Montmédy, en el norte de Francia, nunca se consideró cuna de artistas, pues su traza urbana se unía a los destinos de una ciudadela militar; por tanto, los abrojos de la soldadesca eran la constante. Sin embargo, el 9 agosto de 1789 —a sólo tres semanas de la toma de la Bastilla— nació ahí un músico portentoso cuya trayectoria vital haría correr arroyos variopintos de tinta: del denuesto a la apología y del encomio a la invectiva. Es más, podría afirmarse que se trata de un sujeto idóneo para filmar y novelar, mas tristemente, en los pliegues de su borrascosa biografía se encuentran las claves de su proscripción. Algo de su historia nos concierne a los mexicanos y, como tal, es una parte oscura de la nuestra. Pero ¿de quién estamos hablando? Comencemos por asentar que fue el arpista más destacado de su siglo —llegó a considerársele el “Paganini del arpa” o incluso el “mejor arpista de todos los tiempos”—, amén de que sus aportaciones a la literatura del instrumento siguen vigentes y que, gracias a sus avances técnicos, incontables generaciones se han beneficiado. Fue además un viajero incansable que deslumbró con su arte a públicos de las más diversas latitudes, un empresario sagaz que vio pasar fortunas por sus manos, un mujeriego cabal, un padre irresponsable y un compositor fecundo. Sus nombres de pila: Nicholas-Charles; su apellido: Bochsa. Establecido lo anterior podemos internarnos en los vericuetos de su temeraria y reprobable existencia. A temprana edad, el niño Bochsa recibió lecciones de su padre, un músico de la antigua Bohemia, miembro de la banda de un batallón establecido en Montmédy. De su madre no sabemos nada, salvo que era una campesina oriunda de la región y que favoreció las ínfulas del pequeño genio que había parido. De la enseñanza paterna resalta la variedad impuesta: clases de flauta, clarinete y piano; nociones de contrapunto, armonía y composición. Tan receptivo resultó el infante, que a partir de los siete años de edad pudo ya dar conciertos, en los que incluso presentó obras suyas (lamentablemente todas perdidas). Amainada la debacle revolucionaria, la familia Bochsa se transfirió a Lyon, ya que el padre obtuvo un puesto como oboísta en el teatro de ópera local. Es aquí donde avino un vuelco definitivo en la carrera del incipiente creador: Napoleón Bonaparte visitó Lyon en 1805 y Bochsa junior tuvo los tamaños para componer en su honor una ópera intitulada Trajano o Roma triunfante; la obra subyugó al emperador, sobre todo al enterarse de que su autor era apenas un adolescente. Como resultado, el púber se mudó a París con una generosa beca, bajo la promesa de que al terminar su educación formal en el ya célebre conservatorio parisino sería admitido en el círculo íntimo del poder. Los vaticinios resultaron atinados y Bochsa culminó con honores sus estudios; siendo nombrado de inmediato arpista imperial y maestro de la emperatriz Josefina. Más adelante se unió a la camarilla de Luis XVIII, el rey “desaseado”. Los conciertos se multiplicaron a la par de su fama, que aparejaba con su porte de galán —llegó a considerársele uno de los hombres más guapos de Francia— y sus sediciones amatorias. Una de sus víctimas fue una joven marquesa, a quien embarazó y se vio obligado a desposar. Tuvieron dos hijos a los que Bochsa abandonaría sin remordimientos. A pesar de ello, en pleno auge social —el cotilleo parisino lo escogió como favorito— la carrera de nuestro personaje comenzó a diversificarse: la falsificación de firmas, letras de cambio y demás documentos financieros se convirtió en su actividad paralela y favorita. Como podemos suponer, la justicia no tardó en enterarse condenándolo a una pena de doce años de trabajos forzados, con una multa de cuatro mil francos. Bochsa escapó a la capital del Reino Unido “con una mano atrás y otra adelante”, pero eso no tuvo importancia pues, fiel a su estilo, no demoró en colarse en las esferas más altas de la aristocracia inglesa. Se volvió preceptor de la duquesa de Wellington y trabó amistad con Lord Burghersh, un millonario al que convenció de la necesidad de abrir una escuela similar al conservatorio de París. De esa iniciativa mancomunada surgió en 1822 la Royal Academy of Music; Bochsa fue el profesor de arpa y tendría que haber sido secretario general a perpetuidad. En Inglaterra sus conciertos alcanzaron éxitos clamorosos y su agenda de virtuoso no tuvo tregua, aunque se dio tiempo para seducir a cuanta mujer se le atravesó. Su siguiente víctima perteneció al séquito del príncipe de Gales, una pobre ingenua que aceptó casarse con él sin imaginar que, en breve, la acusación de bigamia se abatiría sobre la felicidad conyugal, orillando al marido a otra evasión. Pero eso no es todo, sino que Bochsa engatusó simultáneamente a la soprano Anna Bishop, esposa del afamado compositor sir Henry Bishop,1 a la sazón director del Covent Garden. Pese a que ignoramos cuáles fueron las artes de persuasión de Bochsa, o más bien los ardides de su mitomanía, el hecho es que Anna abandonó su hogar con tres hijos pequeños y se enredó con el delincuente filarmónico en una aventura erótico-artística sin un final intuido. Naturalmente el escándalo fue mayúsculo —la sociedad victoriana puso el grito en el cielo y se rasgó las vestiduras— y la parejita hizo sus baúles para escapar de la