Nada en la Tierra se acerca a la inmensidad y el misterio de los océanos. Estos cuerpos de agua son primordiales: aparecieron muy poco tiempo después (desde un punto de vista geológico) de la formación del planeta hace unos 4 600 millones de años. La vida, las células simples, el sexo y la conciencia se gestaron por primera vez en las aguas saladas, aunque cada una emergió durante periodos geológicos muy distintos. En cambio, las plantas terrestres, los animales y los hongos aparecieron aproximadamente en el último diez por ciento de la historia de la Tierra, en cerca del treinta por ciento de su superficie. En tanto criaturas terrestres y multicelulares, se podría decir que son una ocurrencia evolutiva tardía, como también podría decirse que lo es el Homo sapiens.
Los océanos son nuestro origen. Nuestra sangre, nuestro “océano interior”, tiene concentraciones de sales similares a las de los mares en los que evolucionaron los vertebrados. Al conducir los sistemas climáticos planetarios, ser loci de biodiversidad y cunas de inspiración para poetas, filósofos, artistas y la sociedad en general, los mares son también nuestro futuro.
El mar aviva nuestra imaginación —en el sentido más amplio posible—, y la ciencia también la requiere. Por eso, como historiador y filósofo de la ciencia, creo que es posible identificar y analizar la imaginación oceánica en dos revoluciones científicas clave: la teoría de la evolución de Charles Darwin de mediados del siglo XIX y la teoría del inconsciente de Sigmund Freud de principios del siglo XX. La imaginación oceánica consiste en teorizar, experimentar e inspirarse en los océanos. Es un término que involucra tanto aspectos literales (los océanos como tema y fuente de datos, a veces de maneras inesperadas y hermosas) como características metafóricas (“el océano” como concepto y metáfora que guía, o al menos modula e inspira, la teorización científica).
En este punto, me gustaría preguntar cómo la imaginación oceánica podría incidir en el establecimiento de nuevas teorías y paradigmas científicos. Indaguemos en dos revoluciones científicas ricas en imaginación oceánica. Dejemos de lado los sesgos terrestres, numerosos y omnipresentes, y exploremos las aguas salvajes de la ciencia, repletas de vida teórica y conceptual.
Darwin inicia el párrafo final de El origen de las especies (1859) con esta imagen: “Es interesante contemplar un enmarañado ribazo cubierto por muchas plantas de varias clases, con aves que cantan en los matorrales, con diferentes insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran entre la tierra húmeda…”. Las especies que habitan esta metáfora del ribazo enmarañado fueron “producidas por leyes”: a través de la selección natural, “de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte” se formaron “animales superiores”. Darwin consideró que había “grandeza en esta concepción de la vida”.
Hacia el comienzo de su circunnavegación del mundo durante cinco años a bordo del HMS Beagle, el naturalista inglés escribió lo siguiente en mayo de 1832 a su primo segundo y querido amigo, el reverendo William Darwin Fox:
Mi vida, cuando estoy en el mar, es tan tranquila que, para una persona que sabe cómo mantenerse ocupada, nada puede ser más placentero; la belleza del cielo y la brillantez del océano, juntos, forman una imagen. Pero cuando estoy en la costa y deambulo por los bosques sublimes, rodeado de paisajes más hermosos de los que incluso Claude [Lorrain] alguna vez imaginó, disfruto de un deleite que nadie excepto aquellos que lo han experimentado puede comprender.
El ribazo enmarañado es una imagen o metáfora muy conocida de la obra y la teoría evolutiva de Darwin. En ella su amor por los “bosques sublimes” pasa a primer plano. Por otro lado, Darwin no era un simple marinero de agua dulce, aunque a menudo experimentó mareos durante su viaje, entre 1831 y 1836. Tomemos en serio la “imagen” que el cielo y el océano forman, según él. Considero que la imaginación oceánica como tal, tanto literal como metafórica, fue operativa para él en el desarrollo de su teoría de la evolución.
