Entre los antropólogos y los arqueólogos no hay unanimidad con respecto a la aparición tardía de la familia monógama (o nuclear). Para algunos investigadores, como Emmanuel Todd, en L’origine des systèmes familiaux la familia nuclear es el modelo original común a toda la humanidad. Sin embargo, todavía no se ha demostrado la existencia de esta modalidad en las sociedades prehistóricas, porque si bien hoy en día es casi universal, de acuerdo con Claude Lévi-Strauss, esta no se deriva “de una necesidad permanente y constante que exprese las exigencias más profundas de la naturaleza humana”.1
Sociedades endogámicas y exogámicas
Según el filósofo alemán Friedrich Engels y los antropólogos evolucionistas anglosajones de la segunda mitad del siglo XIX (Lewis Henry Morgan, Herbert Spencer, Edward Burnett Tylor y James George Frazer), el desarrollo de las sociedades humanas ha pasado por diferentes estadios, cada uno caracterizado por una organización económica, social, familiar y de creencias. Esta línea de pensamiento concluye que en la “horda primitiva” —ateniéndonos a la expresión de Charles Darwin— las relaciones sexuales se practicaban entre todos los miembros del clan, salvo entre padres e hijos. Más adelante, para evitar la consanguineidad, surgieron otras formas de unión, caracterizadas por una exclusión gradual de los parientes: primero los más cercanos (hermanos y hermanas), después los más lejanos (tíos, tías) y finalmente los parientes políticos.2 No obstante, desde el punto de vista arqueológico, no se ha demostrado que, desde los orígenes, se regularan las relaciones sexuales ni que se prohibiera el incesto.
En realidad, el incesto existía en el Paleolítico. Por ejemplo, hay análisis genéticos que demuestran que en las últimas poblaciones de neandertales había relaciones entre un tío o una tía y su sobrina o sobrino,3 o entre dos primos segundos por partida doble.4 El reducido número de personas que componían estas comunidades, que además estaban dispersas en un vasto territorio, podría explicar esta práctica. Sin embargo, hay otros trabajos que demuestran que los neandertales tuvieron relaciones con parejas ajenas a su grupo familiar y en ocasiones incluso provenientes de poblaciones muy diferentes —denisovanos5 y Homo sapiens, nuestros ancestros directos—.6 También se ha demostrado que algunas comunidades prehistóricas eran patrilocales.7 En la prehistoria, algunas mujeres salían de su comunidad natal para unirse a otra, sobre todo con el objetivo de formar una pareja, lo cual confirma igualmente que desde entonces había exogamia. Esta práctica tuvo consecuencias no solo en la perpetuación de los clanes, sino en las relaciones sociales entre las comunidades, pues lo más común es que las alianzas y la solidaridad se forjen a través de uniones, lo que evita los conflictos o permite controlar su grado de violencia.
¿Sociedades matrilineales?
Es posible que en el Paleolítico los humanos, en virtud de los nueve meses que transcurren entre el acto sexual y el nacimiento de un bebé, no hayan sido conscientes del papel de ambos sexos en la procreación.8 Si bien ciertos prehistoriadores (como Jean-Pierre Duhard en Réalisme de l’image féminine paléolithique) postulan la hipótesis de que las representaciones de vulvas y falos en el arte paleolítico materializan la toma de conciencia sobre la función del macho en la fecundación, otros (como Edwin O. James en Le culte de la déesse-mère dans l’histoire des religions) sostienen que esa comprensión se dio más recientemente, durante el Neolítico, con la domesticación de los animales y la práctica de la ganadería. Hay quienes plantean que en este periodo también surgió la familia monogámica. El círculo familiar, de origen muy vasto (cada niño y cada niña habría tenido varios padres, incluso varias madres), se habría encogido cada vez más hasta llegar a la familia nuclear que prevalece hoy en día. Ante la imposibilidad de saber a ciencia cierta quién era el verdadero padre de la criatura recién nacida, solo podía establecerse con certeza la filiación materna, lo cual determinó el surgimiento del derecho matrilineal. Varios investigadores, como Ernest Bornemann en Le Patriarcat (Perspectives critiques), sostienen esta hipótesis, según la cual el matriarcado existió antes de que apareciera el patriarcado durante el Neolítico. Los sesgos teóricos y metodológicos que han llevado a identificar la reproducción como principal función de las mujeres en la prehistoria, además de haber favorecido la atribución de un valor de género a ciertos objetos y ciertas prácticas, son el origen de la visión de que a las mujeres les correspondía un papel económico basado en la repartición de tareas según el sexo.
