En biología, nada tiene sentido si no se mira a través del prisma de la evolución. Theodosius Dobzhansky
Ser bisexual duplica las oportunidades de conseguir una cita un sábado por la noche. Woody Allen
Nenas y nenes, rosa y celeste, autitos y muñecas, XX y XY. Digan lo que quieran los modernos, las feministas, les LGBTQIA+, los estudios queer, que la biología está aquí para refutarlos, ¿verdad? No. Una primera lectura podrá decir: lo que está en discusión es la identidad de género, aquellos aspectos que se suelen atribuir a un individuo y en los que la historia, el ambiente, la sociedad y las preferencias individuales tienen mucho que aportar. De la misma manera, la determinación del sexo —eso que traemos de fábrica— es clara, irrefutable y directa. Pero no es tan así: mientras que sabemos bastante poco de las posibles bases de la identidad de género, recién se está comenzando a entender la enorme variedad de formas que la naturaleza trae consigo para la aparentemente sencilla determinación del sexo. Es cierto que el sexo y su gran aliado, la reproducción sexual, hacen su aparición muy temprano en el teatro de la vida, con clarísimas ventajas adaptativas, acelerando la evolución mediante la posibilidad de cambios y diversidades que de otro modo no serían posibles. Pero por qué y cómo se determinan los sexos en la naturaleza, así como la necesidad y obligatoriedad de dos, y sólo dos sexos (tú con el tuyo, yo con el mío, diría Lorca en sus Bodas de sangre) es aún motivo de debate e investigación. Y seguramente lo será por bastante tiempo.
Sexo caliente
Allá por el 335 a. n. e., Aristóteles, el fundador de la biología (aunque no supiera bien qué estaba fundando), propuso que el calor del macho durante la copulación determinaba el sexo de la cría. Si el calor masculino era suficiente, allí venían los niños. Miren ustedes las ideas softporn que animaban a los antiguos griegos… Y a muchos que siguieron después, ya que estas teorías ambientales de la determinación sexual continuaron siendo populares por muchos siglos, hasta que a comienzos del siglo XX la aparición en escena de los cromosomas sexuales pareció zanjar definitivamente la discusión. Sí, entre esos cuerpos (somas) coloreados (cromo) aparecían dos que no estaban igualmente representados en machos y hembras, lo cual parecía marcar el camino determinista. Todos conocemos a los viejos y queridos X e Y, determinantes del sexo en mamíferos, que no son más que una particularidad dentro del vasto océano de las posibilidades cromosómicas, letrísticas y sexuales. Pero vayamos de a poco. Es cierto —muy cierto— que el estudio de los cromosomas sexuales es la base sobre la cual se edifica el concepto de la “determinación del sexo”. Y, en principio, está bien que así sea, ya que corresponde a una cierta “norma”, en el sentido estadístico del término (no en cuanto a la normalidad); pero explorando un poco más allá, el mundo se complejiza. Tampoco es cuestión de echar por la borda lo que sabemos sobre los cromosomas y los gametos sexuales. Por ejemplo, el hecho de que estos gametos suelan ser bastante diferentes se conoce como anisogamia (o sea, que los gametos masculino y femenino son de diferente tamaño, el masculino mucho menor), que puede haber evolucionado de forma independiente en distintos grupos de organismos. Todo parece indicar que esta diferencia de tamaño optimiza la reproducción; tener gametos de otros tamaños intermedios no ofrece ninguna ventaja evidente. Quizá por esto es que en la naturaleza se presentan sólo dos sexos: uno intermedio no sabría muy bien dónde ponerse en el baile de graduación. Ojo: la anisogamia no implica necesariamente que haya individuos de sexos separados; un hermafrodita se las arreglará perfectamente produciendo ambos tipos de gametos (aunque seguramente se aburrirá de lo lindo).
