Una jirafa se aproxima a las hojas más altas de una acacia. Parece que este animal, el más alto de todos los que habitan la Tierra, controla por completo la situación: el follaje entero del árbol se encuentra a merced de su hocico. Pero la acacia no está tan desvalida; tan pronto como la planta siente que la están devorando (¿lo siente?, de eso se trata este ensayo), comienza a llenar sus hojas de veneno para ahuyentar a su enemiga. En un acto de aparente altruismo, la acacia emite señales gaseosas (etileno) que advierten a sus vecinas sobre la presencia del herbívoro, de tal forma que ellas puedan segregar toxinas preventivas, anticipar la defensa y evitar el saqueo de sus tejidos verdes.1
Cuando rozamos una hoja de la mimosa púdica, las demás hojas se pliegan rápidamente; cuando un insecto volador toca los pelos sensitivos de una venus atrapamoscas (Dionaea muscipula), la planta cierra sus fauces con rapidez carnívora y empieza a digerir al animal; cuando un árbol pierde todas sus ramas (por culpa de un rayo, un elefante o un jardinero), es capaz de comunicarse con sus aliados a través de una red subterránea de hongos simbióticos (la micorriza) y solicitar nutrientes para recuperarse del infortunio; cuando los científicos esrilanqueses expusieron plantas de arroz a cánticos budistas, sus tallos crecieron más que cuando las torturaron con música pop occidental.2 Este tipo de conductas y fenómenos sorprendentes demuestra que las plantas no son tan necias como a veces pensamos; no sólo se defienden con espinas o toxinas perpetuas, sino que responden de manera coordinada, e incluso preventiva, a estímulos nocivos como los dientes de una jirafa o los berridos de un popstar. Las acacias perciben estímulos y se comunican a través de señales, ¿pero sienten de manera integral, saben? ¿Podemos atribuirle a un árbol algún tipo de saber perceptual semejante al nuestro? El silvicultor alemán Peter Wohlleben lo hace sin reparos en su éxito de ventas La vida secreta de los árboles:
Para aquel que sabe que los árboles sienten dolor, que tienen memoria y que los árboles progenitores viven con sus retoños, ya no es tan fácil talarlos ni deambular con grandes máquinas a su alrededor.3
Sentir dolor es algo más que percibir un estímulo nocivo, porque dolor es un concepto fenoménico, propio de la experiencia subjetiva, una impresión desagradable que se siente de una forma específica. En su famoso artículo de 1974, “¿Qué se siente ser un murciélago?”, Thomas Nagel identifica los estados orgánicos que se sienten de cierto modo con el núcleo de la conciencia. Así, estar consciente significa percatarse del entorno y del propio organismo a través de impresiones sensoriales que se sienten de cierta forma: colores, timbres, texturas, sabores, aromas. Afirmar que los árboles sienten dolor implica que tienen conciencia, lo cual resulta bastante problemático, ya que los únicos estados conscientes que conocemos parecen estar vinculados con la actividad vigilante del cerebro, un órgano de complejidad muy superior a cualquier aparato vegetal. Charles Darwin lo descarta de entrada en su libro Plantas insectívoras, donde afirma que usará “sin escrúpulo” el término sensitivo para referirse a las glándulas motoras de estos vegetales, a pesar de que el concepto de sensibilidad “generalmente implica conciencia; pero nadie supone que la planta sensitiva es consciente”.4 ¿Podemos rechazar la posibilidad de que las plantas tengan conciencia con base en nuestras diferencias orgánicas y en la autoridad de Darwin? La historia nos enseña a ser humildes: René Descartes descartó que los animales pudieran sentir dolor, “pues para mí el dolor no está más que en el entendimiento”,5 una facultad del alma inmaterial que él atribuía exclusivamente a nuestra privilegiada especie. Con el progreso de la biología hemos aprendido que no somos tan distintos de los demás animales (al menos de los demás vertebrados) y que no hay buenas razones para excluirlos de la vida consciente.
