Se cumplen cincuenta años del movimiento estudiantil de 1968 y México se desangra. Imposible rebatirlo: cerca de doscientos mil homicidios y un número incalculable de desaparecidos y desplazados desde que, a fines de 2006, el presidente Felipe Calderón lanzara la llamada guerra contra el narco: cifras que, como un desasosegante reloj de la muerte, no hacen sino incrementarse día tras día. Éste no es el país que imaginaron —y por el que se batieron— los jóvenes que cinco décadas atrás se levantaron contra la represión y el autoritarismo del gobierno, que desobedecieron los dictados de sus padres y soñaron con un mundo mejor. Tampoco el país que ansiaron construir al lado de los maestros, artistas, intelectuales y ciudadanos de a pie que los acompañaron en su aventura democratizadora y crítica. Es, por el contrario, su reverso: si algunas de las escenas más dramáticas que rememoramos de aquel annus terribilis corresponden a las semanas durante las cuales el ejército ocupó Ciudad Universitaria y el Instituto Politécnico Nacional, hoy los vehículos militares con sus sofisticados armamentos y sus tripulantes asidos a sus rifles de asalto se han convertido en escenas habituales en un sinfín de comarcas de la República. Y, si recordamos el instante en que las fuerzas de seguridad dispararon contra estudiantes desarmados en la Plaza de las Tres Culturas como uno de los episodios infames de nuestra historia, apenas en 2014, en Iguala, otros estudiantes inermes volvieron a ser desaparecidos y muy probablemente asesinados, por una alianza entre criminales y nuestras fuerzas de seguridad. Me atrevería a decir que nadie, en 1968, hubiera imaginado esta deriva; tampoco, creo, en 1978, 1988 o incluso en los albores de 2008. El relato que escribimos a partir de aquel 2 de octubre era, sin duda, muy distinto: Tlatelolco como una aciaga excepción en nuestra historia reciente, donde la ceguera y la cerrazón de un par de siniestros políticos —Díaz Ordaz y Echeverría—, en contubernio con los políticos y militares que los secundaron, provocó un paréntesis dictatorial en lo que había sido un régimen meramente autoritario, pero de una moderación ejemplar si se comparaba con el resto de América Latina. Conjurado el peligro, todo debía volver a la normalidad de modo que, poco a poco —muy poco a poco, valdría la pena resaltar—, los ciudadanos fueron conquistando nuevos derechos, una sucesión de reformas políticas y cambios legales que nos condujeron primero a la alternancia y luego a una democracia plena, integrando a México en los albores del tercer milenio de nuestra era, en el concierto de Occidente. Nuestra histórica marcha ciudadana proclamaba la matanza de la Plaza de las Tres Culturas como mito fundador de un pausado pero sostenido ascenso hacia un futuro de libertades cívicas. Sólo que, cuando llegó, ese futuro terminó convertido en el México de 2018 con su saldo de víctimas propio de una guerra civil. Nunca, desde 1968, y ni siquiera con la guerra sucia de los setenta, se produjeron tantas violaciones a los derechos humanos, tantos abusos por parte de las fuerzas de seguridad y tantos asesinatos de periodistas como hoy. ¿Cómo pudimos llegar a esto? ¿No se suponía que la democracia, con su apasionada defensa de los derechos humanos por los que luchó denodadamente el movimiento estudiantil, iba a garantizarnos un país próspero, equitativo, libre, seguro? ¿No se suponía que, habiéndonos deshecho del régimen responsable de la masacre del 2 de octubre, nuestros relucientes líderes democráticos serían por fuerza menos autoritarios y menos torpes, en cualquier caso incapaces de dirigir al país rumbo a un estadio aún más lamentable que el dejado por aquél? ¿Cómo fue que el sueño democratizador del 68 se tornó, cincuenta años después, en esta sangrienta pesadilla? Si resulta imposible entender el México de hoy sin Tlatelolco, tal vez valga la pena revisar el juicio para detectar en nuestra época no sólo las huellas de la gesta democratizadora iniciada entonces, sino también del nuevo autoritarismo y del control militar que hoy sufre el país. Me explico: si por una parte