Un abecedario sexual
Pronto la X y la Y resultaron insuficientes para designar a esos cromosomas distintos, pues el mundo es amplio y ajeno: en algunos insectos (como las mariposas) los cromosomas sexuales son los W y Z. Así, los individuos ZZ son machos y los Z0 (o sea, una Z y ninguna W), hembras. Pero si aparece el W, todo tiende hacia el desarrollo de hembras (aunque en algunos casos, el ambiente también participa en el proceso). Otros, como el saltamontes, se las arreglan sólo con el X: si hay dos, serás hembra, una sola X determina el desarrollo de machos. En algunas moscas, el número total de cromosomas X es la voz cantante: habrá hembras XX, XXY y XXYY, mientras que los individuos XY o incluso aquellos X a secas serán machos. Ni qué hablar de las abejas, en las que los huevos no fertilizados se desarrollan en machos y aquellos fertilizados, en hembras. Sí: los machos no tienen padres… ni hijos (digno de una tercera parte de Blade Runner). En las aves, las hembras serán las de cromosomas diferentes (Z y W); los ZZ son los machos. Estas mismas letras (Z y W) identifican los cromosomas sexuales de los reptiles que, sí, son un poquito más complicados. Para complacer al viejo Aristóteles, en los cocodrilos y las tortugas la determinación del sexo depende también de la temperatura de incubación de los huevos, con diversas variaciones en la preferencia de calor. Tanto en el laboratorio como en la naturaleza, la proporción de machos y hembras parece depender, en parte, de ciertos valores críticos de temperatura superior o inferior (aunque le pese a los aristotélicos, a mayor temperatura más hembras). Por suerte nosotros, los mamíferos, somos más simples… Bueno, tampoco. Es cierto que en la mayoría de los casos el mundo se divide en los archiconocidos XX y XY. De hecho, sabemos que existe un gen (una porción del ADN presente en el cromosoma que representa instrucciones para fabricar algo para la célula) llamado SRY, que sólo está presente en el cromosoma Y y que tiende a masculinizar el embrión. O sea: si tienes Y serás macho, incluyendo a los ocasionales individuos que presenten XXY o incluso XYY. A propósito, ya saben qué hacer cuando se queden atrapados con este trío de letras en el Scrabble: nadie podrá refutar su nueva palabra. Por otro lado, no sólo los individuos XX serán hembras: también las XXX y las que porten sólo un X. Para complicar aún más las cosas, existen casos de individuos XX con una apariencia masculina, en los que alguno de los cromosomas X portan genes (como el SRY) que normalmente se encontrarían en el Y. De alguna manera, estos “desórdenes cromosómicos” también vienen a desafiar una visión binaria del sexo (y no sólo del género). Alguien puede hacerse una prueba genética y descubrir, sin ir más lejos, que la mitad de sus células son XX y la otra mitad XY (sí, es un caso real que se descubrió en Australia, correspondiente a una mujer que se desarrolló como consecuencia de la fusión de dos gemelos en el útero de su madre). Este tipo de casos también se han trasladado a las historias de ficción, como la maravillosa Middlesex de Jeffrey Eugenides, que narra las aventuras de Cal, una niña que “se convierte” en un joven adolescente (posiblemente por la deficiencia de una enzima que transforma la testosterona en una forma más activa, la dihidrotestosterona). Éstas parecen copias grises de la exuberante diversidad de la naturaleza. Como cuando hace su entrada triunfal en escena el maravilloso ornitorrinco, ese collage de la naturaleza que cuenta con diez cromosomas sexuales. Sí: los machos son XYXYXYXYXY —ya se sabe, en la comunidad ornitorríntica, el tamaño (de la combinación cromosómica) importa—.
Las apariencias engañan (y enriquecen)
Ya que hablamos de apariencia: tampoco la situación es tan obvia si “observamos” un embrión. Hasta la séptima semana de gestación, no hay forma de distinguir el sexo y, si no hay órdenes de lo contrario, ese bebé se desarrollará como hembra. Pero, si está presente el cromosoma Y, hacia esa época se activa el gen SRY, cuya acción masculiniza los órganos sexuales: a partir de una gónada bipotencial se desarrollarán testículos; a partir de un eventual clítoris, un pene, y a partir del conducto originario, un vas deferens (en lugar de un oviducto). En otras palabras: detrás de todo gran hombre siempre hay una gran mujer… Y detrás de toda gran mujer, también. Si el proceso de diferenciación sexual no funciona adecuadamente, aparecen individuos que, independientemente de su conjunto de cromosomas, pueden tener una genitalia ambigua o algún tipo de esterilidad. Es más, esta idea de la feminización “por defecto” (o sea, en ausencia de cromosoma Y) tampoco es tan clara, ya que recientemente se halló evidencia de genes feminizantes, que deben activarse para promover el desarrollo del ovario e inhibir el de las gónadas masculinas. El sexo, así, es un equilibrio, más que una dicotomía tan tajante. De esta manera, una posibilidad es que un individuo nazca con cromosomas XY pero porte tanto una vagina como testículos en su cuerpo. Y si ese cuerpo no responde adecuadamente a la testosterona, seguramente desarrollará glándulas mamarias y pechos. Entonces, ¿dónde lo ponemos en el museo del mundo de los dos sexos? Estas situaciones desafían la definición de un individuo por sus genitales, o por sus hormonas o sus características sexuales secundarias. Como afirma Emily Quinn en su charla TED sobre el intersexo, imaginen lo que sucedería si se analiza el ADN en una escena del crimen y se encuentra que es XY (y, en su caso, su portador se ha desarrollado como hembra), o más aún, XXY o X0. Menuda tarea para los detectives… Pero no es tan raro: se calcula que estos estadíos “intermedios” del espectro alcanzan a unos 150 millones de personas en el mundo. En muchos —demasiados— casos se procede a eliminar las “anomalías” quirúrgicamente: esto sobra por aquí, un toquecito por allá, y voilá. Pero las anomalías, en general, están en nuestra mente, de donde es mucho más difícil extirparlas. Un momento: no será tan obvio en cuanto a cromosomas o fenotipo, pero quizá la clave esté en las hormonas sexuales. Los nenes con su testosterona a cuestas, las nenas con estrógeno y progesterona. Pues… no: la diferencia hormonal es siempre cuantitativa, y no cualitativa —ambos sexos producen ambos tipos de hormonas, aunque en cantidades diferentes—. Y no lo comenten mucho por ahí, pero la progesterona es también precursora necesaria de la formación de testosterona. Ambas vienen en frascos, tamaños y velocidades capaces de llenar una góndola de supermercado. O del laboratorio, como veremos.