En 2012 un grupo de neurocientíficos publicó la Declaración de Cambridge sobre la conciencia de los animales, que a partir de los conocimientos de sus respectivas disciplinas concluyó:
La ausencia de neocorteza no parece privar a un organismo de experimentar estados afectivos. Existe evidencia convergente que indica que los animales no humanos poseen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados conscientes junto con la capacidad de exhibir conductas intencionales. En consecuencia, el peso de la evidencia indica que los humanos no son los únicos poseedores de los sustratos neurológicos que generan la conciencia. Los animales no humanos, incluidos todos los mamíferos y aves, y muchas otras criaturas, incluidos los pulpos, también poseen estos sustratos.6
La Declaración fue recibida con aplausos por muchas organizaciones defensoras de los derechos animales, así como por los promotores del vegetarianismo ético. Con base en el criterio neurológico de la Declaración, las plantas obviamente quedan excluidas de la vida consciente, pues carecen de sistema nervioso central (aunque muchas poseen sistemas de señalización eléctrica, sus células no se parecen a las neuronas).7 Sin embargo, la Declaración no carece de problemas. Afirmar que humanos y otros animales compartimos ciertos “sustratos” de los estados conscientes presupone que sabemos que esas estructuras neurológicas “generan la conciencia”, lo cual no es completamente cierto. Aunque se sabe que cierto tipo de actividad cerebral está empíricamente vinculada con la conciencia, no sabemos con suficiente precisión qué procesos neurológicos realmente coinciden con la experiencia consciente. Hasta donde alcanza nuestro conocimiento neurobiológico, es posible describir perfectamente el funcionamiento del sistema nervioso en términos físicos, sin recurrir ni generar ningún tipo de conciencia subjetiva. Desde la luz que impacta la retina hasta las terminales nerviosas que estimulan los músculos, la cadena física de las causas no necesita el auxilio de ninguna sensación consciente. Esto ya lo sabía el gran Gottfried Leibniz, y de hecho lo utiliza como premisa a favor del idealismo en su Monadología de 1714:
Preciso es confesar que la percepción, y lo que de ella depende, es inexplicable por la mecánica, es decir, por las figuras y los movimientos. Fingiendo, o figurándonos una máquina cuya estructura haga pensar, sentir y percibir, se la podrá concebir de gran tamaño, conservando las mismas proporciones, hasta poder entrar en ella como en un molino; y esto hecho, sólo se hallarán, visitándola, las diversas piezas que se posarán unas sobre otras, pero nada que explique una percepción.
Lo que Leibniz se figura es lo que han hecho las neurociencias desde entonces: entrar en nuestros cerebros como si fueran molinos; adentro han encontrado diversas piezas (neuronas, axones, dendritas, sinapsis) y sus mecanismos (liberación de neurotransmisores, potenciales eléctricos de acción). Sin embargo, nada de esto explica la experiencia consciente.
Esta brecha explicativa entre fisiología nerviosa y experiencia subjetiva ha sido reconocida también por los biólogos. Thomas Huxley planteó el problema con claridad en sus Lessons in Elementary Physiology de 1866:
Cómo es que algo tan admirable como un estado de conciencia resulta de irritar tejido nervioso es tan inexplicable como la aparición del Genio [Djin] cuando Aladino frotó su lámpara.
Aunque sabemos mucho sobre el procesamiento nervioso de la información perceptual, no hay mecanismo alguno que dé cuenta de la aparición de las impresiones sensibles que forman nuestra vida consciente. Esto constituye lo que David Chalmers ha llamado “problema duro de la conciencia”, núcleo del llamado “problema mente-cuerpo” que tantos ríos de tinta filosófica ha hecho correr. Ya que el problema descrito impide basar nuestras atribuciones de conciencia en criterios neurológicos, habrá que recurrir al otro aspecto mencionado en la Declaración de Cambridge: además de sustratos neurológicos, los animales conscientes presentan la “capacidad de exhibir conductas intencionales”. Una conducta intencional es una acción guiada por los objetivos internos del organismo y se distingue de una conducta o respuesta refleja al no estar causada inmediatamente por un estímulo externo. Para que exista una conducta de este tipo se necesita una representación interna del objetivo (el recuerdo apetecible, por ejemplo, de una manzana) que active el movimiento coordinado del organismo, lo cual parece conducirnos a postular un espacio subjetivo de representación que podemos identificar con la mente. Este criterio conductual permite abordar el problema de la conciencia vegetal desde otro punto de vista: ¿tienen conductas intencionales las plantas? En la mayoría de los casos, la sensibilidad, aprendizaje y comunicación vegetal pueden explicarse sin apelar a representaciones o modelos internos, con base en mecanismos seleccionados evolutivamente. Existen casos problemáticos como el de la malva loca, la mediterránea Lavatera cretica, que tiene la propiedad sorprendente de aprender por dónde sale el sol y orientar sus hojas hacia el oriente antes de que amanezca, antes de que la luz solar pueda funcionar como estímulo de la respuesta fototrópica. Este comportamiento es evidencia de aprendizaje,8 pero no requiere que dentro de la planta haya un modelo orgánico del Sol (una representación interna, una idea) que genere el estado subjetivo de ser una malva loca esperando a que amanezca.