no puede negarse que la ciudadanía arduamente construida en estas cinco décadas encuentra su origen simbólico en el 68, también habría que escuchar los ecos del 68 —de la represión del 68— en el militarismo, la corrupción y la intolerancia que definen nuestro tiempo. Acaso la decisión de Gustavo Díaz Ordaz de emplear al ejército para hacer frente a la que según él era la mayor amenaza para el régimen de la Revolución (los estudiantes inconformes) encuentre así cierto paralelismo en la decisión de Felipe Calderón, continuada por Enrique Peña Nieto, de enfrentar la que a su juicio es la mayor amenaza para la democracia mexicana (el narcotráfico), valiéndose de los mismos instrumentos y estrategias parecidas. No pretendo equiparar a los tres presidentes —mientras Díaz Ordaz reprimió a ciudadanos pacíficos, Calderón y Peña se han empeñado en perseguir criminales—, sino los medios para conseguir sus objetivos: arrinconar el carácter civil de nuestro sistema para instaurar un estado de excepción —de unos cuantos meses, en el caso de Díaz Ordaz; de más de una década, en el de Calderón-Peña Nieto— que concede un lugar preponderante en nuestra vida pública a las fuerzas armadas. En ambos casos, la solución se ha revelado peor que el problema: la represión policiaca y militar en el 68 y la explosión de la violencia durante los aciagos años de la guerra contra el narco. El México de 1968 no es, por supuesto, el de 2018: estos cincuenta años se han significado por incontables avances en materia de libertades y derechos humanos, pero el balance que podemos hacer del presente es más bien negativo. Si al rememorar los cuarenta años de Tlatelolco, en 2008, los estragos de la guerra contra el narco aún no se hacían tan evidentes —los imaginábamos apenas como otro paréntesis de inestabilidad—, fue porque seguíamos bajo la fiebre democrática del 2000, cuando parecía que todos los anhelos de justicia y cambio podrían verificarse. La libertad de expresión asentada a partir de la alternancia, así como las reformas en la Ciudad de México que de pronto abrían nuevos derechos a comunidades tradicionalmente invisibles, parecían corroborar que los anhelos del 68 encontraban al fin una realidad concreta. Pero, mientras esto ocurría, el estado de excepción comenzaba a imponerse en buena parte de nuestro territorio: lugares donde cualquier idea de vida democrática empezó a venirse a abajo ante la colusión entre criminales, políticos corruptos y, otra vez, nuestras fuerzas de seguridad, empujadas de pronto a un combate que no les correspondía. Desde entonces, las cosas no han hecho sino empeorar. Si el inicio del sexenio de Peña Nieto ofreció cierto alivio al alejarse de la retórica guerrera de su predecesor, pronto se hizo evidente que su estrategia consistió sólo en apartar el conflicto de los reflectores mediáticos sin poner en marcha una verdadera alternativa a la guerra. Así, cuando el 26 de septiembre de 2014 se hizo público que un grupo de alumnos de la Normal de Ayotzinapa —que, no debemos olvidarlo, se aprestaban a participar en la marcha conmemorativa del 2 de octubre de aquel año— habían sido secuestrados por una alianza entre criminales, narcotraficantes y fuerzas de seguridad de los tres niveles de gobierno, los ciudadanos por fin repararon en las consecuencias del conflicto: de pronto, las anónimas cifras de la guerra encontraron una identidad, la de esos 43 jóvenes, cada uno con una historia y un rostro identificables. La indignación se tornó incontenible: casi medio siglo después de Tlatelolco, otra vez el Estado participaba en la eliminación física de quienes no hacían otra cosa que llevar a cabo una protesta incómoda pero a fin de cuentas pacífica. Al día de hoy, seguimos sin saber los motivos que llevaron a semejante estallido de barbarie; pero, sin importar cuáles sean, constatan la fragilidad extrema de nuestro Estado de derecho. No es tanto que Ayotzinapa cancele las esperanzas de Tlatelolco, como que Ayotzinapa es una reedición del autoritarismo de Tlatelolco que exige una nueva manera de encarar la violencia, así como una reforma integral de nuestras