Quizá los homosexuales nos cansamos de tener sexo. También, como ya no hay necesidad de esconderse y refugiarse en los bares de Castro o Folsom porque puedes ir a cualquier lado sin que la gente se sienta incómoda, empezamos a tener vidas más normales. Ya sabes, casarte, tener hijos, comprar una casa bonita como la tuya y un auto con el que llenar el garage.
Esta es la respuesta que le da Markus, un actor porno convertido en indigente tras un escándalo con otro actor y su posterior cancelación, a Pedro Blaster, uno de los dos protagonistas de Pornografía para piromaníacos, cuando el segundo (52 años, activo, categoría daddy en el porno gay) le pregunta al primero en qué momento todo se fue al carajo en San Francisco, la Roma del porno gay y de la homosexualidad entre los años setenta y principios de los dos mil. Todo es una vida intensa y gozosa de excesos sexuales y anarquía social que atravesó la cresta de la epidemia del sida para desembocar en derechos igualitarios, con la propensión al estrés y el aburrimiento que genera la “vida normal”.
En esta novela, un drama porno (como bien la describe Antonio Ortuño), Wenceslao Bruciaga cuenta la historia de dos actores muy célebres en Sawyer Films, una empresa de porno gay que produce películas en cuyas filmaciones no se usa condón. Esta es una de las conquistas del San Francisco punk. Cuando fue sometida a referendo la cuestión de si los actores porno debían usar condón, la comunidad del estado votó por el no. Al fin y al cabo, si un actor es seropositivo los retrovirales hacen imposible el contagio de la que alguna vez fue la enfermedad más temida y estigmatizada en el mundo. Tanto Pedro como Jeff “Pliers” Peralta, otro de los personajes principales, son seropositivos y juegan el rol de activos y protagonistas en sus producciones. Se encuentran esporádicamente, pero en general sus líneas narrativas corren paralelas y antitéticas.
Pedro Blaster nació en Torreón y descubrió su identidad sexual cuando era adolescente, tras el abuso de un primo. Bruciaga muestra hábilmente el trovar clus de su personaje: aunque es víctima de una violación, se descubre disfrutando lo que inició como un ataque nocturno y, peor aún, anhelándolo más tarde. Y, como todas las personas y los personajes inmersos en una obsesión adictiva (sexo, drogas, un alguien), más temprano que tarde es descubierto y tiene que huir del país bajo la amenaza de morir a manos de los machos de su rancho. Como muchos en su comunidad, elige una ciudad de Estados Unidos, San Francisco, donde vive su padre.
Pedro cuenta con algo que últimamente hemos dado por despreciar (o por fingir que despreciamos). Es bello: alto, naturalmente fuerte, con una cara hermosa y un pene de más de 20 centímetros, requerimiento mínimo para el protagonismo activo en el porno. A Pedro, además, le fascina el sexo, le enloquece cogerse a hombres atractivos, sobre todo si son jóvenes.
De esta forma, en el presente narrativo, Pedro es un toro azteca (acude religiosamente al gimnasio y no bebe) que lleva treinta años en las películas porno y disfruta su trabajo, mantiene a un joven esposo que es influencer de la deconstrucción homoerótica y paga una pesada hipoteca en una zona fancy de la ciudad; comida y tenis costosos, ropa bonita, accesorios finos. La vida cara lo lleva a trabajar fuera de los sets: como escort y en el canal de OnlyFans que administra su esposo. Mastica pastillas de viagra como si fueran caramelos mientras se la chupan y coge y coge y vuelve a coger en muchos barrios de la ciudad y en muchas páginas de la novela. Un misterioso dolor en un huevo lo sigue a lo largo de toda la narración. Repite en más de una ocasión a sus interlocutores que, aunque no es un intelectual, tampoco es tonto y tiene cosas que opinar sobre una nueva época en la que abundan las cancelaciones (sí, en el porno también; sí, promovidas por actores).
Jeff Pliers es intelectual. No es broma. Es la antítesis de Pedro, salvo porque los dos la tienen muy grande y son activos en sus filmes. Pliers nació en San Francisco y tiene no una sino dos madres lesbianas que usan saris y cuelgan atrapasueños en su casa jipi campirana. Jeff se descubre gay deseando a un hombre enigmático y alcohólico que aparece en su casa cuando él es adolescente; un hombre mayor, un hombre al que nunca se coge. De ahí que, aunque le gustan todos los hombres, le gustan más los que tienen 62 años exactos. Tiene décadas sin hablar con sus madres, que se decepcionaron de que su hijo, graduado en filosofía en la universidad veinte años atrás, despreciara la cátedra académica por rendirse al capitalismo voraz, despiadado, prostibulario y cosificador del porno. Jeff no entiende por qué debería avergonzarse de que le paguen por lo que más le gusta en la vida además de la música: cogerse por el culo a otros hombres.