Los desafíos del laboratorio
Si bien el sexo es considerado una variable cuando se investiga con humanos, no necesariamente es así en los trabajos con animales. Aún hoy es común que los trabajos con ratones, por ejemplo, se realicen exclusivamente con machos, “para homogeneizar la muestra”, y los resultados luego se extrapolen alegremente a hembras o, incluso, a ambos sexos en humanos. No cabe duda de que esto sigue llevando a conclusiones erróneas, aun en una visión binaria del sexo. Existen diversas guías de investigación que recomiendan lo obvio: siempre se debe considerar el sexo como una variable en los experimentos, independientemente del modelo animal que se use. Sin embargo, los invitamos a visitar la mayoría de los laboratorios para comprobar que esto sigue siendo una rareza en las investigaciones. Y si no se considera el sexo en los estudios con animales, mucho menos en los que se realizan en células. A ver: todas las células también tienen sexo cromosómico; en mamíferos algunas serán XX y otras XY. Una mirada más moderna considera imprescindible diseñar experimentos celulares teniendo en cuenta sus características sexuales y reportarlos en consecuencia. Uno de los campos en los que esto se vuelve especialmente necesario es en el trabajo con células madre, aquellas que conservan la propiedad de diferenciarse en otras y constituyen una promesa para diversos tratamientos en el futuro. Quizá considerar si se trata de células madre macho o hembra arroje resultados más precisos y completos no sólo para la investigación sino, también, para la clínica. Finalmente, entre los muchos desafíos que hay por delante está el de reconsiderar las vías genéticas y bioquímicas que resultan en el desarrollo de un embrión hembra. Como ya mencionamos, la mirada tradicional es de un desarrollo femenino por defecto (vayan a buscar en los libros de texto y lo verán), que es masculinizado en presencia de genes del cromosoma Y. Hoy se conocen los procesos activos que llevan a la feminización, pero todavía no están presentes en los textos ni en la cabeza de los investigadores. Esto es aún más necesario en vista de las situaciones continuas de determinación sexual: un espectro no admite explicaciones por defecto, y habrá que abrir la cabeza para entender un mundo tan complejo.
Raros peinados nuevos
Está bien: la mayoría de los trastornos de determinación del sexo son muy raros en la población y aparecen en una de cada 4 mil o 5 mil personas. Pero su existencia misma hace tambalear la estructura dicotómica y, al mismo tiempo, convierte el sexo en una aventura aún más fascinante desde el punto de vista biológico. Es necesario revisar nuestra estantería en este rubro, no sólo por sus implicaciones en la investigación sino también en la clínica y, claro está, en la permanente reconsideración de qué significa esto de ser humanos. Y humanas. Y todo lo demás.
En definitiva: ya habíamos aceptado nuevas miradas sobre orientaciones, géneros, comportamientos y preferencias y teníamos claro que toda persona de bien debía aggiornarse en el tema y no espantarse los ojos frente a la escritura en neutro, esa novedad para las reales academias lingüísticas. Pero siempre podíamos descansar en lo seguro, en la comodidad de que con el sexo, esa vieja y querida distinción en dos mundos claramente diferenciados, no se metía nadie. Con el sexo, no. Para eso estaba la biología de nuestro lado, una ciencia cualitativa que dejaba a cada cual en su lugar. Malas (o buenas) noticias: a medida que avanzamos más y más en el conocimiento de las bases biológicas de la determinación sexual nos quedan menos certezas, y un continuo de posibilidades que enriquecen nuestras miradas descubridoras, aquellas que, como dijo algún escritor, consisten siempre en mirar con nuevos ojos.
Imagen de portada: Amanda Mijangos, El desfile, 2018