dossier Especial: Diario de la pandemia JUN.2020

Hemos perdido a un amigo, y todo sigue igual

Karolina Ramqvist

Dicen que escribir siempre es pensar en la muerte, detenerse siempre en la cuestión de qué somos. Cuando estalló la pandemia, saqué tres calaveras pequeñas de papel maché que me habían regalado un par de años atrás durante una visita a la Ciudad de México y las colgué sobre la pared de mi apartamento. La Agencia de Salud Pública de Suecia había recomendado que quien pudiera trabajara desde casa, y yo podía, naturalmente, llevaba toda la vida trabajando así. Mis amigos freelancers empezaron a decir que ahora todo el mundo comprobaría lo que era vivir como nosotros: trabajar en casa, aislarse, sentir incertidumbre por el futuro y por la economía. Pensar en la muerte, añadí yo para mis adentros. A comienzos de marzo, durante los primeros días de la pandemia, reinaba un silencio absoluto en el cruce que hay enfrente de nuestro edificio, y que tanto tráfico tiene por lo general. No nos habían prohibido salir y, aun así, las calles estaban vacías. Los autobuses sólo hacían los trayectos indispensables para garantizar los servicios esenciales para la sociedad. Pero ¿qué era una función esencial para la sociedad? Yo no estaba segura de que la del escritor lo fuera. Los colegios permanecerían abiertos, dado que la estrategia sueca consistía en mantener abiertos todos los servicios posibles. El nuestro, sin embargo, había cerrado, pues parte del personal estaba enfermo y no podía descartarse que se hubieran contagiado los demás trabajadores. De modo que mis hijos estaban en casa. Decidimos llamar aquella situación coronavacaciones. Una mañana se pusieron a correr por el apartamento persiguiéndose y atizándose con trapos de cocina mojados. Yo estaba sentada en mi escritorio y los veía agazaparse al acecho con cara de excitada concentración, o atacar lanzando alocados aullidos, y su entusiasmo y la seriedad con que se tomaban el juego me provocaban tanta risa que sentía como si algo potente y desconocido me brotara por dentro. —Mamá, ahora que tenemos coronavacaciones te ríes mucho —me dijo la más pequeña—. Creo que nunca te he visto reír tanto. No le dije que la razón por la que me reía tanto era que pensaba mucho en la muerte. Creo que nunca he contado que pienso mucho en la muerte también en condiciones normales, pero le dije que me alegraba de poder estar en casa con ella y con sus hermanos; que ahora disponíamos de más tiempo, ya que, a causa del virus, había tenido que cancelar todos los viajes. Unos viajes que deseaba emprender, pero que obviamente también habían despertado en mí el sentimiento de no estar a la altura, el miedo a decepcionar a mis hijos por no poder estar con ellos y a decepcionar a mis lectores por estarlo, por no ser capaz de leer o de hablar de mi obra de un modo satisfactorio para ellos y también para mí. El alivio de tener que quedarme en casa me llenó de alegría, incluso de felicidad, aunque al mismo tiempo hacía que me preguntara qué clase de vida vivía en condiciones normales si tanto me animaba el hecho de quedarme en casa y sentir esa vida amenazada. Soñaba despierta en mudarme al campo con mi familia, y en cómo organizaríamos allí una nueva vida más sencilla. ¿Y qué clase de expectación impropia se me despertaba por dentro cada vez que ponía la radio o el televisor, o cuando miraba por la ventana y veía los barrios vacíos? Se me antojaba una suerte de victoria malévola sobre la fragilidad de las cosas el que todo pudiera cambiar tan rápido, el que todo se detuviera, ni más ni menos. El que nada de cuanto solía considerarse importantísimo lo fuera de verdad. Nadie salía a hacer la compra, nadie iba en coche, nadie asistía a reuniones de trabajo. ¿Sería la amargura que sentía por dentro, los malos pensamientos que me inspiraba el mundo exterior, que ahora afloraban libremente al ver la rapidez con la que ese mundo cambiaba? A diario leía declaraciones grandilocuentes de quienes veían en el virus la oposición de la naturaleza ante el modo en que la vida humana se había organizado en nuestra sociedad. Con el tiempo todo se fue normalizando, pero mi agenda seguía casi vacía mientras que los medios de comunicación estaban llenos de noticias y análisis sobre cómo se propagaba el contagio por el mundo, y de debates sobre la estrategia sueca, distinta de la que seguían la mayoría de los países. No era una preocupación incontrolada lo que me impulsaba, sino cierta fascinación, cierta curiosidad que me provocaba una suerte de cosquilleo prohibido, y tuve que reducir el consumo de noticias para poder trabajar. Decidí no permitirme escuchar la radio o poner en la tele los canales internacionales de noticias antes de las cuatro de la tarde y, por fuerte que fuera la tentación, bajo ningún concepto pensaba ponerme a escribir un thriller distópico sobre el virus o un artículo sobre la estrategia sueca, en lugar de seguir con la novela que tenía entre manos. ¿Qué sería de la literatura si todo empezara a tratar de ese tema exclusivamente?
