los fantasmas para asustarse. En realidad, no hace falta que se anime y se mueva, basta con suponerlo —con entretener la posibilidad, con fantasearlo— para convocar el sentimiento del que hablamos. Desde el psicoanálisis, y me atrevo a decir que no exclusivamente, el límite entre ficción y realidad no es nítido ni nada fácil de ubicar, contrario a lo que suele pensarse.
Payasos encarnados por humanos, con sus zapatos y bocas gigantes, son capaces de inquietarnos a pesar de no ser objetos inanimados. Frente a cualquiera de estas figuras podemos sentir desconcierto e incomodidad; no obstante, reconocemos algo nuestro, algo que regresa. El ejemplo de los zombis integra la animación de objetos con rasgos humanos sin vida, cuyos cuerpos están escandalosamente maltratados, que retornan de la muerte para hacernos daño. Otros disparadores del sentimiento de lo ominoso pueden ser esos fragmentos, mencionados antes, que faltan a un cuerpo: el ojo, la mano, el corazón o las entrañas aislados. Y como con las figuras humanoides, si estos restos se animan, ¡corran! A la lista de lo unheimlich es posible agregar también una acción inadvertidamente repetida: un olvido, un tropiezo o una desorientación que suceden por segunda, tercera o cuarta vez. Acción que, cuando menos, despierta preguntas, si no es que acecha. La repetición, al acercar lo pasado y lo parecido, convierte en profundamente perturbador lo extraño, precisamente por conocido. Ya se ve que, si hablar de lo ominoso es hablar del retorno de lo propio, es pertinente este rodeo para entrar al enigma del doble. En su ensayo, Freud narra, en una breve nota a pie de página, cómo, tras una sacudida del tren en el que iba a bordo, al abrirse su camarote, separado del baño por un pasillo y las respectivas puertas, se encuentra con un “anciano señor en ropa de cama y que llevaba puesto un gorro de viaje”. Freud asume que este señor está perdido y ha entrado a su camarote por error, pensando que era el suyo. Al darse cuenta de que el intruso era ni más ni menos que su reflejo proyectado en el espejo de la puerta que comunica con el baño, queda “atónito” y con un “profundo disgusto”. Ha llegado el punto en que lo ominoso es el doble, ya no es algo que recuerda a o que sugiere que, sino que nos enfrentamos directamente con el propio reflejo, con la propia imagen. Se trata del yo. ¿Sobrará sospechar de la propiedad de dicho reflejo, de dicha imagen? Esta sospecha ya huele ominosa. Volveré sobre lo propio que, quizás, no sea tan propio. Es preciso en este momento hacer algunas aclaraciones, pues no siempre la propia imagen o algo conocido resulta inquietante. Nos reconocemos en el espejo, nos reconocemos en algunas fotos, y no nos encontramos espeluznantes —bueno, no siempre—. Lo mismo sucede con payasos, muñecos, botargas, títeres y animatronics; incluso los zombies pueden ser graciosos: abundan ejemplos de exitosas comedias de enredos protagonizadas por dobles y A-MA-MOS a las drag queens, con sus cejas hasta la entrada del pelatzo y sus labios de nariz a barbilla. Entonces, ¿por qué lo extraño familiar resulta a veces ominoso y a veces no? Freud no pasó por alto esta cuestión. Lo verdaderamente terrorífico es algo reprimido por el yo. ¿Y qué es eso reprimido por el yo? Algo angustiante. Sin angustia, sin represión y sin su retorno, ni lo más familiar-extraño causará inquietud. No está de más recordar que en psicoanálisis cada caso es particular, de ahí que lo que le parece ominoso, y por lo tanto angustiante, a uno no coincide con lo que les parece ominoso a otros y, todavía más, eso mismo puede ser fascinantemente atractivo para otros. No son gratuitas la literatura, el cine, el teatro y otras tantas formas de ficción de terror. No toda producción de terror es ominosa, pero muchas sí lo son y a varios eso no nos detiene, sino lo contrario, de exponernos a ellas con gusto. Algunos animatronics y drag queens pueden destantear y, antes que alejarnos, muchos nos acercamos buscando más y más. Decía que se trata del yo, de lo propio. Y del doble, ese que pese a ser otro es suficientemente yo como para amenazarme —no perdamos de vista que no todo lo extraño resulta amenazante ni ominoso, sino eso en parte conocido, angustiante y reprimido que retorna con ello—. Lanzaba la pregunta por la pertinencia de sospechar de la propiedad de lo propio, del yo. Puede parecer ocioso e incluso descabellado, pero es imposible ignorarlo, pues es frecuente no reconocer el movimiento, aparentemente autónomo, de nuestra sombra o no reconocernos en alguna imagen, como le pasó a Freud en el tren. Es que “YO es otro”, le escribe Arthur Rimbaud a Georges Izambard en una carta con fecha del 13 de mayo de 1871:
Nos equivocamos al decir: Yo pienso; deberíamos decir: Alguien me piensa. Perdón por el juego de palabras. YO es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y al carajo los inconscientes que pedantean acerca de lo que ignoran por completo!2
