Mata Hari e Hilda Krüger, espías fatales

Espías / dossier / Junio de 2024

Claudina Domingo

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Greta Garbo se contonea (tanto como su alma nórdica se lo permite) frente a una estatua de Shiva. La miran dos personajes, uno con desprecio mezclado con temor y el otro infatuado. Para entonces sabemos cuál perderá la cabeza por ella. A lo largo de la cinta, los close-ups muestran a una Garbo melancólica y nihilista que pregunta y responde ambigüedades cuyo verdadero significado solo ella y la audiencia conocemos, pues ya sabemos su final. Entre los múltiples rasgos históricos deformados por el director George Fitzmaurice en 1931 están los atavíos que usara la falsa bailarina oriental. La Greta Garbo que hace movimientos casi marciales frente a Shiva va enrollada en espesos lienzos dorados: el Código Hays la ha vestido, literalmente, de la cabeza a los tobillos, negando una de las principales características de “el Ojo del Amanecer” —la traducción de Mata Hari desde el malayo—, que entusiasmó a un París ávido de piel mostrándose casi desnuda en los escenarios. Nunca sabremos bien cómo era su falsa danza oriental; solo tenemos las fotografías que retratan un rostro hermoso, unos ojos profundos y el cuerpo esbelto y grácil que ayudaron a configurar uno de los mitos de la época moderna: el de la espía seductora y trágica.

​ Margaretha Geertruida Zelle nació en Leeuwarden, una pequeña ciudad holandesa, el 7 de agosto de 1876. Su padre era un sombrerero que ganaba bien, pero dilapidaba mejor. Quizá así se aficionó Margaretha a vivir por encima de sus capacidades. Cuando sus padres se divorciaron, la enviaron a un colegio en Leyden donde el director acosó a la muchacha que desde muy joven tuvo un enorme atractivo. A los dieciocho años, aburrida de las pequeñas ciudades holandesas, encuentra en la sección de corazones solitarios de un periódico de Ámsterdam el anuncio del capitán Rudolf Jonny McLead que, aunque vive en las Indias Orientales, está de permiso en La Haya y busca “señorita de buen carácter con fines matrimoniales”. En el otoño de 1895 nace Norman, el primer hijo del matrimonio —que ha debido acelerarse por el embarazo— y un año después, Juana Luisa. En 1897 ascienden a Rudolf a comandante y lo destinan a Malang, en Java. Si el militar pedía una señorita de buen carácter era porque el suyo era pésimo. Lejos de Europa, se dedica a emborracharse, pasarla en los burdeles y a azotar a Margaretha, que, por su parte, dedica cada vez más tiempo a frecuentar a los nativos, cuyas danzas y costumbres sexuales abiertas le fascinan. Así fue como, bastante joven, la holandesa errante conoce la tragedia: uno de sus sirvientes (siempre se ha escrito, sin mucha evidencia, que en venganza por los malos tratos propinados por el militar) envenena a los hijos de la pareja, matando al varón.

Greta Garbo en *Mata Hari* de George Fitzmaurice, 1931Greta Garbo en Mata Hari de George Fitzmaurice, 1931