Si aceptamos la conducta intencional como marcador de conciencia, otra vez parece que estamos a punto de refutar la conciencia vegetal. Pero hay otro problema. Si nos tomamos con seriedad el problema duro de la conciencia, la conducta tampoco es un criterio fiable. Dado que no tenemos ningún nexo explicativo entre cerebro y conciencia, nada nos impide concebir organismos neurológica y conductualmente iguales a nosotros que estén apagados por dentro: se trata de los zombis filosóficos, entes imaginarios que muchos filósofos invocan para rechazar la tesis materialista de que el mundo está hecho sólo de cosas físicas. Esos filósofos antimaterialistas muchas veces terminan defendiendo una ontología panpsiquista según la cual todo está consciente. Así, el racionalismo occidental llega, por un camino tan riguroso como extravagante, a una especie nueva de animismo.9 Como este camino no nos lleva a ningún lado, habrá que volver sobre nuestros pasos y explorar otro.
Al margen de los nervios y las conductas, ¿qué sabemos sobre la conciencia? Sabemos, introspectivamente, qué se siente ser humanos; a cada instante lo experimentamos de una forma distinta, de acuerdo con las impresiones sensoriales presentes. Esas sensaciones representan el mundo, le dan forma: los colores representan superficies iluminadas; los sonidos, el movimiento de cosas que hacen vibrar el aire. Las distintas formas de la conciencia (amarillez, timbre sonoro, aroma) funcionan como símbolos básicos o primitivos: el rojo puede servir como signo de otra cosa (una nochebuena en una maceta), pero también puede experimentarse de forma pura: al frotarnos los ojos en la oscuridad podemos ver manchas rojas (fosfenos) que no son representación de nada. Hasta aquí sabemos que la conciencia tiene un alfabeto primitivo de sensaciones que ciertos filósofos llaman qualia. Como cualquier alfabeto, éste sirve para comunicar algo: el estado del cuerpo y su entorno. ¿Quién habla y quién lee ese alfabeto? En toda situación comunicativa hay al menos dos interlocutores (un emisor y un receptor). Con cierta libertad figurativa, podemos preguntarnos quiénes hablan el lenguaje de la conciencia. Ya que las sensaciones claramente provienen de los sentidos (visión, audición, ecolocalización murciélaga, etcétera) y le dan forma a objetos que conocemos conceptualmente (nochebuenas, insectos, mesas, nubes), es razonable concluir que la conciencia comunica los órganos sensoriales con un órgano lógico que sirve para manipular representaciones conceptuales: la mente. La mente es un órgano sui generis, ya que está incorporado en las redes neuronales del cerebro pero tiene propiedades lógicas y semánticas propias: piensa con reglas y conceptos codificados en ciertas conexiones nerviosas, pero que no dependen funcionalmente de ellas (a esto se le conoce como independencia mental del sustrato). Esta codificación hace de la mente un órgano virtual, hecho de información, no de materia. Por supuesto que la mente necesita un sustrato material, pero no puede identificarse con él por completo. Podría decirse que algo sobra; ese surplus inasible tal vez sea responsable de la novedad ontológica de la conciencia, de su extravagancia metafísica: sus instancias son concretas (hay algo específica y particularmente rojo, agudo, caliente en las sensaciones) pero no son materiales como los electrones, las sillas y los cerebros, ni abstractas como los números primos y los conjuntos vacíos.