División sexual del trabajo
Para la mayoría de los antropólogos y prehistoriadores, que se apoyan en comparaciones etnográficas, la división sexual de las tareas ya existía en las sociedades prehistóricas. Si bien es cierto que en la mayoría de los últimos pueblos de cazadores-recolectores el trabajo se repartía por sexo, probablemente sus tradiciones fueron cambiando con el tiempo y no pueden considerarse un reflejo fiel de aquellas de los humanos prehistóricos. Por otro lado, la división sexual de las tareas se basa en reglas que varían de una sociedad a otra, por lo que es difícil deducir a partir de ahí un modelo aplicable en la prehistoria. Los nuevos métodos de análisis de osamentas humanas paleolíticas relativizan los planteamientos de ciertos autores que afirman que las mujeres, al ser menos robustas y musculosas que los hombres, no podían llevar a cabo todas las tareas necesarias para subsistir. Otro argumento es que su papel en la reproducción les restaba movilidad en comparación con los hombres. Sin embargo, para la recolección, actividad supuestamente femenina, era necesario desplazarse casi de manera cotidiana, en ocasiones largas distancias; además, las mujeres, al igual que los hombres, emprendían largos recorridos durante las migraciones estacionales de la comunidad. Por consiguiente, la división sexual del trabajo, si acaso existía en las sociedades paleolíticas, no puede fundamentarse en que las mujeres eran menos robustas o presuntamente se veían obligadas al sedentarismo.
Entre las actividades diferenciadas, la caza es un ejemplo muy socorrido. De acuerdo con algunos arqueólogos, desde los orígenes los hombres se dedicaron a la caza y las mujeres a la recolección. El coloquio Man the Hunter, realizado en Chicago en 1966, inculcó en la comunidad de prehistoriadores el modelo del “hombre-cazador”, idea que se mantendría por varias décadas. No obstante, ninguna evidencia arqueológica permite descartar la hipótesis de que en algunas sociedades del Paleolítico europeo las mujeres participaran en todas las etapas de la caza: descubrimiento e identificación de rastros de animales, elaboración de estrategias de caza, incluso participación como lanzadoras.9 Justo al final de este periodo parece surgir un cambio debido a la invención de armas arrojadizas aparentemente para uso exclusivo de los hombres.
De igual modo, algunas de las pinturas y esculturas más famosas del arte paleolítico podrían ser obra de mujeres. Durante cerca de un siglo y medio, la interpretación de las obras rupestres y mobiliares paleolíticas se basó en la presuposición de que fueron realizadas únicamente por hombres. Aunque es particularmente difícil saber el sexo de los autores de ambos tipos de obras, trabajos recientes demuestran la presencia de mujeres en el interior de cuevas decoradas. Muchas “manos negativas” en las paredes de cuevas fueron pintadas por mujeres,10 de modo que podemos imaginar que ellas pintaron los animales que figuran cerca. Además, en la hipótesis de que la motivación de ciertas obras rupestres haya tenido relación con creencias, ningún argumento arqueológico da pie para excluir la implicación de las mujeres en la conducción de ceremonias.
Los nuevos descubrimientos y estudios indican que en las sociedades paleolíticas las mujeres, que participaban en actividades muy numerosas, tenían una función económica tan importante como la de los hombres y probablemente un estatus social equivalente. Apoyándose en la abundancia de representaciones femeninas en el arte, algunos arqueólogos incluso sugieren que, dado su lugar central en las creencias, las mujeres ocupaban una posición elevada en ciertas sociedades. Además, como procreadoras y educadoras de niños pequeños, desempeñaban una función primordial para que los clanes perduraran. Dependiendo de las tradiciones culturales de las comunidades prehistóricas y de su sistema de valores, los roles de las mujeres han variado, pero al igual que los hombres, han contribuido a la evolución de la humanidad. Se observan grandes mutaciones económicas y sociales al final del Paleolítico y, sobre todo, durante el Neolítico.