fuerzas de seguridad y de nuestro sistema de justicia, a fin de impedir que algo semejante vuelva a ocurrir en el futuro. En vez de aprender de la tragedia, el gobierno de Peña Nieto, apoyado por los seguidores de Calderón, optó por lo contrario: aprobar una Ley de Seguridad Interior que convierte el estado de excepción en una realidad permanente, otorgándole poderes excesivos al presidente de la República y legalizando la presencia militar en nuestra vida civil. El PRI de Díaz Ordaz se hubiese fascinado con la maniobra: un instrumento jurídico diseñado para blindar la actuación de las fuerzas armadas en tiempos de paz. Al recordar las luchas de 1968 en este 2018, estamos obligados a insistir en esta paradoja: pertenecemos a una sociedad democrática, heredera de las luchas civiles de estos cincuenta años, que voluntariamente ha decidido someterse al poder militar. El triunfo de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones de este año abre una puerta de esperanza para acabar con el estado de excepción y la narrativa que ha impulsado la guerra. No es éste, por supuesto, el único debate irresuelto de los muchos que incendiaron el ambiente intelectual cinco décadas atrás. Porque el 68 —hoy lo sabemos— fue muchos 68, aglutinados en el levantamiento de los estudiantes pero con distintas ramificaciones y modos de enfrentarse al orden establecido e imaginar una relación distinta entre los ciudadanos y el poder. Algunos críticos del 68 insisten en que su talante revolucionario provocó la reacción que asentó el triunfo del neoliberalismo en los años ochenta, el cual a su vez se apropió de esa suerte de hedonismo chic heredado del ambiente hippie y pacifista de los sesenta y setenta. Otros piensan, por el contrario, que el “pensamiento del 68” es el responsable de nuestro rezago educativo, de la masificación de nuestras universidades, de nuestro clientelismo magisterial o de nuestro desdén por la ley. Todas estas críticas —paralelas a las que inundaron Francia hace diez años cuando el presidente Sarkozy invitó a “liquidar la herencia del 68”— me parecen tan burdas como cerriles: los movimientos estudiantiles y sociales del 68, de Berkeley a Praga y de París a México, fueron valerosas respuestas al autoritarismo —fuese éste capitalista o comunista— airadas protestas contra el desdén de los políticos de entonces y bocanadas de aire fresco en sociedades claustrofóbicas, adocenadas por el miedo —del comunismo al capitalismo y viceversa, y en todas partes hacia la extinción nuclear— y por el horror al placer y la libertad. Sería absurdo asumir, entonces, que las reacciones autoritarias frente a esta revuelta antiautoritaria son producto del 68. Que a partir de los años ochenta la nueva ideología dominante haya logrado desmantelar buena parte de sus conquistas sociales y políticas, anulando o arrinconando el Estado de bienestar, al tiempo que incorporaba porciones desnaturalizadas de su mensaje —el desdén hacia el Estado o cierto individualismo que, en efecto, prevaleció entre algunos miembros de la generación del 68—, no debe ser visto como resultado de sus planteamientos. No cabe duda de que hoy nos hallamos en una sociedad más consumista y alienada —si cabe— que la de los sesenta; que el egoísmo se ha convertido en nuestra segunda naturaleza frente a la solidaridad o el espíritu comunitario de entonces; que nuestras universidades se han masificado y la educación pública continúa perdiendo terreno ante la privada; que la equidad —incluida la de género— continúa siendo una quimera; que volvemos a tener miedo a la bomba por el ascenso al poder de dos líderes igual de desequilibrados como lo son los de Estados Unidos y Corea del Norte, y que el neoliberalismo ha cimentado entre nosotros no sólo el prestigio de la ambición y la riqueza, sino el desprecio a la política. Pero los avances tampoco han sido menores: hace cincuenta años, el voto y la alternancia democrática continuaban siendo quimeras; cualquier preferencia sexual distinta de la heterosexualidad debía ser escondida; la disidencia se pagaba con la cárcel o a veces con la muerte; la destrucción