Aunque la lectora no concuerde con mi concepción de la mente, basta con suponer que la conciencia surge en el vínculo de dos módulos orgánicos (uno perceptual y otro cognitivo) para obtener el mismo resultado: la conciencia depende de la capacidad orgánica de codificar los conceptos y las reglas necesarias para formar ideas y manipularlas lógicamente.10 Las plantas, a pesar de sus asombrosas conductas, no tienen células tan prodigiosas como las neuronas; tampoco las necesitan, pues su estilo de vida sedentario y autótrofo (hacen su propio alimento) no exige pensar rápido para sobrevivir. ¿Qué se siente, entonces, ser un árbol? Como nunca he sido acacia, laurel ni caoba, no puedo saberlo a ciencia cierta, pero sospecho con altanería mentalista que no se siente nada. Me temo, para decepción de los animistas forestales, que nunca tendremos una Declaración de Tepoztlán sobre la conciencia vegetal. Me parece que Darwin tenía razón; también Rubén Darío cuando escribió:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque ésa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Imagen de portada: Bosque en George Dawson Rowley, Ornithological Miscellany, 1876-1878. Biodiversity Heritage Library. Imagen de dominio público
A. D. Zinn, David Ward y Kevin P. Kirkman, “Inducible defences in Acacia sieberiana in response to giraffe browsing”, African Journal of Range and Forage Science, octubre de 2007, vol. 24, núm. 3, pp. 123-129. ↩
D. S. P. Munasinghe, et al., “A preliminary study on effect of buddhist pirith chanting and pop music on the growth and yield performance in rice (Oryza sativa L.)”, Sri Lankan J. Biol., vol. 3, núm. 1, 2018, pp. 44-51. Aunque no dudo de que la vibración musical del aire influya en el metabolismo vegetal, hace falta explicar el mecanismo subyacente. ↩
Aparte del libro de Wohlleben, que atribuye a los árboles rasgos demasiado humanos, una buena fuente sobre la inteligencia vegetal es Stefano Mancuso, The Revolutionary Genius of Plants. A New Understanding of Plant Intelligence and Behavior, Atria, Nueva York, 2018. ↩
Charles Darwin, Insectivorous Plants, John Murray, Londres, 1875, p. 19. Disponible aquí. ↩
Carta de Descartes a Marin Mersenne citada por Leticia Flores Farfán y Rogelio Laguna, “La cuestión animal en Descartes”, en L. Flores Farfán y J. E. Linares Salgado (coords.), Los filósofos ante los animales, UNAM/Almadía, Ciudad de México, 2020, p. 73. ↩
The Cambridge Declaration on Consciousness. Disponible aquí. La traducción es mía. ↩
Patricio Oyarce y Luis Gurovich, “Electrical signals in avocado trees: responses to light and water availability conditions”, Plant signaling & behavior, vol. 5, núm. 1, 2010, pp. 34-41. ↩
Para conocer muchos otros ejemplos de aprendizaje en el reino vegetal, fúngico y unicelular recomiendo leer la sección “Learning: No Brain Required” de la revista Perspectives on Behavior Science, núm. 41, 2018. ↩
Y a publicar decenas de artículos sobre zombis, como A. Cottrell, “Sniffing the Camembert: on the Conceivability of Zombies”, Journal of Consciousness Studies, núm. 6, 1999, pp. 4-12. ↩
Las capacidades lógicas de las neuronas no dejan de sorprendernos; últimamente, p. ej., se ha descubierto que ciertas dendritas pueden computar disyunciones exclusivas: Albert Gidon et al., “Dendritic action potentials and computation in human layer 2/3 cortical neurons”, Science, vol. 367, núm. 6473, enero de 2020, pp. 83-87. El procesamiento lógico como base funcional de la conciencia puede reconocerse en teorías como la de K. Friston y J. A. Hobson, “Consciousness, Dreams, and Inference: The Cartesian Theatre Revisited”, Journal of Consciousness Studies, vol. 21, núms. 1-2, 2014, pp. 6-32. ↩