Lo propio es otro o en lo propio hay otro(s), como expone Freud en su decimoctava conferencia de introducción al psicoanálisis, refiriéndose “al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma”.3 Tenemos las firmes convicciones de nuestra unidad y de que somos amos, en control y al tanto de todos los procesos que tienen lugar en nuestra psique y de que, en consecuencia, nada se nos escapa. Afortunadamente, para empezar, se nos escapa que nuestra unidad es ilusoria y estamos más bien divididos y en falta. Esa división no es un asunto exclusivo de la ficción, porque, como anunciaba, en psicoanálisis la frontera entre ficción y realidad se desvanece: para no hacernos bolas, sólo diré que delimitarlas se antoja una empresa imposible cuando los efectos de la primera se materializan en la segunda. Estar divididos y des-dobla-dos, entonces, puede manifestarse en formas mucho menos aparatosas (aunque también mucho más) que aquéllas a las que asistimos en el arte; por ejemplo, en la rivalidad de William Wilson con su homónimo usurpador4 o en la persecución de Nathaniel a cargo de los hombres de la arena: el abogado Coppelius, primero, y el óptico Coppola después.5 En ambos casos se leen personajes con fantasías paranoicas, es decir, fantasías protagonizadas por y organizadas en torno a sus yoes, ¡ah, esos ilusorios y frágiles yoes! Sucede que, sin máscaras, capas y pociones humeantes (aunque es posible que también con ellas) hacemos cosas que no queríamos o que no sabemos explicarnos por qué las hicimos, como si estuviéramos habitados por otros que ejercen su voluntad por encima de la propia: llamar a alguien por otro nombre, olvidar un objeto importante, herir a una persona querida, sabotearnos. La lista sigue y podría extenderse a las situaciones más extraordinarias, todavía no abarcadas en el arte; sin embargo, en el extremo de la cotidianidad, desconocernos en lo más próximo a causa de la división subjetiva y su desdoblamiento no resulta menos ominoso aunque falte espectacularidad.
Doble, ¿o serán múltiples? Cuantos sean, seguro no son uno: la unidad es ilusoria y, en su lugar, hay división y, consecuentemente, resto. Y es, como decía en el párrafo anterior, afortunado, porque si no estuviéramos divididos —si estuviéramos enteros, colmados—, no habría movimiento y donde no hay movimiento no hay vida. Necesitamos aunque sea un huequito para poder respirar. Si hay vida es porque hay falta, esa que, pese a su mala reputación, nos empuja a andar, a seguir, a buscar. Tanto no somos uno que, de hecho, el yo no es la única instancia del aparato psíquico planteado por Freud, con sus dos tópicas. La primera: inconsciente, preconsciente y consciente. La segunda: yo, ello y superyó. No voy a detenerme en cada una de estas instancias, baste notar solamente que “yo es otro” de los elementos que componen nuestro aparato psíquico y es al inconsciente a donde va a dar eso de lo que no queremos saber —pero irremediablemente sabemos y experimentamos sus efectos—: lo reprimido que en algún momento retorna e insiste. En “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, leo que Lacan plantea, a grandes rasgos, cómo al encontrarnos temprano con nuestro reflejo en el espejo, nos encontramos con un otro completo que contrasta alarmantemente con la experiencia del cuerpo fragmentado:
El estadio del espejo es un drama cuyo empuje interno se precipita de la insuficiencia a la anticipación; y que para el sujeto, presa de la ilusión de la identificación espacial, maquina las fantasías que se suceden desde una imagen fragmentada del cuerpo hasta una forma que llamaremos ortopédica de su totalidad —y hasta la armadura por fin asumida de una identidad alienante—.6
Lacan plantea que el sujeto, tras el encuentro con su reflejo, maquinará sus fantasías desde “la imagen fragmentada del cuerpo […] hasta la armadura de una totalidad alienante”, es decir, que el sujeto maquinará sus fantasías capturado, anclado o atorado en una identidad, en una identificación con esa imagen de completud, reflejo de nuestro yo “que es otro”, a pesar de que su vivencia sea de fragmentación. Por si lo anterior fuera poco, entre la imagen fragmentada del cuerpo y la armadura de una totalidad alienante, Lacan explica la forma ortopédica de totalidad que, a mi entender, condicionará tal tránsito: un enderezamiento o corrección que, como no queriendo la cosa y a la fuerza, plegará y subordinará esa experiencia de fragmentación a la unidad ilusoria en el reflejo. No sorprenden, tras la lectura de Lacan, los testimonios de desintegración, angustia, frustración, agresión, rivalidad, celos y amenaza ante las identificaciones. Lamentablemente, no son pocos los ejemplos de violencia en nombre de la identidad y sus ideales: en nombre de una bandera, de una nacionalidad, de una militancia política, de una preferencia sexual, de una religión, de un diagnóstico, en fin.