del planeta no le importaba casi a nadie, y los jóvenes apenas podían aspirar a contribuir al debate público o gobernar sus propios países. Todas éstas son, querámoslo o no, conquistas del 68. Conquistas que, por supuesto, necesitan volver a ser defendidas frente a los embates de una reacción que, de nueva cuenta, quisiera verlas aniquiladas. Y es por ello que el espíritu del 68 sigue siendo necesario. En estos cincuenta años, otro de los cambios experimentados en México —y en general en América Latina– ha sido el del papel o la posición de los intelectuales. Mientras prevaleció el autoritarismo, ellos eran los únicos e ineludibles voceros de una sociedad civil a la que no se le concedía voz alguna. El poder estaba obligado a oírlos y, en ocasiones, cuando se volvían demasiado incómodos, a cooptarlos, a encarcelarlos —como a José Revueltas— o incluso aniquilarlos —como ocurrió con varios de ellos en Centro y Sudamérica—, pero este miedo daba cuenta de su relevancia y de su peso social. Hoy, cuando la democracia, primero, y las redes sociales, después, han democratizado el espacio público, su desempeño se ha visto inevitablemente oscurecido. Ya nadie ostenta el carácter de oráculo de Paz, Fuentes, Monsiváis, Benítez, Poniatowska o Pacheco: el solo intento resulta ya un anacronismo. Prolifera, en cambio, la nueva comentocracia —formada más por politólogos y académicos que por artistas y creadores—, y en realidad cualquiera puede valerse de Facebook y Twitter para expresar sus opiniones. Los intelectuales como portavoces de la sociedad civil, para bien o para mal, han desaparecido o se han vuelto obsoletos; no obstante, ésta también es una consecuencia tardía y paradójica del 68. En su afán por desacralizar las instituciones, por diversificar las voces, por engendrar la pluralidad, el 68 destruyó a sus propios voceros. Podemos sentir nostalgia por la época en que una opinión de Paz o Monsiváis podía remover conciencias y poner al gobierno contra las cuerdas, pero resulta mucho más democrático que hoy las opiniones de Krauze o Aguilar Camín, quienes se asumen como sus herederos directos, no sean sino otras voces en el concierto —o la cacofonía— de nuestra era digital. El 68 aborrecía las jerarquías piramidales y era inevitable que este rasero llegase incluso a sus propios adalides. Las conquistas del 68 —o de lo que es adecuado llamar “el espíritu del 68”— son incontestables en términos de libertad de expresión, equidad, derechos humanos y políticos, y diversidad, pero que enormes zonas del país escapen al control del Estado, que la corrupción contamine a todas nuestras autoridades o que nuestro desvencijado sistema de justicia garantice una impunidad sin reservas para los poderosos —o muchos de esos delincuentes que se dice se persiguen mediante la guerra contra el narco— significa que todos estos avances son lamentablemente válidos sólo para unos cuantos: los privilegiados que habitan en zonas o ciudades más o menos seguras y que tienen la fortuna de no estar vinculados con procesos judiciales. Hace veinte años escribí que el futuro parecía promisorio gracias a una nueva conjura de millones de ciudadanos que habían logrado “socavar el orden autoritario por medios democráticos y pacíficos”. Hoy, los retos son mucho mayores y no parece quedar apenas resquicio para el optimismo. Si queremos que el “espíritu del 68” renazca o resucite se impone que los jóvenes se llenen de un nuevo espíritu revolucionario y crítico que los impulse a cambiar, de manera pacífica pero no menos drástica e implacable, el ineficaz, endeble y corrupto sistema que hemos construido en estos últimos diez o veinte años, con el anhelo de edificar una democracia real que se parezca un poco a la democracia que empezamos a soñar hace cincuenta años. “La vida sin libertad es la muerte”, declaró recientemente Daniel Cohn-Bendit, uno de los líderes del Mayo francés, a Le nouveau magazine littéraire. “Y el 68 nos interpela todavía porque este extraño, caótico e inaprensible movimiento está, indudablemente, del lado de la vida”.
Jorge Volpi Coordinador de Difusión Cultural de la UNAM