En su popular relato, El viaje del Beagle, escribió lo siguiente sobre los arrecifes de coral:
Nos sorprendemos cuando los viajeros nos informan de las gigantescas medidas de las pirámides y de otras grandes ruinas, pero ¡las más grandes ruinas son completamente insignificantes en comparación con estas montañas de piedra acumuladas por la agencia de diminutos y tiernos animales! Esta maravilla no impresiona en un principio los ojos del cuerpo; pero, al reflexionar, hiere vivamente el de la razón.1
Darwin ya había cimentado su reputación como geólogo con su libro de 1842, La estructura y distribución de los arrecifes de coral. En este tour de force trazó un mapa de los diferentes tipos de arrecifes de los trópicos: costeros, de barrera y atolones. Se trata del primer libro teórico del científico; en él explicó la formación de los arrecifes de coral como etapas de un proceso histórico lento: a medida que los fondos del océano se hundían y obligaban a las islas a hundirse con ellos, los arrecifes costeros se convertían en arrecifes de barrera y, si la isla era lo suficientemente pequeña, en atolones. Esta teoría fue un ejemplo paradigmático del principio uniformista, que postula que es a través de procesos —geológicos o biológicos— predecibles y constantes, aunque sumamente lentos, que se producen cambios a gran escala a lo largo de muchos milenios. Este libro es un ejemplo de la imaginación oceánica. Además resonó con los principios geológicos uniformistas abstractos, amplios y fundamentales presentados por Charles Lyell, geólogo y amigo cercano de Darwin, cuyos tres volúmenes de Principios de geología Darwin leyó durante el viaje del Beagle.
Entre 1846 y 1854 Darwin dedicó gran parte de su investigación al estudio de los percebes y publicó cuatro volúmenes importantes —dos sobre percebes vivos y dos sobre percebes fósiles— a principios de la década de 1850. (La publicación que siguió fue ni más ni menos que El origen de las especies. Por cierto, en alguna ocasión uno de los hijos de Darwin le preguntó a su vecino: “Y tu padre, ¿dónde tiene sus percebes?”).2 Estos cuatro volúmenes siguen siendo canónicos, como puedo atestiguar, ya que mi primera publicación fue sobre los mismos crustáceos. Darwin estaba fascinado por la asombrosa variación encontrada tanto dentro como entre especies de percebes y por los distintos modos de reproducción sexual que lo dejaron sin palabras ante el ingenio de la naturaleza. Con estos cuatro libros, la imaginación oceánica literal consolidó, una vez más, la reputación de Darwin, esta vez como historiador natural y taxónomo.
El acorde de tres notas de la imaginación oceánica de Darwin se completa con el famoso archipiélago de las islas Galápagos, que atestiguó entre el 15 de septiembre y el 20 de octubre de 1835. (Después de todo, la misión principal del Beagle era estudiar y cartografiar la costa de América del Sur.) Como relata él mismo en El viaje del Beagle:
La historia natural de estas islas es eminentemente curiosa. La mayoría de las producciones orgánicas son creaciones aborígenes que no se encuentran en ningún otro lugar; incluso hay diferencias entre los habitantes de las distintas islas; sin embargo, todos muestran una marcada relación con los de América, aunque estén separados de ese continente por un espacio abierto de océano. El archipiélago es un pequeño mundo en sí mismo, o más bien un satélite adjunto a América, de donde ha derivado a algunos colonos extraviados, y ha recibido el carácter general de sus producciones indígenas. […] Tanto en el espacio como en el tiempo, parece que nos acercamos un poco a ese gran hecho —ese misterio de misterios—: la primera aparición de nuevos seres en esta tierra.3
Se ha escrito bastante sobre las islas Galápagos como una especie de “laboratorio para la evolución”, y muchos conocen las historias de Darwin, quien supuestamente notó cómo cada una de las islas tenía su propia especie de pinzón y de tortuga, y cada especie ocupaba un nicho particular en el espacio ecológico, adaptado para ese papel por la selección natural; sin embargo, Frank Sulloway ha demostrado de manera convincente que se trata de una especie de mito. Aunque Darwin no tuvo un momento “eureka” al visitar las islas Galápagos, y aunque le llevó años comprender profundamente la relevancia de estas islas para la teoría de la evolución, este archipiélago siempre fue importante para él. El capítulo doce (“Distribución geográfica”) de El origen de las especies tiene una larga sección sobre las “islas oceánicas”,4 entendidas como la última de “tres clases de hechos” que presentan “las mayores dificultades dentro de la teoría de los centros únicos de creación”; el archipiélago de Galápagos ocupa un lugar central en esta sección.