Nuestro amigo murió a las seis semanas de pandemia. No sabía que estuviera enfermo. La tarde que falleció, me encontraba con una amiga en las lujosas tiendas departamentales del centro de Estocolmo. Tomamos té y hablamos de todo, casi con avidez y entusiasmo. Nos reímos de las ventajas de la distancia social, intercambiamos información sobre la inmunidad de rebaño y las visiones pseudo filosóficas de la pandemia, hablamos de cuáles eran las funciones sociales básicas y cómo se valora una vida humana, de la protección de los ancianos, que parecía tener un precio bastante alto. ¿Les habían preguntado siquiera cuánto deseaban seguir viviendo? Con ese orgullo tan molesto de los suecos que adoran el modelo sueco, cuyo colapso ha quedado ahora de manifiesto en un sector público empobrecido, hablamos de nuestro sistema, que gobierna mediante instituciones nacionales independientes en lugar de mediante la autoridad política y, exactamente igual que a mí, también a ella le encantaba ver cómo los expertos de esas instituciones señalaban a diario su propio desconocimiento, y hasta qué punto podíamos hacerlo todo bien y, aun así, estar equivocados, puesto que se trataba de una amenaza nueva y desconocida: un virus y una enfermedad; y sin embargo, entonces aún no habíamos tomado conciencia de que fuera así. Por la tarde llegué a casa encantada de haber podido verla un rato, de todo lo que hablamos, de saberlo todo, de haberlo comprendido todo, de haber bromeado acerca de todo. Por la noche me embargó una sensación de fracaso absoluto. Los niños y yo seguíamos sentados a la mesa cuando mi marido apareció en la cocina y lo soltó sin más: su amigo había muerto. Me pareció simplemente como si su boca hubiera pronunciado aquellas palabras, nada más; y así lo siento todavía, como si lo único que hubiera pasado fuera que él movió los labios en ese momento. Nos levantamos los cuatro muy despacio y como mecánicamente, nos acercamos a él y nos quedamos un rato abrazados. Más tarde, la misma noche, seguíamos llorando. La mayor de nuestros hijos nos hacía preguntas, la pequeña trataba de hacer reír a su padre y nuestro hijo trataba de evitar todo lo que le trajera a la memoria el recuerdo de su amigo, del coronavirus, de la muerte. Yo le envié un sms a mi amiga.
Ahora, mientras escribo estas líneas, han transcurrido otras seis semanas. En general se ha citado la estrategia sueca como ejemplo, pero también ha recibido críticas y, en cierto modo, se ha corregido. No sé si ha sido por el paso del tiempo o porque la mortalidad nos ha arrebatado un amigo, pero mis ansias de conocer todo lo relacionado con el virus se aplacaron. Por otro lado, la pandemia tiene un componente tranquilizador. De pronto todas las miradas se dirigen a un centro que parece permanente, como si la conciencia colectiva fragmentaria y dividida solo fuera un paréntesis. La pandemia incumbe a todos y afecta a todos los aspectos y disciplinas de la vida, y aún puedo sentir cierta satisfacción al comprobar cómo restringe la existencia. Es un privilegio que mi vida se vea limitada de ese modo precisamente, que le recorten las partes salientes, en lugar de verse truncada con un abrupto punto final. Por lo menos no se acaba ahora, no se acaba hoy. Últimamente he prestado particular atención a los síntomas. Hará una semana fui con mi hija pequeña a una manifestación de apoyo al movimiento Black Lives Matter. Las manifestaciones en las que todos gritan los mismos lemas y consignas me suscitan por lo general muchas dudas, pero ahora esas dudas habían adquirido otras dimensiones. ¿De verdad era necesario ir? No nos encontrábamos en la plaza donde se manifestaba mi hija mayor junto con cientos de jóvenes, sino arriba, en la balaustrada. Allá abajo la masa se movía ondulante como un mar de gente. Mi hija quería bajar, pero yo le dije que debíamos mantenernos a distancia. Poco después, me olvidé de todo. Oímos los discursos y los gritos, y nos acercamos. Ella se tapó los oídos. Las dos hincamos la rodilla en tierra, como los demás, en una nueva oleada de gente, muy cerca unos de otros. Por todos aquellos cuyo nombre habíamos oído alguna vez y también por aquellos cuyo nombre no conocíamos. ¿Era aquello una función social básica? Al día siguiente leí las críticas contra quienes estuvimos allí y pensé que las crisis capaces de unir a la gente rara vez la unen tanto como creemos. No logran borrar los conflictos. La cuestión es qué cosas son necesarias para el ser humano. Ahora no me río tanto como al principio, pero quizá más que antes de la pandemia, a fin de cuentas. Me pregunto cómo será todo después, si es que hay un después para mí. Esta mañana me encontré con una persona, un hombre al que hacía muchos años que no veía, y cuando me preguntó cómo estaba le respondí que hacía años que no me encontraba tan bien, que es de lo más agradable que todo se haya detenido de este modo y que no me sea posible hacer más de lo absolutamente necesario. Y que para mí casi todo sigue como siempre. Eso sí, le dije, hemos perdido a un amigo.

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Imagen de portada: Calavera. Fotografía de Cynthia Cabello, 2016. CC