​ El matrimonio regresa a Holanda solo para divorciarse. Margaretha tiene veintiséis años y no es apegada a su hija, que permanece con el padre mientras ella se marcha a conquistar París, en donde se presenta como la hija de un rajá de la India y una bayadera sagrada que murió dando a luz al Ojo del Amanecer, a quien habrían encerrado en un templo, donde le enseñaron ritos y danzas sagradas hasta que un holandés la raptó y la subió a su barco. Pero el inicio de su aventura es difícil y se ve obligada a ejercer el trabajo sexual en las calles. En 1904 regresa a Holanda y consigue convencer a parientes y amigos de que necesita mucho dinero. A los veintiocho años vuelve a París, vestida con lujo, y se instala en el Hotel Crillon. Un coleccionista de obras de arte apellidado Guimet se enamora de ella, la protege y le ayuda a montar su acto. Para su debut, construye un gran escenario en el museo oriental que le pertenece. Es plena belle époque y Europa consume el opio y el misterio de Oriente sin reservas. Los periodistas y el público adoran su acto, que es más un striptease que una danza india. Según Fernando Martínez Laínez, en su libro Top secret, se adjudica a Colette la siguiente reseña: “apenas bailaba pero sabía desvestirse progresivamente moviendo un cuerpo largo y orgulloso”. Llegó a cobrar, en la cúspide de su carrera, diez mil francos por presentación e hizo giras por toda Europa occidental. Y aunque se presenta en la Ópera de París y en la Scala de Milán, Diáguelev no la acepta en sus ballets rusos; tampoco consigue la “bailarina oriental” que Richard Strauss le dé un papel en el estreno de Salomé. Mata Hari tiene ya 38 años y, en una época tan libertina como la previa a la Primera Guerra Mundial, han surgido decenas de imitadoras, más jóvenes y desnudas que la pionera del burlesque oriental.

​ Es así como, asediada por las exigencias financieras de un tren de vida millonario, Mata Hari se entrevista con un tal Von Jagow en Berlín, quien le propone que facilite la información que obtenga de sus amantes, diplomáticos y militares europeos al gobierno alemán. Alemania sabe que la guerra se acerca y el cónsul Kaemer acuerda con Margaretha un salario por su trabajo y le proporciona una clave: H21. En febrero de 1914, seis meses antes del inicio de la guerra, la agente se instala en Berlín. Cuando se desata el conflicto viaja a Holanda e intenta entrar a Francia, sin embargo las visitas anteriores a Berlín ya han hecho sospechar a los galos. Mata Hari lleva cartas de recomendación que le rechazan; y entonces intenta llegar desde España, en barco. Pero el espionaje italiano advierte al Deuxième Bureau (la oficina de contraespionaje francés) de una agente que ha renunciado a su origen hindú para hacerse alemana. Para entonces, Margaretha está enamorada de un capitán ruso, Vladimir Maslow, que yace herido en un hospital en Vittel, en el este francés. Para llegar a él tiene que entrar a Francia y Mata Hari decide contactar a la policía secreta. El capitán Georges Ladoux la recibe y le ofrece paso a cambio de espiar a los alemanes. Es así, por amor (o por capricho erótico), como una mujer que llama mucho la atención y que carece de experiencia en los servicios secretos se transforma en espía doble, un juego reservado para los cintas negras del espionaje. Tras ir a Vittel, llega a Bélgica, que ya está en poder de los alemanes y donde debe comenzar a recabar información para los franceses.

Mata Hari en 1906, autor desconocido Mata Hari en 1906, autor desconocido

​ Existen varias teorías sobre cómo fue sorprendida, pero parece que confió demasiado en una amiga, que a su vez tenía un enamorado en el ejército francés, que a su vez la delató con Ladoux. En el otoño de 1916 Mata Hari está en España que, al ser un país neutral, era un hervidero de espías. Desde Vigo intenta llegar a los Países Bajos, pero un barco de guerra inglés intercepta su navío y lo obliga a dirigirse a Francia. Aunque viaja con su nombre, los ingleses la toman ¡por una espía! alemana llamada Clara Benedix, a quien acusan de haber matado a un agente británico. En medio de este embrollo la llevan a Scotland Yard donde, desesperada, se confiesa agente francesa. Ladoux, cuando se entera, pide que la devuelvan a España; no confía en ella y no le ha proporcionado información valiosa, así que quiere mantenerla vigilada, pero lejos de París. Los alemanes, que también están enterados de su paso por Scotland Yard, también recelan de ella, ya que siempre los provee de información desactualizada o irrelevante.