Si bien estoy de acuerdo con Sulloway, permítanme avanzar hacia un espacio más metafórico con respecto al “pequeño mundo en sí mismo” que menciona Darwin en la cita extensa anterior. Desde un imaginario terrestre —uno que produce el ribazo enmarañado, por ejemplo—, los océanos son un tipo de “espacio negativo” que obligan el aislamiento terrestre, y convierten a las islas en ejemplos clave de la evolución en la tierra. Para citar al historiador cultural Christopher Connery:
Incluso para el mitógrafo Roland Barthes, el océano se resiste a la significación: “Estoy frente al mar; es indudable que, en sí mismo, no me transmite ningún mensaje”.5 Sin embargo, sí significa aunque de una manera más allá de toda resolución. ¿Es el vacío más allá y fuera de lo real terrestre? ¿Un elemento intersticial en blanco? ¿Se trata de un vacío puro que activa el sistema simbólico terrestre?6
Pienso precisamente que es en la tensión dialéctica con lo terrestre donde la metáfora de la imaginación oceánica recurre al mar para activar tanto el sistema terrestre real como el sistema terrestre simbólico. Por ejemplo, Darwin imagina el océano como un espacio negativo y aislante que permite tejer narrativas de descendencia en un tiempo profundo como las modificaciones de diferentes especies de pinzones de las islas Galápagos a partir de un ancestro común (o diferentes especies de tortugas de esas islas, o de humanos primitivos imaginarios).7
Los arrecifes de coral, los percebes y las islas Galápagos (y las islas oceánicas en general) poblaron la imaginación oceánica de Darwin. Aunque quizá los seres terrestres (por ejemplo, en los libros de Darwin sobre orquídeas, plantas trepadoras, lombrices y, por supuesto, el hombre) y las metáforas terrestres (por ejemplo, el ribazo enmarañado) dominen la creatividad de Darwin, y tal vez incluso la suma total de su obra publicada, la imaginación oceánica —tanto literal como metafórica— fue esencial para su teorización y para la revolución evolutiva que socavó el dogma de su época: la creación divina y diferenciada de cada especie.
Como muchos saben, la teoría del inconsciente debe su origen a la obra revolucionaria de Sigmund Freud de principios del siglo XX. La influencia de la imaginación oceánica que quiero resaltar es el “sentimiento oceánico” que llamó la atención de Freud a través de su interlocutor y amigo, el premio Nobel francés de literatura, Romain Rolland. En una carta a Freud del 5 de diciembre de 1927, Rolland habló del sentimiento religioso, describiéndolo como una “sensación de lo ‘eterno’ (que muy bien podría no ser eterno, sino simplemente sin límites perceptibles y, en ese sentido, oceánico)”. A Freud le inquietaba porque no podía reconocerlo en sí mismo. Aun así, este sentimiento, que describió como “de infinitud y de comunión con el Todo”, jugó un papel central en la formulación y el inicio de su libro El malestar en la cultura. ¿Por qué esta idea atrapó a Freud? Según la académica Sarah Ackerman:
lo oceánico puede ser un recordatorio de la época anterior a que se afianzara la ficción engañosa de un ego autónomo, una época en la que “‘yo’ y ‘tú’ son uno.”8 Universal y sorprendentemente familiar, este sentimiento puede evocar recuerdos de la infancia y de nuestras pasiones más profundas.9
Y, como señala el psicoanalista argentino Héctor López: “Freud […] dedica íntegramente [El malestar en la cultura] a la refutación progresiva e implacable del valor del susodicho sentimiento. La aversión a la idea de una experiencia de lo ilimitado e inefable estimula en [él] una profunda reflexión sobre la indigencia y los límites de la condición humana”.10 Para el padre del psicoanálisis, el sentimiento oceánico es, en el mejor de los casos, primitivo e ingenuo —un narcisismo primario— derivado de los primeros años de vida, cuando el niño siente un vínculo profundo con el universo entero. Tanto el desarrollo individual como la civilización en sí destruyen este sentimiento.
Quizás esto sea demasiado especulativo, pero me pregunto si el holismo, el romanticismo y la poesía contenidos en el sentimiento oceánico fueron los que pudieron haber atizado la resistencia de Freud. Aun así, el análisis de este sentimiento —aunque sea realizado en negativo— recorre uno de sus libros más importantes y populares, donde examina la dialéctica entre, por un lado, el placer instintivo y la agresión y, por otro lado, los requisitos y el control de la civilización. Llevando este sentimiento oceánico un paso más allá en lo metafórico, creo que hay mucha profundidad que sondear con respecto al poder psicológico de los océanos, también en el trabajo del sueño.