En el presente narrativo hace su debut como cantante de un folk con cara de rock o viceversa. Gracias a él podemos escuchar el soundtrack de la novela. Es un melómano y lector empedernido que carga con un librito de aquí para allá: El último encuentro (1942), de Sándor Márai, una de las novelas mejor contadas que yo he leído. Márai también es una clave, un símbolo en Pornografía para piromaníacos, pues se suicidó en San Diego (tras lomita) a una edad ridícula para hacerlo, creando con un ello un misterio: ¿por qué se suicida un hombre que ha sobrevivido a dos guerras mundiales, a una edad en la que cualquier día puede morir? ¿Es un último y silencioso manifiesto de la voluntad (y la capacidad) de renunciar a todo? Jeff está enamorado de un mexicano que no es Pedro y que se niega a salir del clóset porque apenas está conquistando el sueño americano. Un gay de clóset que hace pensar a Jeff en una voz omnisciente susurrándole: “Qué sorpresa, un gay queriéndose volar los sesos por un hombre que ya no quiere metérsela”. Y solo es por esta burlona frase que imagina que el mundo le impone que Jeff se resiste a volarse los sesos por este hombre.
A pesar de que no le duele ninguno de los huevos, padece una depresión crónica que le hace tomar medicamentos extras a sus retrovirales. No le obsesiona la perfección como a Pedro, pero como él, mira con estupor los tiempos que corren. A diferencia del mexicano, tiene un aparato crítico que le permite articular el rechazo que siente ante una cada vez más poderosa “policía del pensamiento”.
De los dos personajes, Bruciaga logra entregarnos uno más poderoso, intenso y profundo en Jeff Pliers. ¿Cuándo nos hemos podido resistir a un poeta maldito? Incluso si lo que escribe Jeff son letras para sus rolas y no poemas, atraviesa la novela (y a la novela) con una lucidez e intensidad propias de los personajes que consiguen descontrolar al narrador literario y que trascienden al escritor o le muestran las capas y tesituras que hacen de un relato una experiencia casi tridimensional. Es sobre todo gracias a él que podemos apreciar no solo una ciudad debatirse entre un pasado jugoso, salvaje y frenético y un presente delicado, ordenado y a veces histérico; sino que también entendemos mejor la sensación de desconcierto que viven muchos homosexuales maduros ante los nuevos cánones, las nuevas sensibilidades y las nuevas exigencias de conducta. ¿No era la juventud aquel sector social que debía oponerse a las exigencias morales? Son de Jeff las reflexiones de una filosofía homosexual punk:
Los homosexuales, aunque las leyes les permitan casarse y tener hijos, adoptando o mediante el misógino sistema de vientres en alquiler, por el simple hecho de obtener placer por donde salen los desechos humanos están condenados a un improductivo y violento y desembarazado placer que solo se extinguirá con la muerte. Esa idea era la que más le excitaba a Jeff de su propia homosexualidad, la de nacer para desequilibrar el aburrido mundo de los heteros aun a costa de su propia existencia. Aportar la desviada brújula de la diferencia. Tener un entendimiento más libidinoso de la muerte cuando penetraba o se dejaba penetrar por uno de los suyos.
A través de esta narrativa ardiente, Wenceslao Bruciaga plantea dilemas críticos en la época actual: ¿qué hace un espíritu rebelde cuando la rebeldía ha perdido valor como fuente de catarsis social? ¿Sirve de algo inmolarse o conviene esconderse y mimetizarse para pasar desapercibido y no correr el riesgo de incomodar a nadie y, con ello, llegar a ser un nuevo paria social, como le ocurre a Markus? Hacia el final de la novela los mundos de los protagonistas se tambalean, con consecuencias más catastróficas para uno que para el otro. ¿Pero es que acaso se puede salir indemne cuando se vive con el alma puesta en la piel y en la carne?
Sexto Piso, CDMX, 2022
Imagen de portada: Edvard Munch, Jóvenes bañándose, 1904. Munchmuseet