maledicencia… De ahí en adelante la fórmula del dúo se estableció con audacia: se presentarían juntos en conciertos que él organizaría como manager y acompañante de la soprano. Huelga decir que los dudosos —mejor dicho, fraudulentos— manejos del dinero serían la norma. Así, en cascada, se sucedieron las giras, en las que prudentemente se evitaron Francia y Gran Bretaña. Las ciudades a desvalijar comenzaron con Hamburgo y en la lista encontramos, por ejemplo, Copenhague, Örebro, Estocolmo, Upsala, San Petersburgo, Odesa, Praga, Cracovia, Brno y Viena. De una temporada subsiguiente sobresalieron Budapest, Múnich, Fráncfort, Graz, Salzburgo, Trieste, Venecia, Turín y Milán. En la capital lombarda el dúo Bishop-Bochsa conoció a un ricachón napolitano que los invitó a establecerse en su tierra, imaginando que harían furor. No se equivocó, puesto que la permanencia de los prófugos se alargó por dos años. A nadie le extrañó que Bochsa se volviera director del Teatro San Carlo y que su administración fuera el escaparate para sus estafas. Prometía sueldos que nunca llegaban, pedía adelantos que se embolsaba… Al escabullirse de Nápoles, los fugitivos se embarcaron hacia el Nuevo Mundo, atracando en Nueva York. En esta urbe y en otras ciudades de la Unión la historia se calcó y a los éxitos artísticos se sumaron las perplejidades por la cleptomanía institucionalizada del inmenso artista. A esto se añadió una creciente megalomanía que desfondó los presupuestos. Agotado el horizonte de nuevos incautos, Bochsa y su amante se dirigieron a la conquista del Caribe, con La Habana como base de operaciones. No durarían mucho en el nuevo destino, pues el calor del trópico reventaba las cuerdas del arpa, por lo que el trashumante par decidió rehacer la ruta de Hernán Cortés. Quisieron desembarcar en Veracruz, pero ya desde ahí comenzaron los problemas.2 Hubo un estallido de cólera que los hizo permanecer horas eternas en el barco. Cuando por fin lograron poner pie en suelo mexicano las cosas no mejoraron. Le incautaron el voluminoso estuche del arpa pensando que contenía alguna reliquia religiosa y para lograr que se lo devolvieran Bochsa tuvo que dar “mordida”. Además, en camino a la Ciudad de México los asaltaron y la atemorizada soprano tuvo que deshacerse de las joyas que llevaba puestas. Para anotarlo sucintamente, en los antiguos dominios de Motecuhzoma Xocoyotzin las cosas se les voltearon y por primera vez en su vida Bochsa fue el que salió “transado” en las negociaciones. Así le sucedió en Pachuca, en Guadalajara, en León, en San Juan de los Lagos y, por supuesto, en la otrora Tenochtítlan, aunque tenemos que decir que casi logró consolidar un negocio pingüe con el que habría alterado el curso de la identidad nacional. Lo explicamos: Bochsa cayó en la cuenta, cual oportunista consumado que era, de que en 1849 no existía aún un himno patrio —había habido diversas propuestas, pero todas fallidas— que unificara los sentires del pueblo y sus opresores. Raudo y palmario, compuso una Marche mexicaine que estrenó en el Gran Teatro Nacional ante la presencia de José Joaquín de Herrera, otro de nuestros ínclitos mandatarios, mejor recordado como aquel que facilitó la pérdida de Texas. A él dedicó la ejecución.
La Marche no acabó de convencer, no obstante que el poeta cubano Juan Miguel Lozada le pusiera letra y la Bishop la entonara. Ciertamente los versos no eran sublimes y los tiempos no estaban maduros para darle a un reconocido falsario la preeminencia que él se arrogaba. Valga la cita para cerciorarnos: “Mexicanos, alcancemos el canto, proclamando la hermosa igualdad, que los cantos repitan el eco. Libertad, libertad, libertad”. Como colofón hemos de apuntar que Bochsa dejó México muy contrariado y que sus últimos peregrinares lo condujeron hasta Australia. Pereció en Sidney el 6 de enero de 1856 y en su tumba se lee: “Este monumento se erigió con la sincera devoción de su fiel amiga y discípula Anna Bishop”. Quizá podría haberse agregado: “Aquí reposa el único arpista del mundo que salió impune de sus fechorías y que en la República mexicana encontró la horma de sus zapatos…”
Imagen de portada: J. Hofelich, Nicolas-Charles Bochsa, 1842.
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Como dato de interés, Bishop compuso una ópera llamada Cortés o la Conquista de México. Sigue inédita. ↩
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La información sobre la estadía mexicana —junio de 1849 a mayo de 1850— está tomada de la narración que hizo Alfred Bablot d´Olbreuse, quien llegó a México como secretario del dúo Bishop-Bochsa. Como dato de relieve, Bablot se afincó en la Ciudad de México y aquí destacó como crítico, editor, maestro y miembro de la Tercera Sociedad Filarmónica Mexicana. Es recordado como el mejor director que ha tenido nuestro Conservatorio Nacional de Música. ↩
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Esta grabación se ha logrado gracias al trabajo conjunto con la línea de investigación sobre antropología de la música del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM y a la ejecución de la eminente arpista Gounta Salaks, en la cabina de Radio UNAM en Universum, el 12 de febrero de 2018. El ingeniero de grabación fue Miguel Goroztieta. El facsímil de la partitura lo hemos donado a la Biblioteca Nacional de México. ↩