​ Todas las historias trágicas tienen un momento que las hace aún más apasionantes: aquel cuando el personaje pudo haberse salvado. El de Mati Hari ocurre en Madrid, donde conoce y enamora a un senador catalán, Emilio Junoy, que le propone irse a vivir con él a Barcelona. Pero Margaretha espera un telegrama del ruso, quien ha sido instruido por el Deuxième Bureau para atraerla a París. Están hartos de ella y van perdiendo batallas en el frente; necesitan escarmentar a alguien. También recibe un telegrama de Berlín el 28 (¡!) de diciembre de 1916. Los alemanes le piden que vaya a Francia a recoger un cheque. Este telegrama es interceptado por el espionaje francés y se convertirá en una de las evidencias durante el juicio a Mata Hari, que no tiene la habilidad para sospechar de estas maniobras y marcha a París, donde recoge el cheque pero no lo cambia. El 13 de febrero de 1917 la policía entra a su cuarto de hotel y la detiene en posesión del cheque alemán; la acusa de “espionaje, complicidad e inteligencia con el enemigo”.

​ El breve juicio (plagado de irregularidades y al que la prensa no está invitada) se celebra el 24 y el 25 de julio. Desde el principio Mata Hari escandaliza a los jueces. Cuando muchos años después se abran los expedientes, serán evidentes sus desplantes de mujer fatal. Cuando le pregunten por los treinta mil marcos que recibió un día en Berlín, de manos de un militar, ella responderá: “Lo hizo en pago de mis favores. Nunca nadie me dio menos”. También se declara obsesionada con los hombres de uniforme: “Mi marido era capitán. El oficial es para mí un ser superior […]. Si he amado, ha sido siempre a militares valientes y corteses, sin preguntarles a qué país pertenecían, porque para mí los guerreros forman una raza especial que está por encima de los demás mortales”. Quizá dijo esto para seducir a sus jueces, que eran militares y a quienes este apasionado discurso no conmovió.

Hilda Krüger, postal publicada por Ross VerlagHilda Krüger, postal publicada por Ross Verlag

​ Quizá la pena de muerte fue excesiva, pero por entonces Francia acumulaba derrotas militares y el ejército necesitaba culpar a alguien. Establecida ya en la imaginación colectiva como una mujer de conducta escandalosa y caprichosa, es imposible saber ahora si, efectivamente, tuvo los arrestos para quejarse por la hora en que la despertaron para fusilarla: “En otra ocasión no les hubiera perdonado despertarme tan temprano. ¿De dónde vendrá esa costumbre de matar a los condenados al amanecer?”. Quizá estas líneas las haya agregado alguien a su leyenda. Lo que sí muestran las fotos es que no aceptó que le vendaran los ojos. Quizá sí amaba mucho a los militares.

​ La figura de la espía como mujer fatal alimentó el imaginario intelectual durante casi todo el siglo XX. En muchos momentos sustituyó la emancipación feminista por la leyenda de la diva erótica capaz de torcer los caminos de la historia.

​ Otra artista de los escenarios que vio marcado su destino por las ambiciones de Alemania fue Hilde Krüger. En 1938 era una joven actriz en ascenso en la Alemania nacionalsocialista. Filmaba Drunter und Drüber cuando su amante “y protector” le comunicó que Magda, su esposa, había descubierto el affaire y demandaba que la sacara del país. Joseph Goebbels le prometió a Hilde que la ayudaría a triunfar en Europa e incluso en Hollywood, además de hacerse cargo de sus gastos donde quiera que estuviese.

​ Fue así como la joven alemana, nacida el 9 de noviembre de 1912 en Colonia, llegó a Los Ángeles en enero de 1940. Fritz Weidemann, cónsul del Tercer Reich en San Francisco, tenía la orden de rentarle un lujoso departamento y de presentarla con productores de la Meca del Cine. Pronto tuvo una audición en la MGM que resultó un desastre porque Hilde no hablaba bien el inglés. Mientras tanto, los hombres la asediaban en cuanto club o restaurante pisaba. Con 1.65 de estatura, curvilínea, rubísima y de ojos azules, parecía un cartel viviente de propaganda aria. Así conoció a un petrolero millonario llamado Jean Paul Getty y comenzó a ser nombrada en la prensa del corazón pese a no haber aparecido en ninguna película. El espionaje nazi supo cuando cambió a Getty por un millonario de ascendencia alemana, Gert von Gontard.