La creatividad y la imaginación en la ciencia son notoriamente complicadas de estudiar, cuantificar, comprender y replicar. Implican una interacción fascinante entre el producto, la persona, el proceso y la situación creativas. Además, no hay duda de que para los científicos revolucionarios —por ejemplo, Darwin o Einstein— esta disposición innovadora implicó las influencias de muchos interlocutores, con muchas ideas y componentes diferentes quizá entrelazados de manera combinatoria. El pensamiento conjetural —el que se plantea la pregunta ¿qué pasaría si…?— y el papel que pueden desempeñar las realidades y las historias alternativas en la comprensión de la ciencia y el arte es uno de los temas de mi interés. ¿Fueron necesarios los océanos en las dos revoluciones científicas aquí descritas, y potencialmente en otras? Aunque tal vez no haya sido necesaria de forma literal en el caso de Darwin (el nacimiento de la teoría de la evolución podría haberse centrado simplemente, por así decirlo, en la geología, la vida y la mente terrestres), sí creo que la imaginación oceánica es casi una metáfora indispensable para Darwin y, en cualquier caso, proporcionó ejemplos conceptual y empíricamente claros (arrecifes de coral, percebes e islas oceánicas) para su desarrollo gradual de la teoría de la descendencia común por selección natural. El caso de Freud es más complicado. Él se resistió al sentimiento oceánico; aun así, fue una resistencia que tuvo que analizar y resolver, lo que en sí mismo es un modelo para la terapia psicoanalítica.
Que la imaginación oceánica impulsa la imaginación y la creatividad tanto en la filosofía como en la ciencia puede verse en un pasaje de la hermosa obra de uno de los filósofos occidentales más importantes, Immanuel Kant:
el océano hay que poder hallarlo sublime, como hacen los poetas, simplemente por lo que enseña el parecer visual acaso, cuando es contemplado en reposo, como un claro espejo de agua al que solo el cielo limita y, en cambio, cuando está agitado como un abismo que amenaza engullirlo todo.11
En esta discusión, el filósofo alemán utilizó el cielo estrellado, el océano y la figura humana como tres ejemplos de lo estéticamente sublime y no de lo meramente teleológico. Podemos confiar en que pensar en los océanos, medirlos e inspirarse en ellos puede tener una enorme influencia, aunque inesperada, en el crecimiento de la ciencia.
He vagado durante muchos años en estas aguas, y todavía no tengo un rumbo claro. Una especie de filosofía de los océanos es el objetivo final. ¿Estoy intentando tejer una filosofía de la naturaleza en contraposición a una filosofía de la ciencia? ¿Es este proyecto una mayor apreciación de la centralidad de los océanos en la evolución de la vida o incluso en la historia de nuestro planeta físico? ¿Este esfuerzo consiste en intentar recopilar un repositorio de “humanidades azules”? ¿Me faltará un mapa, una brújula, un barco, una tripulación? La imaginación oceánica, aunque a menudo está oculta, por no decir inconsciente, mueve a muchos, incluidos científicos y filósofos.
Imgen de portada: Katsushika Hokusai, La gran ola de Kanagawa, 1831. The Metropolitan Museum of Art
El viaje del Beagle, 1845, 12 de abril de 1836, saliendo de las islas Cocos hacia Mauricio. Disponible aquí. ↩
Jean Deutsch, “Darwin and barnacles”, Comptes Rendus Biologies, 2010, vol. 333, núm. 2, pp. 99-106. ↩
El viaje del Beagle, 1845, op. cit., 8 de octubre de 1835, durante su visita a la isla Santiago (James Island). ↩
En la traducción de Antonio de Zulueta, esta sección la tituló “De las relaciones entre los habitantes de las islas y los de tierra firme más próxima”. ↩
Roland Barthes, Mitologías, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003, p. 203. ↩
Christopher Connery, “The Oceanic Feeling and the Regional Imaginary”, en Global/Local: Cultural Production and the Transnational Imaginary (W. Dissanayake y R. Wilson, eds.), Duke University Press, Durham, NC, 1996. p. 290. ↩
Rasmus Grønfeldt Winther, Our Genes: A Philosophical Perspective on Human Evolutionary Genomics, Cambridge, Cambridge University Press, 2022. ↩
Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 10. ↩
Sarah Ackerman, “Exploring Freud’s Resistance to the Oceanic Feeling”, Journal of the American Psychoanalytic Association, vol. 65, 1, p. 29. ↩
Héctor López, “Freud contra el ‘sentimiento oceánico’”, Revista Universitaria de Psicoanálisis, 2017, núm 17, p. 116. ↩
Immanuel Kant, Crítica de la facultad de juzgar, Pablo Oyarzún (trad.), Monte Ávila, Caracas, p. 183. Disponible aquí. ↩