En Europa se produce un cambio en la organización social alrededor de los seis mil años antes de nuestra era, periodo caracterizado por una explosión demográfica local ligada a la abundancia de comida (de lo que da prueba la presencia de un gran número de silos) y la expansión de la sedentarización. Estos cambios reconfiguraron las relaciones sociales, lo que dio origen a las élites y castas —entre ellas la de los guerreros—, y propiciaron una división sexual más marcada de las tareas, así como una generalización de la residencia patrilocal y la filiación patrilineal. Con la instauración del derecho patrilineal, aparece la familia patriarcal, representada poco tiempo después, en una de sus formas más logradas, por la familia romana.
Imagen de portada: John William Dey, Adam and Eve Leave Eden, 1973. © Smithsonian American Art Museum
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Claude Lévi-Strauss, “Les prohibitions du mariage”, Annuaire de l’École Pratique des Hautes Études (sciences religieuses), 1955-1956, pp. 39-40. ↩
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En Ancient Society, 1877 (La sociedad primitiva, prólogo de Alfredo L. Palacios, Pavlov, México, 1945), Morgan distingue tres principales estadios evolutivos de acuerdo con los progresos alcanzados en la producción de medios de subsistencia: el salvajismo (economía de la caza y recolección con producciones humanas que ayudan a conseguir recursos naturales), la barbarie (economía de producción; domesticación de productos naturales) y la civilización. Véase también Morgan, Systems of Consanguinity and Affinity of the Human Family, Smithsonian Institution, Washington, 1871, y Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Moscú, Ediciones Progreso, 1970 [1884]. ↩
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Carles Lalueza-Fox et al., “Genetic Evidence for Patrilocal Mating Behavior among Neandertal Groups”, PNAS, 2011, vol. 108, núm. 1, pp. 250-253. ↩
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Según el análisis de ADN de una neandertal de la cueva de Denisova en las montañas de Altái que data de hace unos 50 mil años. ↩
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Especie humana descubierta en Siberia, en la cueva de Denisova, y en el Tíbet, cerca de Xiahe, que vivió entre 160 mil y 41 mil años atrás y cuyos genes se han encontrado en varias poblaciones actuales de Oceanía y Asia (cruza con Homo sapiens). ↩
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Salvo en el caso de los africanos, el genoma de todos los humanos modernos presenta entre 1 y 4 por ciento de genes neandertales. ↩
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Dependiendo de que sea un hombre o una mujer quien permanezca en su residencia de origen, se habla de sociedades o residencias “patrilocales” o “matrilocales”, respectivamente. Por ejemplo, en el sitio de El Sidrón, España, se ha demostrado la residencia patrilocal (Carles Lalueza-Fox et al., 2011. Ibid.). ↩
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Reay Tannahill, Le sexe dans l’histoire, editado por Robert Laffont en la colección Les hommes et l’histoire, Laffont, Paris, 1982. La maternidad podía incluso percibirse como una partenogénesis (reproducción monoparental), producto de lo sobrenatural (Bronislaw Malinowski, La paternité dans la psychologie primitive [El padre en la psicología primitiva, 1927], Allia, París, 2016). ↩
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Steven Churchill, “The Upper Palaeolithic Population of Europe in an Evolutionary Perspective”, en Wil Roebroeks, Margherita Mussi, Jiří Svoboda y Kelly Fennema, Hunters of the Golden Age: The Mid Upper Palaeolithic of Eurasia (30,000-20,000 BP), Universidad de Leiden, Países Bajos, 1999, pp. 31-57. Disponible aquí ↩
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Dean Snow, “Sexual Dimorphism in Upper Palaeolithic Hand Stencils”, American Antiquity, 2006, vol. 80, núm. 308, pp. 390-404; Jean Clottes, Jean Courtin y Luc Vanrell, “La grotte Cosquer à Marseille”, en “Grottes ornées en France”, Les dossiers d’archéologie, 2007, núm. 324, pp. 38-45. ↩