​ Hilde comenzó a viajar a Missouri, donde vivía el clan von Gontard, dado que allí se ubicaba su empresa cervecera, Anheuser-Busch, la más grande de Estados Unidos. En las fiestas que ofrecían comenzó a codearse con muchos millonarios estadounidenses y descubrió que había un club de admiradores de Hitler dispuestos a ayudar con su dinero al Führer. Hilde tomaba nota de lo que escuchaba y se lo contaba a Weidemann, quien a su vez lo hacía llegar a Berlín, dándole crédito a Hilde. Fue así como la Abwehr, la agencia de espionaje alemana, la consideró una colaboradora importante. En una de esas fiestas Hilde supo que, desde finales de marzo de 1938, los ricos fans de Hitler compraban crudo mexicano para enviarlo al Tercer Reich, pero temían que al terminar el mandato del presidente Cárdenas se cerrara el flujo de petróleo.

​ Lo inesperado en esta historia es que el hermano de Gert von Gontard, Paul, se enamoró de Hilde. Es probable que ella también lo amara porque, pese a que era una fanática nazi, aceptó la relación con un antifascista, que a su vez se dispuso a ser tolerante con la posición ideológica de su amada. Para entonces el FBI ya la seguía. Tras un año en Hollywood, recibió la propuesta de actuar en un papel secundario en una película. Era poco para quien ya había protagonizado películas en Alemania, pero era el primer paso. Además, Paul le pidió matrimonio con un enorme diamante. Parecía un punto inmejorable de su vida. Si en Alemania era la amante del caprichoso ministro de propaganda, en Estados Unidos se convertiría en la esposa de un millonario que estaba de acuerdo en que siguiera actuando. Hilde aceptó la propuesta cuando recibió una carta de la Abwehr que le solicitaba trasladarse a México para servir a su patria. Todo parece indicar que ella creyó que no tardaría mucho en su misión, porque se fue comprometida con Paul.

​ La alemana entró a territorio mexicano por Nuevo Laredo en febrero de 1941. Su misión era relacionarse con importantes hombres del gabinete del presidente Manuel Ávila Camacho para asegurar que el crudo siguiera llegando a Hamburgo. Getty, su antiguo novio, fue quien la presentó con la élite de hombres del gobierno. Resultó que Miguel Alemán, el secretario de Gobernación, era mujeriego y adorador de las rubias. Pronto instaló a Hilda (pues así la bautizaron los mexicanos desde el primer día) en un departamento de un edificio decó en la glorieta Washington, en la colonia Juárez. El secretario Alemán llegaba por la tarde y se iba de madrugada. Durante el día, Hilda se reunía en San Ángel con agentes de la Abwehr.

Mario Moreno *Cantinflas*, Hilda Krüger y Manuel Laureano Rodríguez *Manolete*, 1945Mario Moreno Cantinflas, Hilda Krüger y Manuel Laureano Rodríguez Manolete, 1945

​ Hilda recorrió el norte de México con su compatriota y colega Georg Nicolaus para informarse de la producción de mercurio, que Alemania necesitaba con urgencia. Según Juan Alberto Cedillo en su investigación Hilda Krü­ger: vida y obra de una espía nazi en México, Alemán, le consiguió un descuento del 50 % de Ferrocarriles Nacionales para el traslado de “mercancías” a los puertos del país. En el Hotel Regis, Georg e Hilda se reunieron con militares y llegaron a un acuerdo económico para el contrabando de níquel, zinc, cobre, mercurio, tungsteno y TNT. En el otoño de 1941, submarinos alemanes apostados en Veracruz se llevaron quinientas toneladas de mercurio hacia Alemania. Pero Georg tenía la boca muy suelta: por un lado, le contó a Hilda de los rumores sobre las masacres de judíos y gitanos cometidas por el régimen nazi y, por el otro, le platicó a su casera/amante de sus actividades de espionaje. Las actividades “comerciales” del grupo alemán no pasaron desapercibidas para el espionaje estadounidense y el coronel McCoy, jefe de la inteligencia militar estadounidense en México, mandó un informe al presidente mexicano, pero este documento fue interceptado por uno de los compinches del Regis y terminó en el archivo muerto.