Estamos, entonces, habitados por otros, de los que nos toca hacernos cargo, por cierto. No estamos exentos de responsabilizarnos de nuestros otros, finalmente son propios, creaciones nuestras. Se trata de lo propio que es extraño y de lo extraño que es propio, la vía es de doble sentido. Lo mismo sostenemos de cualquiera de las formaciones del inconsciente: somos responsables de nuestros sueños, como afirmaba Freud, así como de nuestros olvidos, lapsus, equívocos y síntomas. Es cierto que estas producciones inconscientes no se forman en el vacío y las condiciones ambientales en las que existimos tienen efectos constitutivos, pero no por advertirlo dejamos de ser responsables. A lo que conduce ese sentido de responsabilidad es precisamente a rastrear y desanudar, a través de preguntas, eso que provoca tales formaciones y, tal vez, a la no repetición que a menudo resulta, por cierto y para retornar, ominosa. Luego de lo aquí planteado y que muchos hemos experimentado, ¿se puede responder sin titubeos y de tajo qué es locura, qué es enfermedad, qué es sanidad o qué es normalidad?, conceptos utilizados en diagnósticos clínicos psiquiátricos y psicológicos, y hasta en discursos mediáticos y conversaciones cotidianas. ¿Se puede responder sin titubeos y de tajo quién está loco, enfermo, sano o normal? Otro ejemplo de lo ominoso que asoma en el artículo de Freud es, justamente, la locura: ajena pero próxima. Nos aterra volver-nos —¡retornar-nos!— locos porque, en alguna instancia, sabemos, aunque no queramos, que es posible. ¿El encuentro con la locura no es parecido a los fenómenos que suscitan otros encuentros con cualquiera diferente? La unidad parece ser, además de ilusoria, terca y empeñada en borrar la diferencia. Ser uno, entero, completo y colmado, ¿suena bien? Intentar sostener tal ilusión del yo como medida del mundo —insostenible, digámoslo desde ya— sólo lleva a vivenciar mucho del mundo como amenazante y nos convierte, si bien nos va, en intolerantes a la diferencia. Que no nos extrañe escuchar: “vienen a quitarnos nuestros trabajos”, “eso es racismo inverso”, “¿por qué no hay un día del hombre?”, “yo respeto la diversidad sexual pero que no se besen frente a nuestros hijos”, “ésas no son formas, no tienen que dañar nuestra ciudad”, “son pobres porque quieren”, etcétera. Esto sí que horroriza. A pesar de los retoños de la modernidad en el terreno de lo psíquico o de lo anímico, por ejemplo: psicología del yo, terapias cognitivo conductuales, coaching, vibrar alto, mindfulness, salir adelante, soltar el pasado u optar por fármacos sin ningún otro tipo de acompañamiento, impulsados por los ideales coloniales de objetividad, de progreso, de desarrollo, de cientificidad, de exactitud, de completud y de superación —alternativas válidas y cuyos efectos sólo puede juzgar quien las emprende, pero cuyos fundamentos no podemos ignorar—, estamos divididos y desdoblados.
Imagen de portada: Andrea Villalón, Ignorancia y memoria, 2020 ©
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Sigmund Freud, “Lo ominoso”, Obras completas, José Luis Etcheverry (trad.), volumen XVII, Amorrortu, Buenos Aires, 2012. ↩
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Arthur Rimbaud, Iluminaciones, Juan Abeleira (trad.), Hiperión, Madrid, 2010. ↩
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Sigmund Freud, “18ª conferencia. La fijación al trauma, lo inconciente”, Obras completas, José Luis Etcheverry (trad.), volumen XVI, Amorrortu, Buenos Aires, 2011. ↩
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Se trata del cuento “William Wilson” de Edgar Allan Poe. Recomiendo la traducción de Julio Cortázar. ↩
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Se trata del cuento de E. T. A. Hoffmann “El hombre de la arena”. Texto que es comentado por Freud en Lo ominoso. ↩
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Jacques Lacan, “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, Escritos 1, Tomás Segovia (trad.), Siglo XXI, Ciudad de México, 2013. ↩