​ El ataque a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, cambió el panorama. Pronto el presidente Roosevelt exigió al gobierno mexicano que cesaran las exportaciones a Alemania. Para colmo, la casera de Georg lo denunció a la policía. En marzo de 1942 Hilda fue detenida, pero Miguel Alemán evitó su traslado a Estados Unidos, donde le esperaba un juicio. Para quedarse en el país, Hilda se casó con Nacho de la Torre, sobrino de Ignacio de la Torre, “el yerno de la nación” —es decir, de Porfirio Díaz— y uno de los participantes del Baile de los 41. Nacho era mucho menos rico que Paul von Gontard, pero quizá Hilda ya había aprendido la máxima mexicana: “es lo que hay”. La familia de Nacho siempre dijo que Miguel Alemán había convenido el matrimonio para salvar a Hilda.

​ Lo que sigue es una vuelta de tuerca de lo trágico europeo a la picaresca mexicana. Hilda participó en las películas Casa de Mujeres, Adulterio, Bartolo toca la flauta y El que murió de amor. También tomó clases de historia y literatura como oyente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y escribió ensayos. Le obsesionaban las figuras de Malinche y sor Juana Inés de la Cruz. Su imagen en mi espejo fue el título de su ensayo sobre la Décima Musa. En un viaje a Nueva York conoció a un coleccionista venezolano llamado Julio Lobo; se divorció de Nacho y se casó con él. Luego se divorció de Lobo y pasó las últimas décadas de su vida entre Europa y Nueva York. Se dice que, a partir de los juicios a Eichmann en Israel, Hilda se vio atormentada por lo que, sin saberlo, contribuyó a hacer.

​ La vida de Hilda no fue el desplome fatal de la Mata Hari —en gran medida gracias a su astucia—, pero tampoco pudo insertarse, tras el fin de su carrera como espía, en lo que podríamos llamar una vida normal. Quizá fue decisivo su paso por México, un país no solo alejado del núcleo de la tragedia europea, sino en el que la idiosincrasia se presta para cambiar como veleta. El propio Miguel Alemán, por ejemplo, hizo una metamorfosis de pronazi a antifascista de la noche a la mañana.

​ Mata Hari pasó a la historia como “la espía”; no la espía del siglo XX ni la espía de la Segunda Guerra Mundial, sino La Espía. Es la semilla (y la flor) de nuestro imaginario moderno de la espía como una mujer semidesnuda que consigue —mediante su habilidad erótica y su astucia—, situarse en un punto privilegiado de injerencia política y, en ocasiones, histórica. Esta mitificación solo pudo ocurrir con el cuerpo como herramienta del espionaje; sucede a través de él y en la figura de la mujer espía, dado que el siglo XX concentró el tabú erótico en el imaginario femenino. Por si fuera poco, las guerras mundiales no tuvieron un favorito claro mientras ocurrían y ello ayudó a pensar que cualquier cosa podía cambiar el curso de los acontecimientos. Cámbiese el sustantivo “cosa” por “mujer” y se podrá entender por qué la espía moderna fue un importante arquetipo del XX. Si Mata Hari murió por nada (esto casi nunca se menciona), otras espías demostraron que podían ser más letales (y leales), apoyadas en una fe ciega en torno a la ideología dominante.


Escucha el Bonus track de Claudina Domingo, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: Mario Moreno Cantinflas, Hilda Krüger y Agustín Lara, 1945